y tensionando sus reglas; y quizás ya el Derecho de protección de los consumidores.
Incluso la llamada responsabilidad civil procedente de delito tiene rasgos propios, y en España, debido a sus notables especialidades procesales, no sé si puede explicarse con los criterios generales de la responsabilidad civil. Por ejemplo, las indemnizaciones pedidas a Artur Mas y otros dirigentes catalanes en este concepto y las medidas cautelares impuestas en forma de fianza al inicio del proceso penal, quizás podamos esforzarnos en interpretarlas como consecuencia del daño causado, pero seguro que los contribuyentes voluntarios a la colecta pública para pagarla no lo ven de este modo, sino que piensan estar realizando contribución a la caja de resistencia para evitar el ingreso en la cárcel de su líder político. Tampoco parece creerlo SegurCaixa Adeslas, que ha rechazado la petición de cubrir la fianza de 5,2 millones que le pedía Artur Mas acogiéndose al seguro de responsabilidad civil que cubría a los empleados de la Administración pública catalana: según fuentes de la aseguradora, “esos hechos están excluidos en el condicionado de la póliza”.
La teorización doctrinal, las sentencias de los tribunales y, muchas veces, las leyes, adquieren hoy una complejidad extraordinaria, incomparable con el estado de la cuestión de hace apenas tres décadas. Un marco conceptual mucho más elaborado, pero del que se escapan conjuntos de situaciones sociales muy relevantes en las que la incidencia de los daños contingentes es abordada con otros criterios e instrumentos.
Al mismo tiempo, las reglas de responsabilidad civil abarcan otras realidades nuevas que adquieren incluso cierto protagonismo. Por ejemplo, los daños morales; por ejemplo, los daños al honor, la intimidad y la propia imagen. Hace cincuenta años, cuando yo estudiaba la carrera, y durante bastante tiempo después, pensar en pedir indemnización de daños por la pérdida de un hijo pequeño se hubiera considerado inmoral. Digo “hubiera” porque, de hecho, no se pensaba. Con la muerte del pequeño la economía familiar se veía aliviada. Queda el dolor del padre o de la madre, claro (creo que también distinto hoy y hace cincuenta años), pero el dolor no tiene precio y quien pretendiera cobrarlo parecería un desalmado. Como hubiera parecido persona poco honorable quien reclamara sumas de dinero como indemnización por el daño infligido a su honor, su fama, su intimidad o su imagen. En su caso, era satisfacción suficiente ante los tribunales, cuando no había más remedio que arrostrar así la publicidad de los hechos, la petición del “franco simbólico” propio de la práctica francesa o fórmulas semejantes de satisfacción simbólica. Luego, las leyes y la jurisprudencia constituyeron un mercado del honor, la fama, la intimidad y la propia imagen en que cada uno tiene su cachet y lo cobra mediante contrato o (presumido legalmente el perjuicio económico) como indemnización.
Están también los daños al medio ambiente, las indemnizaciones al cónyuge por coste de oportunidades perdidas al casarse, las indemnizaciones a los padres a quien los tribunales privaron indebidamente de la compañía de sus hijos, y tantos otros supuestos que conocemos por los medios de comunicación y que, nos convenzan o no las razones del caso concreto, nos parecen muy heterogéneos y sujetos al arbitrio judicial, cuando no los juzgamos como mera arbitrariedad.
Acepto de antemano que cada una de las afirmaciones que he hecho hasta ahora puede ser criticada y matizada. Mi intención es simplemente suscitar la imagen de la extraordinaria diversidad e impredecibilidad de los supuestos a los que se supone que se aplican unas reglas de responsabilidad civil que, sin embargo, no se siguen en otros ámbitos de la vida, o no del mismo modo.
Todo ello me sugiere que las reglas de “responsabilidad extracontractual” pueden analizarse productivamente como una técnica específica de control de conductas utilizada por el poder, según convenga, en unos ámbitos de la convivencia humana y no en otros. Técnica cuyo rasgo característico no es precisamente la indemnización del daño, sino dejar en manos de los particulares la acción para exigirla y hacerla suya, acción que pueden ejercitar o no. Técnica acumulable con cualesquiera otras, asimismo cuando convenga, e indiscernible en muchos casos de las sanciones pecuniarias administrativas o penales. Reglas y práctica de su aplicación que resulta muy difícil entroncar con el viejo principio de alterum non laedere, ese que junto a los de suum cuique tribuere y honeste vivere constituía los tria iuris precepta de nuestra tradición cultural.
Entra ahora el contratema.
Cuando hace un siglo, en febrero de 1917, la Dixieland Jass Band graba el primer álbum de música de jazz, podemos imaginar que algunos de aquellos músicos no sabían leer un pentagrama. Hoy muchas universidades del mundo tienen másteres y no sé si doctorados de jazz. Hoy un músico de jazz competente, y no digamos si centrado en la improvisación, tiene que dominar la teoría musical, en particular la armonía, con mayor soltura y profundidad que, por ejemplo, un competente instrumentista en una buena orquesta sinfónica. Porque el primero se exige, o le exigen, habilidad para la invención en mayor grado que al oboísta de repertorio clásico.
¿Qué teoría musical para el músico de jazz? O mejor, ¿la teoría musical de qué? Pues la teoría de la práctica de los músicos de jazz desde finales del siglo XIX hasta hoy, que sin duda incluye partes fundamentales de la teoría de la música clásica. Y esta última, es la teoría ¿de qué? Pues de la “práctica común” de los siglos XVII al XIX. Teoría de la armonía tonal que sigue siendo básica en la formación de los músicos occidentales y que se complementa con la teoría de la tonalidad extendida o moderna, la tonalidad modal, la atonalidad o el jazz1.
La teoría musical, puedo decir con el desenfado atrevido que permite una jam session, es teoría de una práctica y es una teoría para la práctica. Y aunque se presente como meramente descriptiva, como es hoy más usual, tiene necesariamente un valor prescriptivo, al menos porque es la que aprenden los músicos en formación y conforme a la que se ejercitan. Lo mismo que ocurre con la teoría del derecho, canto ahora en una octava más alta a riesgo de desafinar. Teoría de una práctica y una teoría para la práctica. Ya sé que todo esto es perfectamente discutible. Los teóricos musicales del siglo XVIII y del XIX creían estar haciendo una teoría universal, aplicable a todas las músicas posibles, en todo tiempo y lugar; una teoría que podía ser perfeccionada, pero no contaban con que pudiera ser sustituida por otra. No contaban con que otras prácticas musicales fueran posibles. Al menos, otras prácticas de equiparable dignidad. No concebían tampoco una práctica musical en la música culta occidental ajena a su teoría. Quedaba fuera de su consideración la música popular, el folclore europeo, y todas las músicas, populares o cultas, del resto del mundo en todos los siglos de su existencia. ¿Cabe una teoría general de la música, universal e intemporal? Músicos geniales, de Rameau (1722) a Hindemith (1938)2, lo pretendieron, fundando, por ejemplo, el carácter natural de los acordes perfectos en ciertas características físicas del sonido, en la serie de los primeros armónicos, que si no he entendido mal es incluso susceptible de formalización matemática. Hay también intentos muy distintos en otros sentidos.
Walter Piston, en su tratado de Armonía (2007, p. VII), uno de los más utilizados en la enseñanza en España, reflexiona sobre el sentido de su propia obra en la Introducción de la primera edición norteamericana (1941):
(…) si pensamos que la teoría debe seguir a la práctica (rara vez la precede, excepto por casualidad) debemos comprender que la teoría musical no es un conjunto de instrucciones para componer música. Más bien se trata de una colección sistematizada de deducciones reunidas a partir de la observación de la práctica de los compositores durante largo tiempo, e intenta exponer cómo es o ha sido su práctica común. No dice cómo se escribirá la música en el futuro, sino cómo se ha escrito en el pasado.
¿Y si tratamos a la filosofía de la responsabilidad extracontractual como una teoría del jazz, de la práctica del jazz? Dentro de una teoría del Derecho entendida como teoría de la práctica del Derecho.
En la práctica del jazz las partituras, cuando las hay, son breves, escuetas, con pocas indicaciones, susceptibles de interpretaciones muy diversas. La práctica de la responsabilidad extracontractual, manifestada en sentencias, laudos y acuerdos es densísima, muy variada y no inteligible como mera ejecución de partituras. La teoría de la responsabilidad extracontractual no puede ser teoría de normas, al menos no de normas legales, esas partituras tan insuficientes