de México, enero de 2020
ORQUÍDEAS PARA TRES VOYEURS
La extrema seducción colinda, probablemente, con el horror.
GEORGES BATAILLE
Cada atardecer otoñal a las seis en punto, mientras las sombras maduran en los patios del internado y los ladrillos irradian un fulgor sanguíneo, Ana, Teresa y Cecilia huyen de los juegos que se organizan en el bosque para espiar el estudio desierto donde se efectúa el rito de las flores negras. Han bautizado así el espectáculo que presencian tarde con tarde porque las flores son lo único que ellas entienden, al menos por ahora; además, rito es una palabra mágica recién aprendida en clase de historia, recién registrada en un cuaderno vuelto diario que podría ser legado a la dudosa posteridad de un desván.
Las tres abandonan el bosque sigilosamente, dejando atrás un grupo de uniformes sepia que se confunden con los árboles a medio desvestir. Los rayos de un sol casi líquido acompañan a las estudiantes que corren sobre un tapete de insectos y humus, los doce o trece años bailoteándoles en las caderas y en los pechos que han empezado a alzar las blusas: Ana la de la sonrisa llena de pecas y el pelo como cobre fundido; Teresa y su mirada sin nubes y los dientes más envidiados del internado; Cecilia con la piel de menta y la cabellera larga donde –según dice el maestro de literatura– a veces se enredan los pájaros, a veces un crepúsculo, a veces las sombras afiladas de las tres que avanzan en silencio para no llamar la atención de las demás ni alimentar los rumores de la escuela. (Pero, después de todo, qué importa si las otras imaginan lo peor: que las tres se encierran en los baños o en el dormitorio y se levantan las faldas para iniciar las caricias, el lento hurgar de las lenguas en las bocas que despliegan sus pétalos.)
Cada atardecer otoñal se deslizan por el bosque como si fueran imágenes extraídas de un sueño húmedo, tres bocetos de mujer que persiguen el fin de la inocencia con el aire a sus espaldas. Al llegar a la entrada del internado, una antigua verja de hierro oscuro, se detienen, normalizan la respiración y ríen por el triunfo de su nueva huida: otra vez nadie se ha dado cuenta. Tienen casi una hora para ellas solas antes de la misa diaria; el colegio está vacío –bueno, prácticamente vacío; si no hubiera nadie, no serviría de nada la fuga, a quiénes observarían en el estudio desierto– para que puedan recorrerlo y explorar sus rincones, sus escándalos ocultos, sus patios sembrados de breña y tumores solares. Irrumpen en el internado y por un instante las inhibe tanta quietud; la sonrisa se les cae de la boca cuando creen oír los mensajes que el viento graba en los ladrillos. Quedan petrificadas al centro del patio principal, Cecilia a punto de preguntar si no hay un profesor en los alrededores, Teresa con los ojos fijos en las amplias ventanas del segundo piso, Ana acomodándose las calcetas demasiado estrechas para sus pantorrillas.
Pero la sensación se esfuma rápidamente y ellas se miran y el colegio es otra vez el de siempre, el mismo edificio vetusto que las acoge desde hace un año y no el mausoleo carmesí que la imaginación de las tres erigió por un momento. Vuelven a encajarse la sonrisa de complicidad en el rostro y desfilan hacia las aulas de teoría, Teresa tras Cecilia tras Ana correteando las hojas que se columpian en el aire del atardecer; Ana tras Cecilia tras Teresa por el pasillo de mosaicos rojos donde se encuentra la mayoría de los salones –le dicen el pasillo rojo de mosaicos porque son los mosaicos los que hacen rojo al pasillo y no viceversa, absurda discusión que suele culminar en guerra de almohadas–, el pasillo enrojeciéndose velozmente de mosaicos y de sol que naufraga en las primeras brumas lunares.
Los pasos de Teresa se deforman hasta transformarse en consejos paternos para que nunca hagas algo de lo que te puedas arrepentir, si en el internado hay un lugar prohibido para las alumnas mantente alejada, toda escuela antigua tiene secretos que es mejor no averiguar. Los pasos de Ana intentan mitigar el cosquilleo que le brota en el bajo vientre y que ya puede llamarse excitación; y todo por culpa de Cecilia, ella fue quien descubrió la puerta tras el armario y le robó la ganzúa a un conserje aquella tarde de verano en que estuvo revisando exámenes con el maestro de literatura. Los pasos de Cecilia despiertan los ecos dormidos en los rincones y acaban con el letargo de las ratas, que comienzan a reptar en las profundidades de la construcción; en el ambiente se agolpa de pronto una tranquilidad inquieta, la paz de las aulas rota por el recuerdo de una lección de historia o geografía memorizada entre murmullos.
Al llegar al final del pasillo amosaicado de rojo se detienen ante la Puerta Prohibida –así, con mayúsculas, ya que a todas las alumnas del internado les gusta llamar prohibida a la puerta que da acceso al corredor donde se alinean los cubículos de los profesores– y titubean, aguzando el oído por si hubiera algún movimiento anormal. El reloj de la tarde se sacude las hojas adheridas a su péndulo. El silencio apunta su veleta hacia el corredor que desnuda su penumbra hueca y se alarga conforme Cecilia empuja la Puerta y trata de disimular un gesto perverso, quizás una sonrisa de anticipación que se le filtra por la comisura de la boca y sube a sus ojos, a esa mirada adulta atrapada bajo los párpados de una niña como diría el maestro de literatura, el amor platónico de Cecilia; o bueno –como dicen los rumores–, platónico hasta cierto grado. Ana piensa que el cosquilleo o más bien el humedecimiento que se propaga por su bajo vientre es el resumen de varios dedos que la acarician de adentro hacia fuera, poco a poco el roce de cien manos se sintetiza en esa suavidad como de musgo que le resbala por el abdomen, y todo por culpa de Teresa, ella fue la primera que espió el rito floral a través de la claraboya cuajada de polvo e insectos muertos, la última que dejó de contorsionar las caderas bajo el uniforme aquella ocasión en que las tres debutaron como testigos del espectáculo. Teresa cree que la Puerta Prohibida lanzará un grito, que la madera se lamentará sobre sus goznes mientras el Corredor Prohibido se extiende frente a ellas con un bostezo que tiene algo de llamada erótica, mucho de olor a polen. Y por un segundo, quizá más, quizá menos, las tres imaginan lo mismo: una lluvia de flores negras y rojas y blancas y en plena tempestad, de pie en el pasillo bajo el alud de pétalos y pistilos, se hacinan los profesores del colegio, todos desnudos y bañándose en esa catarata de flores, tocándose unos a otros en ese ciclón de flores, acariciándose con rabia en esa cópula de flores que pronto abandona la mente de las tres.
La primera que ingresa en el Corredor es Ana, la vista cautelosa al igual que sus pasos, el corazón a ritmo de cronómetro; la sigue Teresa, erizado el vello de los brazos, atentos los ojos a las sombras que no embonen en la modorra del pasillo; y por último Cecilia, que cierra la Puerta tan despacio como la abrió y echa a andar, consciente aun del sonido más remoto: ahora carcajadas, ahora gajos de una flauta (quizás el maestro de música), ahora arañazos tras la puerta de la sala de juntas (quizás una rata o una mano perdida). Los cubículos permanecen cerrados como cicatrices; hay árboles o esqueletos proyectados en la ventana al final del Corredor. El tiempo parece detener su rotación de esfera y el siguiente instante se paraliza entre las fauces del crepúsculo. Ana se detiene –así, como el tiempo– ante un armario prehistórico que debería guardar artículos de limpieza pero que en realidad está vacío: claro, si no cómo iban a moverlo los participantes del ritual; además Cecilia lo descubrió la tarde que estuvo con el maestro de literatura. Cecilia extrae de un bolsillo la ganzúa robada y comienza a lamerla porque hay que lubricarla: claro, si no cómo podría encajar en esa cerradura casi oxidada; además el sabor a metal viejo es tan agradable en el paladar, tan extrañamente masculino. Teresa se pasa una mano por el pelo para secarse el sudor, demasiado pegajosa la penumbra que surge de los intersticios del armario. Las tres se miran y por un momento sus miradas se revuelven, tres gatos azules que retozan y juegan con un estambre invisible.
Pero el momento se difumina, los gatos oculares interrumpen su retozo y Cecilia da varios empellones al armario con la llave todavía en la boca, lamiéndola y babeándola para que se introduzca sin dificultad. Teresa y Ana comprueban que el pasillo está despejado, libre de siluetas sospechosas, antes de empujar con todas sus fuerzas. El armario se mueve centímetro a centímetro y sus patas se desesperan, el silencio se desespera y sacude sus alas y quizá por eso hay un aleteo de sombras en el Corredor. El armario parece respirar y su respiración llena la atmósfera de polvo y Cecilia piensa en juegos de palabras, en discusiones que no llevan a ningún lado: el armario sí llena la atmósfera de polvo aunque la atmósfera no sea de polvo y el armario sea el que llene de polvo la atmósfera;