“natural” sino que se ve más teatral que si estuviera pintado de pálido y con colmillos ensangrentados. La solución cinematográfica dada al “hechizo” de Florípides, que no es otra cosa que su profunda insatisfacción sexual, podría haber sido un desafío para un director inteligente... pero aquí no hay más que sainete, iluminado con reflectores de circo y sin el ánimo sentido de atmósfera o de poesía.
Como buenos maniqueos hagamos ahora abstracción de la forma y centrémonos en el contenido... solo metodológicamente como diría un profesor universitario. Es probable que la novela de Amado logre distanciarse de su tema, de forma que sus personajes sean la observación precisa de unos modos de ser brasileños y latinoamericanos. En la película de Bruno Barreto, en cambio, no hay otra cosa que una festiva y salvaje apología del macho. Si el actor que interpretó a Vadinho hubiera tenido mejores capacidades podría haberse convertido en el falo de América y Bruno Barreto en su profeta. Flor vive en función de ese falo y todo lo demás no tiene importancia... ni golpizas, ni saqueo, ni una situación de completa y humillante sumisión son capaces de hacer de contrapartida a su nostalgia. Doña Flor no alcanza a ser un personaje ni a tener contradicciones. La mala actuación de la muy hermosa Sonia Braga es perfectamente adecuada a un ser que no es capaz de expresar nada, a no ser sus pruritos localizados. De ahí que su segundo marido, el boticario con manía de clasificación, tenga por fuerza que ser una grotesca caricatura. No se dice que sea impotente, pero es el fagot contra la samba, la retórica contra la obscenidad, pura y simple cuestión de longitudes. El final, contra todos los hechizos, es simplemente el pacto de no agresión entre el Mr. Hyde y el Dr. Jekyll. Flor seguirá disfrutando de los privilegios de una casta superior en la escala social y mientras tanto se da placer con el recuerdo del macho puro, como la noble Livia que salía de noche en busca de su soldadito en Senso de Visconti o la ricachona milanesa de Arrastrados por un insólito destino de la Wertmüller, que se derretía ante los músculos del proletario meridional. Deseos de mujer vistos con ojos de hombre, los ojos de Bruno Barreto o de la mujer de bigotes Lina Wertmüller.
Esto es, según algunos, el renacimiento del cine brasileño. Ya vamos para veinte años que Brasil produjo el cine más original y más novedoso que en ese momento se estaba produciendo en el mundo: el Cinema novo. Nombres como los de Glauber Rocha, Ruy Guerra, Joaquim Pedro, Nelson Pereira dos Santos demostraron que era posible no solo crear una temática propia sino también formas propias. Ese cine brasileño ha sido el único gran cine que haya salido de Latinoamérica. Que en Colombia, donde todavía podemos decir que estamos comenzando, alguien proponga a Nieto Roa como vía puede ser comprensible. Que después de películas como Tierra en trance o Vidas secas alguien señale con entusiasmo a Doña Flor y sus dos maridos es, en nuestro preocupado concepto, un retorno a las cavernas.
El Colombiano, 22 de abril de 1981
La cándida Eréndira
¿Alternativas al ghetto cultural?
Una película como Eréndira no desmerece ni por su falta de presupuesto, ni por la falta de profesionalidades de su equipo técnico y artístico, sino por la falta de algo más esencial: concentración en su tema, esfuerzo interpretativo adecuado, fuerza expresiva. El resultado decepciona muy seriamente, porque no parece la obra de un artista sino un simple “arreglo”, como se dice en la música: la película de Ruy Guerra frente al relato de García Márquez deja la impresión de la Sinfonía 40 de Mozart por Waldo de los Ríos; en sus propias películas Guerra no había sido nunca un vulgar “arreglista”. Para extender un poco la metáfora musical recuerdo lo que un famoso violinista le decía a un alumno: “No se trata de usar la música para tocar el violín sino de usar el violín para hacer música”. Ruy Guerra no tenía por qué haberse puesto al servicio de la narración literaria sino servirse de ella. En este caso se trataba de hacer cine y era el cine lo que tenía que haber salido ganando, en contra de la literatura misma.
Estas consideraciones valen para toda la situación de expectativa del cine latinoamericano. Ruy Guerra, como muchos otros realizadores de este continente, está en la amarga alternativa de hacer un cine, primero, que les dé trabajo continuamente; segundo, que les permita establecer una comunicación lo más amplia posible con un público lo más amplio posible; tercero, que les permita la sensación de estar expresando algo importante y de no estar prostituyéndose. El problema es que, para hacer esto, se empeñan continuamente en buscar una fórmula para las películas, en cambiar y trastocar el cine que hacen. Esto es un error fatal, porque todos terminan diciendo y haciendo lo que no quieren. En cambio, la única solución real sería la de transformar los canales de difusión del medio o el de crear los nuevos cuando no los hay. La única manera de que en Latinoamérica haya un cine importante es que cada uno haga el cine como le inspira su talento y el diálogo real, no económico, con su público. Y el fomento del cine no debe estar en la promoción de determinadas películas, porque esto es intervenir en un proceso de creación. Lo que debería hacerse posible es que una creación cinematográfica libre adquiera sus canales; si los cines son inaccesibles hay otras cosas que se pueden y deberían manejar en este sentido: las tradicionales son festivales, cineclubes, circuitos especializados... las del futuro son la televisión de cable y satélite, los videocasetes y todas las formas nuevas de difusión. Fomentar canales es fomentar el cine, es ayudar a los cineastas a superar la situación de terrible esquizofrenia en que se encuentran, una situación a la que ni una persona como Ruy Guerra ha sabido sustraerse. Hay un ejemplo aleccionador: después de diez y más años de llamar la atención por su singular creatividad, por la novedad de sus propuestas, el cine de Alemania Federal ha comenzado, al mismo tiempo, a convertirse en potente industria y a deprimirse en su calidad estética. La última generación de productos alemanes es cada vez más perfecta, cada vez más costosa, cada vez más internacional... y cada vez más hueca.
Un crítico contaba esta parábola: unos científicos trabajaban con toda su energía para que fuera posible el cultivo de palmeras tropicales en el Polo Norte. Después de muchos cruces y experimentos logran, por fin, una especie muy sana, muy verde, pero, naturalmente, enana y siempre en peligro de extinción por la inclemencia del clima. Cuando los científicos llaman a un colega para que admire su esfuerzo gigantesco y le muestran la diminuta palmera en su “veranero” (por no decir “invernadero”), este se permite manifestarles su falta de entusiasmo. “Está muy bien”, les dice. “Es un logro notable. Pero, ¿para qué sirve? Si yo quiero palmeras tropicales las encuentro mejores en el trópico, gigantescas, llenas de grandes y jugosos cocos, al pie de mares cálidos y llenos de vida. Del Polo Norte yo quisiera otras cosas, las que se dan solo aquí y en ninguna otra parte, las que me interesa venir a buscar aquí a pesar del frío y la dificultad de llegar”. Las últimas supreproducciones alemanas o películas como Eréndira de Ruy Guerra o la película de Bruno Barreto con Marcello Mastroianni son palmeras enanas. Nadie va a ir a Alemania ni a venir aquí a buscar cosas de éstas. Vinieron hace diez años porque estaba el Cinema novo en Brasil, porque en Bolivia estaba La sangre del cóndor... Han venido a Colombia a preguntar por el cine de Marta Rodríguez y Jorge Silva. Para nuestros intentos de internacionalización no ha habido sino sarcasmos. En el caso de Eréndira no lo ha habido, tal vez, porque los nombre de Guerra y García Márquez son demasiado respetados, respetados por sus logros reales. El seguir buscando identidad, el hablar de lo que sí sabemos, el preferir la precariedad de medios a la prostitución (sin hipostasiar la pobreza como principio estético) no puede ser calificado de “ghetto cultural”. Y si es así, al fin y al cabo la situación de ghetto no se la impone uno mismo. Para salir del ghetto no es noble ni decente declarar que uno ya no quiere ser judío.
Mi intención en esta página era hacer un análisis detallado de la película Eréndira de Ruy Guerra o intentar una profundización en las causas de su fracaso. Sucedió, sin embargo, que esta tarea fue realizada brillantemente por Orlando Mora en El Mundo semanal del sábado pasado y es muy poco lo que yo podría añadir a sus justas y agudas apreciaciones. Un tema, tal vez, quedó sin tocar y es respecto a la posición que Guerra asumiera en la conferencia de prensa en Cartagena frente a la producción latinoamericana y frente a su propio cine hasta este momento. El realizador mozambiqueño defendió los ataques hechos a la “estética de coproducción” de Eréndira, contraatacando al “cine