Mauricio Montiel Figueiras

La piel insomne


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a animales primitivos, a reptiles engarzados en una lucha sin tregua. Cuando la penumbra recupera su inmovilidad, Cecilia se saca la llave de la boca y la inserta pausadamente, casi con cariño, en la cerradura que aguarda con las piernas abiertas y el sexo medio oxidado. La llave entra con facilidad y gira en la cerradura; la puerta de los altorrelieves resbala hacia adentro, hacia un lóbrego pasillo que termina en otra puerta con una ventana rota, un navajazo entre tanta oscuridad. Y todo por culpa de Ana: ella fue la última que cruzó el corredor aquella primera vez, la que azotó la puerta y rompió el vidrio en su prisa por llegar al dormitorio y levantarse la falda o desnudarse e iniciar las caricias, el lento hurgar de los dedos en la entrepierna porque las flores querían salir, las flores querían dejar el vientre, las flores querían nacer y exhibir sus tallos y pétalos carnosos.

      Cecilia da el primer paso dentro del pasillo; la sigue Ana con un sabor a herrumbre entre los labios porque el miedo sabe a herrumbre, el miedo se instala en el paladar y ahí se arrulla; después viene Teresa, las órdenes de papá y mamá arrumbadas en una esquina de la memoria. Cuando se hallan del otro lado de los altorrelieves, las tres empujan el armario y la luz del Corredor se fuga en delgados filamentos. Teresa cree escuchar pasos que se aproximan y los atribuye a los vellos de su nuca, erizados por una brisa inesperada. Ana también oye ruidos –quizás el viejo maestro de música enganchado a su flauta– y se refugia junto a Cecilia, que cierra la puerta. La llave se queda en el sexo de la cerradura y de golpe las tres están solas, integrando un mismo ritmo cardiaco; sus manos se rozan y ellas sienten la vibración de la escuela, el peso de miles de ladrillos como una dolorosa presión en el pubis; sus dedos anhelan entrelazarse como tantas veces en que la luna ha encendido el revoloteo de camisones al fondo de los baños de vapor que no funcionan desde hace décadas y alojan sólo mosaicos agrietados, regaderas que semejan fémures, bragas y corpiños que flotan como nubes en el cenit de la medianoche.

      Las tres avanzan hacia la puerta con la ventana rota. Teresa es la última, los pezones duros por efecto de los escalofríos, el aliento entrecortado ahora que su imaginación dibuja manos que emergen de las paredes para masajearle el cuello, la cintura, las nalgas. Adelante de Teresa va Cecilia, la blusa desabrochada hasta el valle de los pechos porque el calor es demasiado viscoso, similar al de aquella tarde de verano en que descubrió el armario aunque, bueno, no fue un descubrimiento accidental; aquella tarde transcurrió, amarilla y sudorosa, en el cubículo del maestro de literatura, entre pilas de libros y exámenes por corregir y poemas truncados por gemidos: allí consiguió la llave de la puerta tras el armario, pero por supuesto que eso no fue lo que dijo después, cuando empezaron las preguntas; inventó el cuento de la llave robada a un conserje, habló de un hallazgo hecho por casualidad. Adelante de Cecilia va Ana, el miedo a flor de boca agudizándose al llegar a la puerta con la ventana rota y abrirla para permitir que una luz agria deslumbre a las sombras del pasillo. Y así las tres salen a un patio donde el aire erige diminutas espirales de polvo; junto a uno de los muros, caprichosa como una hiedra de metal, trepa una escalera de caracol que remata en una portezuela. Se apresuran hacia la escalera, conscientes del parpadeo de la luna, y suben con cuidado, tratando de no espantarse con la vibración de los peldaños. Al alcanzar la cima del caracol empujan la portezuela y pasan a un ruinoso desván repleto de reliquias escolares, aves disecadas y maniquíes mutilados; piensan en los apuntes de biología de una alumna desaparecida, en viejas clases de costura, en agujas que pinchan dedos o más bien corazones ávidos de convertirse en alfileteros. Recorren ese paraíso de la taxidermia a media luz como si fuera la primera vez, imaginando qué sucedería si de repente los pájaros embalsamados alzaran el vuelo y se posaran en las ajadas cabezas de los maniquíes, palpando los vestigios de mejores épocas –o, si no mejores, al menos más inocentes, aunque también en aquellos años el internado tenía secretos y los camisones sucios debían lavarse en casa, una frase que se leyó en un diario escondido en el desván– hasta que al fin se detienen frente a la claraboya que brota del suelo como un bulbo grisáceo. Se arrodillan junto a ella y se le acercan poco a poco para que sus facciones sean bañadas por el cálido fulgor que titila abajo, en el estudio que adquiere contornos precisos conforme los ojos de las tres se acostumbran a una dorada opacidad de velas.

      Gracias a la visión cenital distinguen al maestro de historia cuando entra a cuadro y se dirige al centro del estudio, seguido por la instructora de educación física y la profesora de geografía. Los tres comienzan a frotarse en un ballet lascivo; sus manos exploran cavidades y turgencias, sus labios articulan palabras ininteligibles, sus movimientos oscilan entre lo cadencioso y lo feroz. Y entonces irrumpen nuevas figuras, quizás otros mentores aunque es imposible identificarlos ya que traen antifaz y se han vestido de arlequines como los personajes dibujados en un cuaderno oculto en el desván, un diario que antes de ser exhumado no se consultaba desde hacía buen tiempo. Los recién llegados forman un semicírculo de rombos azules y púrpuras y verdes alrededor de los tres maestros que se acarician con violencia creciente, con un frenesí agazapado en el ir y venir de los dedos que indagan y serpentean bajo la ropa, con unas ganas de desgarrar la piel sugeridas en las uñas que suben y bajan, y en las inusitadas posturas que evocan una puerta, unos altorrelieves pero cuándo, dónde: ¿una lámina en algún libro de historia, una remota referencia al arte barroco?, ¿o algo más primitivo, algo como un sueño húmedo en cuyas simas destella una horda de reptiles? Absortos en su danza carnavalesca, los arlequines salen de cuadro y vuelven a entrar contorsionando el tórax, las caderas y las piernas para confirmar que sí, no cabe duda, son los arlequines de siempre, los de aquella primera vez frente a la claraboya cuando hubo miedo y calor y remordimiento de conciencia y todo junto en un solo líquido que circulaba por el vientre y más abajo y ahora queda el calor, tenues rastros de miedo a los que no se presta demasiada atención. Sí, son las mismas siluetas burdamente perfiladas en el cuaderno que se localizó entre las telarañas del desván, un diario que –según después se averiguó– había pertenecido a una alumna inscrita en el internado en la década de los cuarenta, una rubia que aparecía sonriendo al fondo de una borrosa fotografía tomada en el bosque y que se esfumó sin dejar huella –apenas un vago aroma a sándalo– pese a que los rumores aseguraban cosas distintas: que mudó de nombre y país para volverse prostituta, que con los años logró regentear un burdel para hombres de negocios adictos a las jóvenes, que se dedicó a escribir relatos eróticos o mejor dicho pornográficos, que murió por una sobredosis de droga en el baño de un decrépito cuarto de hotel. Sí, son las mismas gesticulaciones aunque hoy se antojan más perversas, menos inocentes que en aquella iniciática tarde estival.

      Y de pronto los arlequines abandonan la escena, incendiando el aire con un revoloteo de rombos multicolores. Los tres maestros quedan solos en el estudio, tocándose y mordiéndose sin importarles quién excita a quién ni de quién son esos pechos, esa garganta, esas nalgas que se yerguen como queriendo desprenderse de sus ataduras. El desván cae en un torpor ambarino; la luz, de una densidad casi palpable, preludia el balanceo del péndulo nocturno y agudiza los sentidos. Es mejor olvidar el cosquilleo semejante a un hervidero de mariposas en la entrepierna para ver cómo el maestro de historia sale por una esquina de la escena, cómo la instructora de educación física y la profesora de geografía interrumpen bruscamente las caricias. Blusas, brasieres, faldas, medias y bragas se deslizan al piso conforme dos voces femeninas inauguran un cántico desde un fonógrafo fuera de cuadro, una pieza cuyo título rehúsa despuntar en la memoria porque es algo exótico, algo con una k intermedia, una invocación en un idioma difuso. Alguna vez en la clase de música se escuchó y analizó esa pieza, una de las favoritas del profesor que hablaba maravillas de Delibes, ah, sí, ahí está el nombre del compositor: Delibes, por supuesto, la sesión sobre música de opereta y ballet, Francia, finales del siglo XIX; Delibes, sí, pero cuál es el título de la pieza que recupera el encuentro de dos mujeres en un jardín mágico a orillas de un río, el profesor contó la historia, Delibes se había inspirado en esa imagen para componer la pieza que se llama cómo, cómo, cómo nombrar a dos mujeres que cantan en un jardín mientras las dos maestras permanecen inmóviles en el suelo del estudio, tendidas bocarriba sobre un revoltijo de ropa, los ojos cerrados en tanto la música insinúa una cadencia de piel que huele a noche, lenguas que deambulan por zonas cada vez más profundas. Desnudo, precedido por una erección brillante como relámpago, el maestro de historia regresa a cuadro; en las manos sostiene una navaja de rasurar y una bolsa llena de pequeños óvalos que remiten a semillas.

      En ese instante