Luis Alberto Álvarez

Páginas de cine


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a la mitología internacional del cine y hacer, muy conscientemente, “productos” que puedan ser apetecibles en los mercados internacionales. Guerra declaró públicamente que hacía una autocrítica de su cine anterior, de sus películas pobres en Brasil y en Mozambique, en nombre de los principios antes expuestos. Ante todo, resulta extraño que sea precisamente Ruy Guerra quien haga este tipo de declaraciones. Hace unos pocos años fue él quien la emprendió violentamente contra las nuevas políticas de Embrafilm y contra la consciente comercialización e “internacionalización” del cine brasileño. En las afirmaciones de Guerra hay más que un sofisma. Es cierto que hubo un amago de definir la pobreza y la miseria como fundamento estético del cine latinoamericano (Rocha hablaba de “estética del hambre”) pero no es la falta de “pobreza” lo que se le reprocha a una película como Eréndira sino su falta de raíces, su falta de correspondencia con el mundo del relato que está llevando a la pantalla. No importa cuánto hubiera costado Eréndira, con tal de que en sus imágenes el espectador hubiera encontrado palpitante el mundo que encuentra en la lectura de García Márquez. En cambio lo que encuentra no es sino una travestida de ese mundo y en eso parecen haber estado de acuerdo muchos de los que vieron la película en Cartagena. Pero lo peor no es tanto que Ruy Guerra tenga un fracaso estético como realizador (Visconti, Renoir, Eisenstein y otros grandes tuvieron los suyos); lo grave es que, con el fin de defender su aproximación reciente, prefiera rechazar las obras suyas que sí tienen un lugar fundamental en la historia del cine latinoamericano y mundial, películas como Los fusiles o Los dioses y los muertos (esta última considerada por Werner Herzog como la película más original vista por él en su vida), películas que permanecen por ser parte vital de una cultura y de una época. A estas Guerra dice preferir una cinta nivelada por los estándares internacionales de producción, afeitada desde todos los ángulos para que se haga tan gustosa como un best seller del Círculo de Lectores. Y no solo con el cine ocurre esta castración cultural. La Editorial Oveja Negra, pasada del underground a la bolsa internacional de la cultura, publica en “coproducción” con editoriales europeas, una Historia de la Literatura Universal en Fascículos. Esa historia le dedica a la literatura española contemporánea tres fascículos, a la alemana y la francesa otros tantos, mientras que resume toda la literatura hispanoamericana en prosa en dieciséis páginas. Es la perspectiva europea, como la de los mapas, una perspectiva que ni la “coproducción”, ni el sello La Oveja Negra han podido cambiar. La misma editorial está publicando una serie de cuentos clásicos para niños; en Pulgarcito el padre leñador lleva los niños al bosque a cortar leña y estos se pierden; nunca se dice por qué. En la versión original de Perrault, que era la que a nosotros nos contaban, el papá llevaba a los niños al bosque para que los devoraran las fieras, desesperado por su negra miseria, por su incapacidad de alimentarlos. ¿Es para no confrontar a los niños con situaciones de contradicción social? ¿Son estas las normas internacionales para el mercadeo de fascículos? Es grotesco ver a la editorial de García Márquez en esta situación acrítica y pulida. Lo que pretendo decir con este excursus literario es que las exigencias de la “coproducción cinematográfica” son exactamente las mismas y terminan ahogando la expresión artística en grandes dosis de compromisos aceptados e ineludibles. Hay que comprometerse con la actriz, con las diversas lenguas de los que participan, con los paisajes de los países que lo coproducen, con sus músicas, con la visión del mundo de los que ponen la plata. El resultante es una estética bastarda e insatisfactoria.

      El problema no es, pues, como quiere Guerra, el de un cine “pobre” sino el de un cine libre. Y la competencia con grandes trusts internacionales es precisamente lo contrario de lo que él propone. Pretender hacer un cine para competir en el mismo terreno con Hollywood o Cinecittà o Mosfilm es una de las tentaciones más ingenuas. Cuba cayó en ella estruendosamente con Cecilia y que Brasil esté produciendo espectáculos espectaculares como el de Tizuka Yamazaki o comedias al ritmo de las americanas como Bar Esperanza de Hugo Carvana no quita nada al hecho de que el cine que permanece, que se sigue viendo, que mantiene siempre su actualidad es el que tiene algo qué decir y que sabe decirlo con calidad, no con intensificación de adornos y alambicamientos. Todo el mundo recuerda Ladrón de bicicletas, con actores desconocidos y en blanco y negro, pero casi nadie se acuerda de Stazione Termini, dirigida por el mismo Vittorio de Sica y con la intención de hacer más comercial el neorrealismo italiano en Estados Unidos, por medio de la coproducción con Hollywood y con nombres norteamericanos en el reparto. Uno está dispuesto a mirar con cierta simpatía ciertos trabajos de Arturo Ripstein en México, pero no puede menos que despreciar con sarcasmo su intento de hacer una gran coproducción internacional con Peter O’Toole y Charlotte Rampling. Las coproducciones funcionan solo a niveles muy precisos y en condiciones muy específicas.

      El Colombiano, 29 de junio de 1983

      Pixote de Héctor Babenco

      Un Walt Disney sanguinolento

      La niñez como una clase social, como casta desprovista de privilegios, como estado de humillación ha sido objeto favorito de la creación artística y esto de modo consciente, oportunista o sensiblero. El cine, heredero directo de Charles Dickens, no ha dejado desde el comienzo de apropiarse del tema, de buena y mala manera. El resultado son miles de películas sobre niñez desamparada en todas las latitudes del planeta, pero solo una ínfima cantidad de obras permanentes, de piezas maestras del arte cinematográfico. Que yo recuerde hay solamente dos que me convencen completamente, dos momentos de gran cine: Sciuscià de Vittorio de Sica y Los olvidados de Luis Buñuel. Con Los olvidados se ha comparado a Pixote del argentino Héctor Babenco, una de las películas del boom del cine brasileño en Estados Unidos (con Doña Flor y sus dos maridos, Bye Bye Brasil y Xica da Silva). La afinidad del tema permite, claro está, algún tipo de asimilación, pero es muy difícil afirmar seriamente que la película de Babenco, por muy palpitante y desgarradora que sea su anécdota, se acerque siquiera de lejos a la insoportable disección social, al grito horrible de la gran cinta mexicana. Alrededor de Pixote las palabras claves, los ejes de la discusión son “verdad”, “realidad”, “realismo”. En el equívoco que estos términos implican está también la posibilidad de juzgar adecuada o inadecuadamente. Es cierto que la cinta maneja una “verdad”, una “realidad” incontestable; es cierto que no está hecha en un estudio con actores sino que capta lugares y personas reales; es cierto que sus intérpretes son, en buena parte, personajes que han vivido en carne propia lo que están interpretando; si es por la “materia prima”, puede decirse que Babenco es más “realista”, más “auténtico” que Buñuel, quien en la época de Los olvidados no tenía una Arri ligera ni sonido directo para irse a hacer sus escenas en los barrios y además no tenía la posibilidad de salirse de determinados cánones de producción y llenar el set de “gentuza” de verdad.

      Pero la autenticidad y la veracidad del cine no están tanto en lo que se encuentra sino en el filtro de quien ve, en la actitud de quien confronta este material real. La veracidad de Sciuscià es muy grande, pese a que sea, en buena parte, una película de Cinecittá, con sets de cartón. La de Buñuel, más que real es surreal, llena de exploraciones en el subconsciente, en las capas más profundas del mundo que describe; escenas como la del perro que cruza por los últimos momentos del moribundo Jaibo son de una terrible e insoportable belleza. Si la autenticidad certificada de lo narrado fuera criterio del realismo artístico las obras maestras del cine realista se llamarían Perro mundo u Holocausto caníbal y no, cabalmente, Los olvidados, Ladrón de bicicletas o El acorazado Potemkin. Los gamines de Pixote son reales, o muy semejantes a los reales: las cosas que suceden, aún las más exasperantes, pueden ser vistas en las calles latinoamericanas todos los días. Y, con todo, la óptica de Héctor Babenco es de malévolo cuento de hadas, es manipuladora, casi cínica, de fábrica de sueños. El peligro de la óptica Hollywood o de serie de televisión no está en el presupuesto, ni en la temática, ni en ningún tipo de lenguaje; está en la mentalidad del director. Lo que pretendo con todo esto es explicar un poco el título de este artículo. Lo que quiero expresar es que la película de Babenco es un material con apariencia de documental, pero tratado con la estética y la aproximación de las series de televisión, de las aventuras de Walt Disney y de cierto cine del género de terror. Esta aproximación le hace cierta justicia al cine como espectáculo, pero ninguna al cine documentación