Mauricio Montiel Figueiras

La piel insomne


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se venderían por contener quizá sólo cucarachas, mi reflejo opacado y dividido inexplicablemente en cuatro por los lamparones de la vitrina.

      Esteban y Carlos llegaron al cabo de unos minutos, las sonrisas de oreja a oreja, las manos en los bolsillos. Rito apareció treinta segundos después como de costumbre, como desde lejos para que supiéramos una vez más quién era el líder, a quién teníamos que esperar para encender el primer Camel y referir nuestra fuga de las garras paternas y decir Rito, eres el único que no trae nada, ni mochila ni sleeping. Lo oímos reír, murmurar con una mueca llena de dientes no es cierto, traigo mi navaja, es todo lo que se necesita, putos. Otra carcajada y Rito se burlaba de nosotros y nosotros felices por reírnos con él, sintiéndonos pendejos con tanto bulto a cuestas, orgullosos de ser los mejores amigos de Rito y de que Rito fuera nuestro mejor amigo aunque se carcajeara en nuestras narices y se sintiera nuestro padre y por cierto, Esteban, ¿no te pegaron? Cómo podíamos dejar de quererlo, el más grande fanfarrón de nuestro mundo reducido a unas cuantas casas y a catorce años de coníferas en torno del pedazo de tierra donde abrimos los ojos: Rito el ladrón de las bicicletas de cada verano, Rito el del fetiche de látex arrugado en un bolsillo de los pantalones, Rito el que decía vámonos a jugar en las tumbas. Y ahí íbamos todos, fieles como el perro naranja del carnicero aquella tarde en el baldío tan semejante a esta tarde: el sol igual de mutilado por una nube aborregada, la tierra de las calles igual de suelta en nuestros pasos.

      Eran las cinco cuarenta y cinco cuando nos internamos en la vereda silvestre que según Rito nos llevaría directamente al deshuesadero, un atajo que había descubierto meses atrás. Él iba a la cabeza de la fila india. Sin decir nada nosotros clavábamos nuestras huellas en sus huellas, confiados de que a pesar de tantos matorrales y espinas y gritos de pájaros localizaríamos el cementerio, seguros gracias a esa curiosa certidumbre que Rito nos infundía cuando iba adelante de nosotros, guiándonos como esa tarde con humo de cigarro en los ojos y en el viento las primeras canciones de rocanrol llegadas al pueblo. Elvis Presley y Bill Halley eran desentonados por nuestras voces; “Heartbreak Hotel” y “Rock Around the Clock” sonaban extrañas en esas cuatro gargantas inexpertas. El aire era tan azul que parecía desprenderse de los huecos entre los árboles, tan frío que podía ser exhalado por las pupilas de Rito mientras “Don’t Be Cruel” y “See You Later Alligator” se diluían en el bochornoso zumbido de los insectos.

      Entre los arbustos saltaba el pelo de Rito, una melena rubia que un instante era visible y luego invisible, invisible y visible, ahora me ves, ahora no me ves. Carlos, Esteban y yo la seguíamos a risotadas nerviosas porque las espinas nos acariciaban por todos lados; los pinos nos arrojaban breña sobre los hombros como si se mofaran de nuestro cargamento de falsas comodidades. Envidiábamos a Rito, sin una gota de sudor en la frente y en los Levi’s una simple navaja, el amuleto que nos había obligado a ensangrentar un pacto de hermandad secreta y a asumirnos como los cuatro mosqueteros, uno para todos y todos para uno. Porque todos éramos Rito y Rito era nosotros de alguna manera, un club de un solo miembro o un adolescente con cuatro facetas que cada tarde se refugiaba en un árbol desvencijado a fumar y discutir consigo mismo sobre rocanrol y películas de aventuras, las primas de la ciudad y las faldas con crinolina, la masturbación y las cicatrices del crecimiento paulatino, el miedo de ser hombre y permitir que la casa del árbol se pudriera con todo y las cervezas jamás empinadas.

      Caminábamos tras nuestros propios cabellos, una señal rubia entre la vegetación donde acechaban arañas esmeralda y gusanos que se retorcían como títeres en el extremo de un hilo. El sol atravesaba las ramas de los pinos para divertirse con nuestras facciones, entretejía luz y sombra y diseñaba patas de bichos sobre los párpados, larvas de mosca junto a la nariz mientras cantábamos y Rito iba varios metros adelante de nosotros o nosotros varios metros adelante de Rito o viceversa o todo lo contrario, nadie adelante de nadie y todos juntos, uno para todos y todos para uno, voraces exploradores de esa jungla llamada pubertad.

      ESTEBAN

      Veinte o veinticinco minutos después de la cita frente a la tienda del Gato llegamos al deshuesadero. Lo distinguí entre arbustos y árboles antes que Carlos y Manuel, incluso antes de que Rito gritara ¡maricón el último que toque la verja!

      Primero vi una serie de barrotes puntiagudos, negros como debían ser los pecados que tanto criticaba papá sin saber que mamá los cometía cada fin de semana cuando él iba a la ciudad por asuntos de negocios y nos dejaba solos a ella y a mí. Mamá aprovechaba jueves, viernes y parte del sábado; luego de que papá se alejaba en el Plymouth, se ponía a inventar pretextos como si no me percatara de lo que sucedía en su dormitorio y era ir por la leche o vete a jugar con tus amigos porque tengo visita, cielo, como si yo todavía fuera su niño de ocho años y encima estúpido. Si le platicara lo que Rito nos contaba en la casa del árbol, si supiera que medio pueblo le decía la puta oficial, la más barata de la región porque para acostarse con ella bastaba una botella de whisky… Papá estaba demasiado ciego o demasiado idiota o ambas cosas; cuando regresaba el sábado por la noche la besaba igual que diario. Tal vez sus negocios en la ciudad eran similares a los de mamá en el pueblo y los dos a gusto con su matrimonio hipócrita; aunque esto le corresponda a Rito más que a mí, mamá y papá vivían mentira tras mentira, pecado tras pecado, como los barrotes que divisé antes que nadie.

      Después vinieron las hileras de cruces y los ángeles mancos en la distancia y la carrera para evitar ser el maricón del club. Carlos y Manuel iban adelante de mí y Rito adelante de ellos, siempre más adelante, todos raspándonos y dejando jirones de camisa en las espinas, dos fotos de rubias desnudas junto a un árbol para deleite de los ciempiés, en el suelo una resortera y unas mochilas que alojarían a los escarabajos pero la navaja aún en el bolsillo trasero de los jeans, tibia y concreta, único equipaje indispensable. Corrí lo más rápido que pude; la vegetación era tan verde como la mirada de Rito, que brincaba hecho un saltamontes ante mis ojos. De pronto se acabaron los pinos y las plantas y todo fue jadear a campo traviesa, aceptar que los pantalones eran demasiado angostos para que las piernas se alzaran sobre los pastizales, empezar a mover los brazos en un aleteo sin freno y volar hacia la verja negra, pasar encima de Carlos y Manuel y Rito con mis tenis rozándolos a cien kilómetros por hora, rebasarlos a lo pájaro y llegar en primer lugar al deshuesadero para no tolerar las burlas porque fui el último y Rito dijo ¡tenía que ser el Huesos! y Carlos y Manuel se doblaron de risa, atragantándose con el aliento que recuperaban junto a la verja mientras a sus espaldas el sol se hundía en una nube semejante a un agujero bermellón.

      Los cuatro esperamos a que la sangre se nos bajara del rostro. No habían transcurrido ni cinco minutos cuando Rito comenzó a escalar los barrotes terminados en puntas de flecha, gritando que no debíamos entretenernos más. Y así nos volvimos lagartijas y el hierro se escurrió bajo nuestras uñas mientras yo decía cuidado con las flechas oxidadas, mamá dijo en el verano tétano seguro y Rito qué mamá ni qué mierda, no le hagan caso al Huesos, sólo había que trepar y saltar al otro lado como la mirada de Rito para caer de nalgas en un matorral desgreñado. Rito dijo casi te espinas el culo, Esteban, y Manuel y Carlos se carcajearon de nuevo. Descendí del matorral con el honor en los tenis y entonces vino el silencio como un calambre en lo más profundo del estómago.

      Nos quedamos callados. El sol horadaba la lejanía y allí frente a nosotros estaba el deshuesadero, un espectáculo de tumbas y estatuas y lápidas invadidas de sombras rojas que se escabullían como salamandras, reptando en un desorden de colas y lenguas bífidas para subrayar las inscripciones que según Rito se llamaban epitafios y las fechas, el nombre de cada muerto sin nombre. Permanecimos petrificados el tiempo suficiente para que el sol se hundiera un poco más en su nube y la olfateara, enorme calavera que preludiaba los cráneos con que jugaríamos.

      La realidad enmohecida del deshuesadero nos había convertido en cuatro estatuas de bocas abiertas y músculos encogidos, cuatro ángeles que habían dejado sus alas ensartadas en puntas de flecha y que ahora imitaban a los ángeles de mármol hartos de custodiar cadáveres que no les incumbían. Algunas gárgolas se desperdigaban por ahí, salpicando de gestos obscenos el paisaje de cruces y aureolas. La quietud era asfixiante, una mordaza agitada por el viento y por la voz de Rito que decía ¡a buscar los balones de futbol! sin tomar en cuenta los pinos que nos espiaban al