Rebecca Winters

Sin recuerdos


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soy el señor Rawlins –saludó, en cuanto llegó a la recepción del hospital–. Me han llamado porque mi esposa está aquí.

      –Siéntese un momento, por favor, enseguida lo atienden.

      Cal prefirió quedarse de pie. Estaba demasiado nervioso como para sentarse a esperar. A pesar de que la persona que lo había llamado le había asegurado que Diana estaba bien.

      –¿Señor Rawlins? Soy el doctor Farr, el que ha examinado a su esposa. Entre por favor.

      Cal siguió al médico y entró en una sala. Pensó que el doctor le iba a llevar directamente donde estaba Diana. Al ver que no lo hacía, sintió como si tuviera un agujero en el estómago.

      –¿Está bien mi esposa? Eso es lo único que me interesa.

      El doctor Farr lo miró.

      –Cuando se cayó, se pegó un golpe en la nuca. Le hemos hecho una radiografía y parece que solo es una contusión. Pero está un poco desorientada. Le he pedido al neurocirujano que venga a examinarla. Estará aquí en unos minutos.

      Cuando asimiló el mensaje del médico, Cal levantó la cabeza y le preguntó:

      –¿Está muy desorientada?

      –Los auxiliares de enfermería la encontraron a la entrada de urgencias. Estaba sentada en el asfalto, medio mareada y agarrada a su hijo. No recordaba su nombre, ni dónde vivía, ni lo que estaba haciendo allí. Tuvieron que buscar en su bolso algún tipo de identificación para poder llamarlo.

      Cal sintió un sudor frío en todo su cuerpo.

      –¿La vio alguien caer? ¿Cómo saben que no la atacó nadie?

      –Parece que se resbaló en el cemento. El camino está inclinado y probablemente se cayó para atrás. Tenía un poco de sangre en la cabeza y heridas en los codos. El niño parecía que estaba bien, pero como ya le he dicho los índices de bilirrubina eran muy altos. El pediatra lo está tratando.

      Cal movió la cabeza, incapaz de creerse lo que estaba oyendo.

      –Pues no sé de quién puede ser el niño.

      –A lo mejor de alguna amiga.

      –Puede, pero no se me ocurre de quién. A lo mejor Diana se ofreció para cuidarlo y se le olvidó comentármelo. Pero lo que no entiendo es cómo lo iba a cuidar cuando se supone que iba a trabajar.

      –Pronto lo sabremos, en cuando su esposa empiece a recordar.

      –Tiene razón. ¿Puedo verla?

      –Claro. Venga conmigo. Lo que le ruego es que no se alarme, porque la pérdida de memoria es algo muy frecuente en las personas que se dan golpes en la cabeza.

      La pérdida de memoria era otro término para referirse a la amnesia. Una palabra que ponía a Cal la carne de gallina.

      –En la mayoría de los casos es algo temporal. En doce horas aproximadamente seguro que vuelve a su estado normal. Solo quería que estuviera preparado en caso de que no lo reconozca.

      ¿Cómo no lo iba a reconocer?

      Cal desechó de inmediato la idea. Podría estar mareada, pero era imposible que no reconociera a su propio marido. Eran como dos almas gemelas. Eso fue lo que sintieron nada más conocerse.

      –Pase por aquí. Si necesita algo, estaré en mi despacho.

      Cal asintió y entró en otra habitación, con el corazón a toda velocidad. Nada más entrar sintió unos deseos inmensos de abrazar a la mujer que solo una horas antes había estado en la cama con él.

      En lugar del vestido verde con el que había salido de casa, llevaba una bata del hospital y parecía como medio dormida. Estaba tumbada en una camilla, con los ojos cerrados.

      De todas maneras no tenía mal aspecto. Seguro que podría irse con él a casa.

      Se acercó a ella para examinarle el codo. Nada más tocárselo abrió los ojos.

      –¿Diana? –le dijo al ver que estaba despierta.

      De forma instintiva, le puso los labios en su boca, en una demostración del amor que habían compartido esa misma mañana.

      Al ver que ella no respondía, él trató de que abriese los labios, para provocar la respuesta que él tanto necesitaba.

      –No… –suplicó ella–. Por favor –le puso la mano en el hombro para apartarlo.

      Nunca antes lo había rechazado. Asustado por su respuesta, levantó la cabeza y la miró. Lo estaba mirando con sus ojos verdes como si no lo conociera. Solo vio signos de ansiedad.

      Parecía de verdad que no lo reconocía.

      ¡Aquello era imposible!

      –¡Diana, soy yo, Cal, tu marido! ¿Por el amor de Dios, di algo!

      Esperó a que ella dijera las palabras que él tanto necesitaba oír.

      –Lo siento –susurró ella al cabo de unos minutos–. Pero no sé quién eres. ¿Podría, por favor, hablar con el médico?

      El terror se apoderó del corazón de Cal, al oír aquellas palabras.

      El hombre de anchos hombros que estaba al lado de su cama acababa de decir que era su marido, Cal. La había llamado Diana y la había besado como si la conociera de toda la vida.

      Cuando la habían llevado a urgencias, el doctor Farr se había dirigido a ella como la señora Rawlins. Estaba claro que estaba casada y seguro que su marido llegaría pronto a verla.

      Miró al hombre de pelo oscuro, con una expresión en sus ojos del mismo color. Le recordaba a los anuncios que había visto en la publicidad de las revistas, que aparecían subidos a un caballo, anunciando alguna marca de cigarrillos. Pero aquel hombre iba con traje y corbata y tenía un aspecto muy sofisticado.

      Parecía un hombre muy confiado, con control de su propio destino. Ella no recordaba estar casada con un hombre de aspecto tan masculino y dominante.

      Todos los poros de su cuerpo estaban llenos de sudor. Era incapaz de recordar nada a partir del momento que la habían llevado a ella y a su hijo a urgencias.

      La sensación de angustia que recibía de aquel hombre que no conocía la hacía sentirse incómoda y culpable, porque no podía hacer nada por evitarlo.

      Se miró la mano y vio el anillo de diamantes que llevaba en un dedo. En otro llevaba una alianza. Parecía que de verdad estaba casada con aquel hombre. Y que los dos tenían un niño.

      ¡El niño!

      Tenía que ver a Tyler cuanto antes.

      ¿Por qué no se lo habían llevado todavía?

      El médico le había dicho que estaba bien. No sabía por qué tardaba tanto.

      Deseando que aquel hombre que decía ser su marido se fuera de su lado, le preguntó:

      –¿Podrías hacerme un favor?

      –Sabes que haría cualquier cosa por ti, querida –le respondió–. ¿Qué quieres?

      –¿Podrías ir por Tyler y traérmelo?

      –¿Tyler?

      –¡Mi hijo! –exclamó, sin entender por qué se lo había preguntado tan extrañado–. Quiero ver a Tyler –le dijo, con lágrimas en los ojos–. Me dijeron que no le había pasado nada cuando me caí, pero quizá el médico ha encontrado algo después de examinarlo.

      Le dio un beso en la frente.

      –Volveré enseguida, cariño.

      Cuando salió de la habitación respiró más aliviada. Si la volvía a tocar de nuevo, o le dirigía aquellas palabras de cariño, le diría a la enfermera que no lo dejara entrar.

      Dolido por la actitud