de la tienda a la que nunca se le había permitido entrar, ni siquiera acompañada por mamá que a veces iba a surtir uno de los exóticos encargos paternos y salía con una bolsa en la que se adivinaba un garfio, una cadena, el borde de unos círculos llamados grilletes que Sofía no podía asociar con los insectos que tocaban su violín de madrugada. El anuncio de la tienda era un tigre de neón que saltaba eternamente en pos de su presa, un pájaro o una nube. Las patas extendidas, las fauces abiertas para devorar el atardecer, los colmillos filosos: papá era ahora el equivalente tridimensional del tigre. Sus movimientos rezumaban la misma agresividad eléctrica del anuncio y era como si el anuncio rondara a mamá para reclamarle por qué tantos fetiches comprados, por qué tanta correa de cuero y tanta parafernalia metálica; papá de neón aproximándose a mamá y alzándole los jirones del vestido de novia, hundiéndole el cuchillo entre las piernas para frotarla suave, aceradamente.
–Qué bueno que estás en casa, mi amor.
Hilillos carmesí surcaron los muslos de mamá, que esbozó una sonrisa donde cabía toda la dulzura y la fidelidad de una esposa después de varios años de feliz matrimonio. Aunque sus labios permanecieron cerrados la palabra amor retumbó en la terraza, que se adentraba ya en una penumbra de durazno. Al fondo del domingo un canario gorjeó, el último trino del crepúsculo. El silencio se reinstaló mientras el agua cochambrosa seguía fluyendo hacia la avenida, integrándose a la ciudad que acechaba más allá de la verja y registraba todo con su ojo rojo, su ojo amarillo, su ojo verde. Los rosales habían dejado de parpadear.
–Es bueno estar en casa. Ven acá.
Papá retiró el cuchillo de entre las piernas de mamá; un óvalo de humedad le manchaba los pantalones, justo en el área del cierre. Mamá se incorporó, limpiándose los muslos con la escobeta para luego soltarla: splat. Papá la tomó de la mano y juntos se dirigieron a la butaca de mimbre, donde él depositó el cuchillo. Se dieron un beso largo y, conforme desaparecían como engullidos por la casa, Sofía se preguntó qué sentiría mamá al tocar con su lengua esa lengua de asfalto, a qué olería la saliva de papá al entrar en contacto con la de mamá: de seguro a jardín, ya que sus dientes eran espinas, o tal vez a rosas entre los vapores de la tarde. Qué lindo, qué lindo: papá abría la boca y exhalaba un aroma a rosas profundas, rosas violentas, rosas de neón extraviadas en el paladar. Qué inquietante advertir apenas que la terraza estaba más callada que nunca a excepción de la puerta que, aunque no soplaba ni una brizna de viento, se azotaba a intervalos regulares: plaf, plaf. Sofía imaginó las lenguas de papá y mamá enredadas como lagartijas y recordó aquel lejano domingo en que se le ocurrió hincarse a media calle luego de comprobar que no había moros o mejor dicho coches en la costa. Recordó el sabor a desperdicios antiguos que le inundó la boca cuando su lengua dio la primera lamida al pavimento; qué chistoso, pensó, era el mismo sabor que desprendía el rostro de papá las pocas veces que ella se atrevía a lamerlo. Qué curioso que uno debiera acudir a la calle para tener el verdadero sabor de papá entre los dientes.
Sofía soltó la escoba: plop otra vez. Miró el semáforo y notó que tampoco parpadeaba: sólo destellaba la luz roja. Bajó la vista: la mugre no paraba de brotar, parecía que la limpieza de la casa no concluiría nunca. Avanzó hacia donde yacía la escobeta de mamá; quiso alzarla pero de inmediato se arrepintió. Las cerdas de la escobeta eran cabellos que evocaban a mamá cuando se sumergía en su baño de burbujas después de la siesta, mamá al salir de la tina al otro extremo del patio y mientras se secaba el pelo con una toalla en la que se delineaban uñas de moho.
Proveniente del interior de la casa, un grito femenino se estrelló como puño en las paredes y el olor a rosales. Sofía respingó y al mismo tiempo se desplomaron tres moscas, gotas azules en el lavabo del verano: drip, drip, drip. Las plantas se estremecieron en sus macetas: pfff, pfff. La puerta continuó azotándose: plaf, plaf. Alguien, en algún rincón de la casa, prendió un radio y la atmósfera se llenó de estática, un clamor de abejas iracundas: bzzzzzz. Era la hora del noticiero policiaco. De un momento a otro un locutor empezaría a enumerar homicidios, violaciones, víctimas de un tigre de neón que anda suelto por las calles, acuérdense que el domingo es el día más peligroso en nuestra gran urbe. Y papá sonreiría, satisfecho.
Con pasos inseguros, Sofía fue a la puerta y la abrió de par en par. Ingresó en una penumbra más honda que la de la terraza, perfumada de rosas y excremento de canario, y atrás, muy atrás de ese aroma, alcanzó a percibir un débil tufo sanguíneo, un centelleo carmesí entre todas esas sombras ocres, doradas, anaranjadas. Porque entrar en la casa era como entrar en una naranja madura en la que cada gajo correspondía a una habitación, cada semilla a uno de los muebles inexplicablemente cubiertos por sábanas; sí, era cierto, los domingos la construcción se transformaba en una naranja, al fin y al cabo qué eran los domingos sino frutas caídas del árbol semanal. Y allá, en un gajo de la casa, un radio ardía, consumiéndose en el fuego de la estática, tragándose las cenizas de un grito demasiado materno para ser ignorado.
Luego de revisar la sala, donde tropezó con una defensa de automóvil y los faros delanteros de un autobús, Sofía pasó al comedor. La mesa estaba dispuesta para la cena: los tres lugares de siempre y al centro un candelabro con tres velas; la de en medio, la más grande, apagada. En la cabecera, sobre el plato de papá, descansaba un collar canino. A la derecha, en el plato de mamá, un montón de pétalos rojos. A la izquierda, en el lugar de Sofía, una muñeca de porcelana con un tigre de vidrio que se le metía entre las piernas, olfateándole algo bajo el vestido de primera comunión. La niña se acercó a su silla, levantó el tigre y lo arrojó contra la pared. Sonrió. Adiós, tigrecito comprado en una tienda vedada; hasta nunca, tigrito fugado de la selva de concreto. Ahora sólo quedaban dos tristes tigresas para la hora de cenar, dos tigresitas taciturnas sumidas en el sopor de una naranja podrida. Y el radio dale que dale, quemándose con su idioma hueco. Adiós, tigre, adiós.
Después fue la cocina repleta de taxímetros salpicados de salsas y zumos, la despensa convertida en almacén de letreros de calles y señales de tránsito, la estancia donde mamá acostumbraba leer la sección policiaca y que se hallaba poblada de anuncios de neón, todos encendidos para crear una confusión eléctrica que zumbaba como una noche en miniatura, noche de ciudad que había irrumpido prematuramente en una mitad de la naranja y que empujó a Sofía a salir al patio. Allí la luz era más espesa que en la terraza, como si papá hubiera derramado varias botellas de vino tinto y el vino se hubiera evaporado en esa neblina rosácea que envolvía los árboles y las jaulas donde flotaba un revoltijo de plumas. Sofía se acercó a la primera jaula y la abrió; una cascada amarilla le sepultó los pies. Lo mismo sucedió en la segunda jaula, en la tercera, en la cuarta, en la quinta. El espectáculo no varió: alguien había decapitado y desplumado a los canarios que por un insólito capricho de la gravedad se mantenían firmes en sus columpios, listos para remontar el vuelo en busca de sus cabezas. Ahí viene el tigre. Y entonces otro grito astilló el ambiente envinado del patio.
Sofía echó a correr hacia la segunda mitad de la naranja. Abrió una puerta y otra y otra. Atravesó la sala de televisión donde se hacinaban varios semáforos inservibles, el cuarto destinado a sus juguetes y ocupado ahora por pesadas antigüedades. Al llegar al estudio de papá, donde según mamá había libros prohibidos, se detuvo para recobrar el aliento. Allí estaba el radio que seguía escupiendo estática, un cráneo adormilado entre el polvo de un librero. Sofía se aproximó a él y lo apagó; el silencio desplegó rápidamente sus raíces hasta conquistar el núcleo de la casa. Cautelosa, la niña revisó los volúmenes alineados junto al radio; con el índice acarició los títulos grabados en los lomos, los nombres impronunciables de autores chinos e italianos. Al identificar al Marqués de Sade, uno de los favoritos de papá, se preguntó por qué mamá hablaba de libros prohibidos si todos eran tan bonitos, con sus pastas de cuero y sus dibujos de hombres y mujeres sin ropa abrazados como víboras. Papá decía que algunos dibujos eran verdaderas obras de arte realizadas por gente de la Edad Media. Y Sofía, por alguna razón, no lograba comprender a qué se refería papá con ese término: cómo era posible que alguien tuviera la mitad de sus años, que alguien dibujara cosas tan lindas con media edad extraviada. Adiós, libros sin respuestas; adiós a la edad partida en dos.
Sofía pasó al dormitorio de papá y mamá con el estómago flojo. Ni un ruido: