el tufo a sangre era más penetrante, aquí los objetos disparaban la imaginación hacia el territorio de los miedos nocturnos. El ropero, por ejemplo, remitía a edificios clausurados al borde del derrumbe. El espejo del tocador no resplandecía como solía resplandecer cada domingo entre lápices labiales, pintura para uñas y pestañas postizas: ahora era un rostro oculto bajo un sudario.
Y la cama matrimonial, qué barbaridad, estaba movida de su sitio. Y en la sección del piso al descubierto, qué increíble, había una compuerta por donde podía caber un adulto. Y la compuerta, qué maravilla, estaba abierta como una invitación para ingresar al subsuelo. Y Sofía, qué niña tan curiosa, fue a la compuerta para toparse con los peldaños que se precipitaban en las negras entrañas de la naranja. Y resistiendo la tentación de ir hasta el tocador para arrancarle el sudario y ver si mamá estaba atrapada en el espejo, Sofía, qué niña tan nerviosa, empezó a bajar los escalones, los ocho años vibrándole en el vientre. Adiós, tigresita, adiós. Bienvenido el descenso resbaloso, el limo en la planta de los pies, el hedor a sangre cada vez más cercano y más intenso. Adiós, princesa de la terraza, adiós. Bienvenida la oscuridad.
Sofía tocó fondo –primero el pie izquierdo, luego el derecho– y volteó hacia arriba: el dormitorio de papá y mamá se reducía a una irradiación lejana. Suspiró y comenzó a caminar, extendiendo los brazos para tener un punto de referencia. Sus dedos tantearon la humedad hasta hallar paredes, una fresca sensación de musgo por donde se arrastraban otras sensaciones provistas de antenas y patas y vellos. Así que avanzaba por un corredor: qué alivio, pese al musgo que le babeaba las manos y que ella se limpiaba en el vestido una y otra vez. Ojalá que un tigre no se desprendiera de las sombras. Ojalá que por ahí no anduviera dando tumbos un auto o una motocicleta oxidada, un policía ciego por contemplar tanto semáforo. Ojalá.
Había filtraciones por doquier. La negrura era una ducha incesante: drip drop, drip drop. Sofía continuaba caminando, incómoda por las gotas que le estallaban en el pelo y los hombros y que adjudicaba al agua de la terraza, que a lo mejor conseguía escurrirse hasta allí. Qué diría mamá si la viera bajo esa lluvia de mugre y ciudad, descalza en un pasillo donde lo único reconocible eran los muros que hervían de alimañas.
Algo se deslizó con un chillido entre los pies de la niña, que no pudo ahogar una exclamación de horror. Probablemente una rata atraída por el olor a cobre, sí, papá afirmaba que las ratas vivían entre sombras, que sólo ahí podían dar a luz y ya te imaginarás por qué me encantan esos bichos, reina, luz y sombra, en qué paradoja tan extraña se mueven las ratas. Y Sofía, siempre aplicada, había buscado paradoja en un diccionario. Y se había quedado en las mismas. Y allá, a unos metros, se adivinaba un fulgor anaranjado, la oscuridad rasgada en un rectángulo. Alguien había herido la oscuridad, qué hermoso. Qué bello apresurarse hacia la cuchillada de luz, descubrir que se trata de una puerta entreabierta que hay que empujar con un gran esfuerzo porque sus goznes no están bien aceitados.
Sofía, siempre prudente, entró despacio en una estancia semejante a las que aparecían en varios dibujos del estudio. Mazmorras, les decía papá, o algo así. Mazmorras, qué nombre tan chistoso. A Sofía, quién sabe por qué, le hubiera gustado llamarse Mazmorra. La palabra se derretía entre los labios y chorreaba al suelo para describir en un murmullo el lugar donde se hallaba la niña, temblando de miedo pero feliz. Porque aquí se había concentrado el hedor a sangre, el eco de dos gritos. Aquí la luz moribunda del domingo se colaba por las ventanas enrejadas a nivel del jardín delantero, que Sofía ubicó mentalmente a ambos lados de los escalones de la terraza. Aquí el silencio era fracturado por el tintineo de las cadenas que pendían del techo como trenzas; algunas llegaban al piso pero todas, sin excepción, se mecían con la brisa que empezaba a soplar. Sí, aquí estaban las cadenas pero también los grilletes sujetos a los muros, los juguetes de hierro y madera tan parecidos a los de los libros de papá, las planchas que evocaban el hospital donde mamá había sido internada una vez, luego de la paliza disfrazada de caída por una escalera aunque la casa tenía una sola planta.
Aquí, en esta mazmorra anaranjada, con el vestido nupcial a la cintura, mamá colgaba de una trenza y se balanceaba de espaldas a Sofía. Colgaba de las manos, que alguien le había esposado en un aro de metal. Se balanceaba rítmicamente, empujada por la brisa: atrás y adelante, atrás y adelante. A mitad de su nuca un garfio brillaba, lúgubre. Sus pies goteaban, minuciosos: drip, drip, drip. Su cabeza se inclinaba adelante y atrás, adelante y atrás.
Y Sofía, qué niña tan buena, se acercó a mamá poco a poco. Y mamá, qué mujer tan grosera, siguió dando la espalda a su hija. Y Sofía, qué espanto, llegó junto a mamá y la hizo girar lentamente. Y mamá, por fin, accedió a mirar a Sofía que la observaba con ojos desorbitados. Y mamá, sin duda, sintió una envidia terrible al ver los ojos de su hija o al menos al tratar de verlos porque ella no tenía ojos: alguien se los había remplazado por un par de rosas. Y mamá, qué mujer tan apenada, separó los labios y soltó un débil gorjeo. Y Sofía, qué escándalo, abrió la boca para gritar pero justo entonces algo le bloqueó la mirada, algo que trajo una oscuridad olorosa a naftalina, una impresión como de sombrero que apretaba y apretaba y apretaba. Y en la oscuridad, un rumor de agua corriendo hacia una ciudad profunda. Y la voz de papá, perfumada de alcohol y domingos.
–Despierta, princesa. Mamá y yo te queremos. Despierta, tigresita.
Primero fue la telaraña que de un jalón se retiró de los ojos e hizo recordar las camisas de papá, la visión de la almohada por donde deambulaba un hilo de saliva. Segundos después –porque al salir del sueño había tiempo de sobra, decía papá durante el desayuno– llegó el cosquilleo en los tobillos, una oleada de hormigas que bajó del vientre y los pezones y se detuvo en los pies con una efervescencia similar a la del Alka-Seltzer que mamá tomaba cuando tenía jaqueca. Por último vino un vértigo delicioso, la sensación de manos que con cariño quitaban piedras del pecho y las rodillas.
Sofía parpadeó velozmente: uno dos, uno dos. Había logrado emerger de la siesta de oro fundido. Sonrió. Había despertado, qué alegría. Adiós a los tigres malévolos.
Bostezó, estirándose cuan pequeña era en la cama bañada de atardecer. Echó una ojeada al reloj de Tiger que descansaba sobre el buró: las seis veinte, qué flojera. Faltaban poco más de cinco horas para que se acabara el domingo. Y mañana a clases. Otra vez la rutina de maestras, compañeras, tareas. Otra vez la ciudad en vivo y a todo color. Los lunes eran la fruta más amarga de la semana: volver al sabor de los edificios, del humo, del tráfico. Qué lástima, lunes era un nombre muy bonito. A Sofía le hubiera gustado llamarse Lunes.
Bruscamente, como impulsada por un resorte, la niña se incorporó en el lecho al captar algo que no podía precisar, algo que se le iba de las manos. Como agua. Como mugre que regresaba a la mugre original. Paseó la vista por su dormitorio. Era el de siempre: las cortinas hinchadas por el aire que venía del jardín, las muñecas desbalagadas por el suelo y los muebles, las paredes con tapiz de pájaros y flores. Qué lindo, el dormitorio a media tarde. Aguzó el oído. Qué luminoso, el silencio de la casa. Tiger respiraba, plácido: tictac, tictac, tictac. En el patio los canarios gorjeaban, perfectos, melancólicos. La ciudad quedaba lejos, al otro lado del mundo. Y al fondo, muy al fondo de la quietud, un eco moría, desesperado. A lo mejor un grito. Pero quién sabe.
Sofía parpadeó: ahora se hallaba en el dormitorio de papá y mamá. Se miró en el espejo del tocador. Ya se había peinado y traía puesto el vestido que papá le había comprado para la primera comunión. Qué raro. Aunque se veía graciosa. Se concentró en los lápices labiales de mamá. Tomó uno. Un poco abajo, un poco arriba, y listo: su boca era el botón de una rosa estival. Devolvió el lápiz a su sitio. Se miró otra vez en el espejo. Hizo muecas. Sonrió, escudriñando los rostros de papá y mamá en el retrato de bodas sobre el tocador. Los dos le contestaron la sonrisa. Eran tan guapos, tan felices: qué pareja. Al ver el reflejo de la cama matrimonial, y movida por un absurdo recuerdo, Sofía se apartó del tocador y se arrodilló en el piso, cuidando de no mancharse el vestido. Alzó la colcha. Confundida, se preguntó por qué había imaginado una compuerta empotrada bajo el lecho, dónde había visto una cosa así. Quizás algún programa de televisión. Se incorporó. El ropero la contemplaba, intrigado.
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