Luis Alberto Álvarez

Páginas de cine


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una cierta finura en el tratamiento de los seres humanos que le confiere calidad incluso a muchos productos endebles. Pixote, tal vez porque su director no es brasileño sino argentino, no tiene nada de este toque. En medio de los continuos choques con que el director pretende sacudir constantemente a sus espectadores, no hay tridimensionalidad, matices, ternura en el desarrollo de los destinos humanos ante nuestros ojos. Esta afirmación es tal vez demasiado taxativa e injusta, porque ciertamente que hay calidad humana en algunos de los personajes, hay una fuerza y una presencia innegable en figuras como la del mismo Pixote y, particularmente, en uno de los actores juveniles, cuyo nombre no recuerdo, al que la policía asesina brutalmente, que tiene desde el comienzo la fragilidad, la sensibilidad de un gran intérprete. Creo que Héctor Babenco ha contado con un grupo de niños y jóvenes particularmente bueno y no puede negársele que los ha dirigido estupendamente. El problema es que la concepción y el enfoque mismo de la historia, esquemático como una serie de televisión americana, mata el esfuerzo y no permite que estas actuaciones tengan el desarrollo y la ambientación que merecerían.

      ¿Cuál es la concepción de Babenco? La del choque, la del terror; el viejo truco de espantar burgueses. En lugar de la grandeza que confiere una observación distanciada, llena de “compasión” y solidaridad, el director se excita y quiere hacernos excitar con el costado insólito y amarillista de la historia. La película comienza con Babenco parado frente a las favelas de Río de Janeiro, dando explicaciones y estadísticas, una introducción que demuestra que la película fue hecha con el ojo puesto en el mercado gringo, como un producto fuerte para paladares que buscan sensaciones nuevas. ¿Qué mejor en este sentido que niños hundidos en el asesinato, la homosexualidad y la droga? La secuencia documental recuerda el estilo hipócrita con que la pornografía de hace unos años solía justificarse: salía un actor de bata blanca diciendo que era médico y que lo que el espectador iba a ver dentro de muy poco eran casos muy serios y de gran importancia científica. De ahí en adelante el director se muestra particularmente curioso por la conducta sexual de los muchachos, llegando a olvidarse casi por completo de todos los otros aspectos de su problemática: violaciones y escenas de sangre son sus escenas favoritas; el sexo y la sangre se alternarán todo el tiempo, presentados en planos de una perspectiva eminentemente voyerista, despiadada, calculadora. Pixote es una película funcional, hecha en planos y composiciones desabridas y efectistas, buscando siempre el hueco donde las cosas se ven más grandes y causen más impresión, exactamente como en los pornos o en las pornoviolencias americanas de los últimos años. Su catálogo antológico de impactos fue muy bien vendido en los países ricos. En Alemania se exhibió con el glorioso título de Tiburones del asfalto. Héctor Babenco parece haber sacrificado sin pudor los sentimientos de solidaridad, de sensibilidad de parte de su público, rellenándole la boca brutalmente con sus excesos drásticos: una mujer aborta en un miserable sanitario ante los ojos de un niño de once años, a quien acto seguido invita a su lecho y termina por darle “simbólicamente” su pecho materno. Babenco es el culpable de que el público pierda toda posibilidad de una visión madura en su película y termine consumiéndola groseramente, riéndose brutalmente en los momentos más terribles. Sin quererlo, terminó siendo una película de zombis.

      Pixote es una película malograda, indigna de la poesía, de la fuerza y la veracidad de la aproximación del mejor cine brasileño. Es una oportunidad sacrificada de documentar una de las realidades más brutales de nuestra civilización. Héctor Babenco no es ni Roberto Rossellini, ni Luis Buñuel. Por eso su película resulta ser, muy dentro de la estética típica de estos espantosos años ochenta, una mezcla de dulzona sensiblería y de sadismo desenfrenado, como el cine de Steven Spielberg, como la música de Michael Jackson, como la política de Ronald Reagan, Mickey Mouse untado de sangre.

      El Colombiano, 25 de marzo de 1984

      La gata borracha

      ¡Así es la vida!

      Román Chalbaud es el realizador de cine más prestigioso de Venezuela. Hombre de teatro y cineasta fértil, ha sido llamado por algunos “el Fassbinder latinoamericano”, tal vez por su capacidad de producir película tras película con gran rapidez y casi siempre con los miembros de un equipo fijo de técnicos y actores. Como persona Román Chalbaud es interesante, vital y de cierta sensibilidad. En Colombia (no sé si en algún otro lugar), el cine de este hombre ha formado en unos cuantos años una especie de culto y sus películas son consideradas por cineclubistas y críticos como lo más cercano a una expresión cinematográfica nuestra (digamos, a nivel del Pacto Andino), como un lenguaje ejemplar, como un modelo.

      Yo tomo muy en serio estas consideraciones y procuro entenderlas. Por desgracia mi contacto con la obra de Chalbaud excluye la película que todos consideran quintaesencial: Carmen. El pez que fuma, mítica y alabada en todos los tonos, me parece una obra agradable, vital, correcta, pero poco más que eso. Otras cosas como El rebaño de los ángeles, Sagrado y obsceno, La quema de Judas y alguna que no recuerdo, me dejan francamente desconcertado. Confieso que continúa siendo para mí inaccesible la clave que tantas cosas revela e ilumina en esta obra a gente que respeto y en cuyo juicio confío. Con La gata borracha esta situación me resulta todavía más problemática, si bien tengo en cuenta que se trata de una película que ni siquiera los cultores más acérrimos del chalbaudismo se molestan en defender excesivamente.

      Una de las cosas que quisiera poner en claro es que, siendo la preocupación de Chalbaud el rescate de formas, historias y experiencias de vida que él considera enraizadas profundamente en el pueblo, las películas no han encontrado entre nosotros acogida popular (El pez que fuma fue un fracaso comercial y La gata borracha se perfila seriamente como otro) pero sí la de círculos universitarios y semejantes con fuertes tendencias a la nostalgia bohemia y a un cuestionable rescate del sentimentalismo mañé como valor cultural.

      No voy a hablar de las otras películas de Chalbaud, ni voy a implicar mi juicio sobre La gata borracha en mi apreciación general sobre su realizador; pero tengo que decir que la película que se está exhibiendo en Medellín es, por lo menos, banal, reaccionaria, reiterativa de los peores clisés y abiertamente mediocre en su empleo del lenguaje cinematográfico. La utilización de los clisés del melodrama, de los romances de pacotilla y de la mitología gastada del burdelismo son, legítimamente, material susceptible de tratamiento cinematográfico enriquecedor y, por lo tanto, de convertirse en obra excelente sea de literatura, de teatro o de cine. Luis Buñuel no dejó de dar nunca los mejores ejemplos, aun cuando tenía a su disposición los datos más abyectos. La gata borracha, como historia y como narración, es una historia aterradora e insoportablemente pequeñoburguesa. Esto tampoco sería problema, porque si la pequeña burguesía estuviera excluida de ser objeto cinematográfico no solo no existiría el cine de Fassbinder sino una gran parte del cine norteamericano y de otras latitudes.

      Lo que para mí es problemático es que La gata borracha es una película pequeñoburguesa, una aproximación que no toma distancia, que no comenta adecuadamente, que se identifica con una historia lacrimosa y convencional en todos los sentidos y a la que el director es incapaz de ganarle aspectos nuevos, transfondos, ironía, ira, cinismo, angustia o cualquier otro tipo de emoción que rescate, que vivifique este argumento. La posición de Chalbaud es la de cualquier bolerista sin horizontes cuyo comentario de mesa de café es solo el... “así son las mujeres”. La historia: un empleado de banco, cansado de su matrimonio, busca refugio en una prostituta; luego, víctima del típico sueño banal, intenta repetir con ella los esquemas que fallaron por primera vez y, no encontrando el eco que espera ingenuamente, acude al asesinato; es algo que se ha contado miles de veces y en miles de variantes, desde La caja de Pandora y El ángel azul hasta las diversas versiones de La mujer y el pelele, las malas y las buenas. Es un esquema que no es ni bueno ni malo, que no deja ni frío ni caliente; todo depende de lo que se sepa hacer con él. En La gata borracha Chalbaud no ha hecho más que acopiar una interminable serie de gestos manidos, de diálogos que dicen muy poco y a los que, por desgracia, les está confiado llevar todo el peso de la película. Todo el peso, porque Chalbaud no ha creado aquí una sola imagen interesante, todos los encuadres son convención pura y, a diferencia del cine que expresamente imita (el comercial norteamericano y mexicano), no sabe pasar de un plano a otro sin brusca ineptitud (intolerable por