negras, la ceremonia espiada y soñada casi a diario desde aquella tarde de verano, la obsesión que ni papá ni mamá han podido o querido explicar. En casa se negaban a hablar del tema y desviaban cualquier conversación en torno de pesadillas extrañas, nuevas sensaciones, temblores innombrables. Decían que las cosas relacionadas con el sexo eran generalmente malas, que las niñas decentes debían evitar a toda costa esos asuntos, que gracias al aislamiento y a la disciplina del internado aprenderían a comportarse.
El maestro de historia se arrodilla junto a las dos mujeres. Las voces del fonógrafo cobran un ritmo similar al de las fantasías más íntimas, dos alientos que se funden y confunden mientras el maestro deposita la bolsa en el suelo y abre con la navaja un pequeño surco bajo el ombligo de la profesora de geografía que no se mueve ni sangra: la herida es perfecta, de una limpieza quirúrgica. El maestro repite la operación con la instructora de educación física y al terminar hunde la mano en la bolsa para extraer un puñado de óvalos que siembra en las heridas. Conforme la música alcanza su cenit, el maestro se incorpora. Las dos mujeres renuncian a la parálisis y se acercan, buscándose a ciegas con labios y dedos, entrelazando salivas y extremidades sin atender al maestro que observa y se frota la erección con gesto distraído. Y entonces nace una agitación bajo la piel de las profesoras, un vaivén como de olas o bulbos que pugnan por surgir aquí y allá, en distintas regiones cutáneas, a lo largo y ancho del cuerpo. La agitación va en aumento y basta parpadear para que las orquídeas germinen y revienten la carne y asomen por el rostro, las axilas, la espalda, el torso, los muslos; las orquídeas cubren todo con su terso pelambre de pétalos y transforman a las mujeres en enredaderas, floraciones que se estremecen en un insólito delirio vegetal.
La mente decide jugar más de lo que ha jugado y así Ana, Teresa y Cecilia, las tres con las faldas alzadas en el desván que se disuelve en un letargo sepia, imaginan qué sucedería si el maestro de historia –¿o acaso es el de literatura, el de música?– volteara hacia arriba y las descubriera allí, tres rostros intrusos que escrutan el recinto cuya existencia debe guardarse en el más riguroso secreto. Probablemente las facciones del maestro se descompondrían en una mueca que las horrorizaría y ellas tendrían que ahogar un alarido y acomodarse el uniforme rápido, lo más rápido posible. Tal vez sentirían las primeras uñas del miedo en la nuca y se apartarían de la claraboya justo cuando el maestro las señalara y saliera de cuadro y las profesoras o mejor dicho las esculturas florales se levantaran con ademanes sonámbulos, de película muda. Quizás entonces Cecilia, Teresa y Ana, soportando a duras penas el hormigueo en el bajo vientre, tropezarían con algunos maniquíes en su prisa por abandonar el desván y los muñecos desearían devolverles el abrazo para frustrarles la huida. Quizá los pájaros se burlarían con sus miradas vidriosas y ellas se precipitarían a la escalera de caracol aunque los maniquíes empezaran a cantar con voces de Delibes, atravesarían el patio sin advertir la nitidez de la luna que colgaría del cielo como una sonrisa plateada, llegarían al pasillo cuidando de no azotar la puerta con la ventana rota para evitar que el golpe reverberara en las entrañas del colegio, empujarían la puerta de los altorrelieves y moverían el armario para abrir y cerrar el acceso que nadie debería conocer y salir al Corredor Prohibido. Al fin el Corredor Prohibido, el hormigueo vuelto una humedad implacable entre las piernas que obligaría a pensar primero en la cercanía de la noche y después en la desaparición del maestro –¿de historia, de literatura, de música?– al que todos buscarían hasta que la última hebra de sol se desvaneciera y él por ninguna parte, ni un mínimo rastro de su presencia. Seguramente el maestro esperaría a que pasara la hora de la cena y el internado se poblara de grillos y aire para acudir a la cita con Ana, Teresa y Cecilia, que estarían en su dormitorio, a punto de dejar caer sus camisones como arañas translúcidas, aguardando con ansiedad que alguien llamara a la puerta; alguien que en las manos traería una navaja luminosa y una bolsa con semillas oscuras para enseñarles con placentera lentitud cómo germinan las orquídeas que laten abajo, muy al fondo, en esa penumbra de terciopelo habitada por pétalos impacientes.
DESHUESADERO AL CREPÚSCULO
A José Javier Coz
CARLOS
Creo que la idea fue de Rito.
Ahora en retrospectiva, después de lo que pasó creo que sí, que Rito aquella tarde con el sol medio quebrado en el horizonte, que los cuatro amigos de siempre aburridos en la casa del árbol donde nos juntábamos a diario. De repente Rito abrió la boca con una bocanada de humo y se nos antojó la mejor idea; de repente fue el cementerio y jugar futbol entre las lápidas. Al fin y al cabo era un pueblo chico como nosotros, quién iba a darse cuenta si el cementerio estaba a un par de kilómetros y los cigarros de Manuel nos quemaban los catorce años, si nuestros padres nadaban en la siesta o la indiferencia y nadie conocía nuestro club, acuérdense del acuerdo, todos lo firmamos con sangre cuando traje mi navaja y les rebané el índice.
Cómo olvidarnos de la navaja de Rito. Esteban se desmayó al ver el hilo rojísimo que le bajaba por la yema del dedo y se deshilachaba finalmente en una firma recién inventada, un garabato que se tiñó de marrón junto a otros tres garabatos en el trozo de papel que Rito traía siempre en los jeans, revuelto con la resortera y dos fotos de rubias en cueros y sus sueños de conquistador y los cerillos que sacaba para encender otro Camel y hablarnos del cementerio, un lugar mágico que comenzaba a echar raíces en nuestras mentes y a crecer hasta cobrar las dimensiones de una meta o una obsesión. Teníamos que ir allí, al deshuesadero –así lo llamaba Rito–, ese era nuestro último destino, el deshuesadero esto y el deshuesadero lo otro y lo de más allá: imagínense revisar las tumbas abiertas, coger varios cráneos y jugar futbol, desaburrirnos y enterrar los pantalones cortos de una vez por todas, quedarnos a dormir sobre un sepulcro y puto el que se raje; apenas son las cuatro y media, en una hora nos vemos frente a la tienda del Gato. Y no vayas a salir con tus pendejadas, Esteban, nada de que tu mamá te encargó la leche o de que van a misa porque se le ocurrió a tu papá; el chiste es que ellos no sepan a dónde vamos, déjenles una nota o algo así, un campamento o una fiesta en casa de alguien que no existe, usen sus neuronas. Nos vemos a las cinco y media; el que no esté deja de ser miembro del club.
Manuel y yo quisimos protestar, decirle a Rito que el futbol de acuerdo, pero no quedarnos a dormir sobre las tumbas y claro, como él prácticamente no tenía padre y su madre era una de las mujeres más fáciles del pueblo, no había problema: él abandonaba su casa y listo, si no llegaba a dormir qué importa, mamá estaría muy ocupada para advertirlo. Además Rito siempre agarraba las riendas del club, él era el jefe y el resto que se joda, él tomaba las decisiones y ahora vamos acá, ahora para allá, hacemos esto, deshacemos lo otro. Como el verano pasado, aquella vez que robamos gasolina para bañar al perro del carnicero y Rito se reía a carcajadas y prendía un cerillo tras otro y el animal vuelto una pelota caliente y naranja que rebotaba por el lote baldío, aullando y ladrando hasta que reventó como fruta podrida.
Todo eso quisimos decirle Manuel y yo a Rito. Pero bastó una de esas miradas verdes y tan suyas para que nos sintiéramos estúpidos y desarmados y todo fue igual que siempre: el líder era y seguiría siendo Rito, algún engranaje secreto de la naturaleza le había asignado ese privilegio y nosotros lo aceptábamos de algún modo, continuaríamos aceptándolo hasta que Rito dejara de ser Rito y el viento de la madurez nos desbalagara por los cuatro puntos cardinales. Manuel, Esteban y yo de acuerdo, Rito, a las cinco y media; cada quien a su casa a inventar alguna mentira que superara las de los otros, una competencia de cuentos y huidas por la puerta de la cocina o alguna ventana que harían que nos desternilláramos de risa, esa risa irresponsable de la juventud hambrienta de misterios y peligros.
MANUEL
Una hora después la tienda del viejo Gato, el paraíso de las conservas rancias y el hedor a anciano que aguardaba la irrupción de la adolescencia dispuesta a adquirir alguno de los condones agazapados como serpientes en el polvoriento atardecer de las estanterías.
Fui el primero. La mochila con algo de comer, el sleeping bag y los cigarros me hundía los hombros; mamá con su ¿a dónde vas? cuando dejé la casa aún me taladraba los tímpanos. Estudié el escaparate de la tienda. Allí seguían las telarañas