Rebecca Winters

Sin recuerdos


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colocando la ropa en el armario.

      –¿Qué tal estás? –le preguntó, colocando una silla al lado de la cama.

      –No me acuerdo de nada, si es lo que quieres saber –le dijo con la cabeza bajada. Ni siquiera lo miró a los ojos–. Siento mucho si eso te duele.

      Su franqueza le llegó al corazón. Diana siempre había sido una persona muy directa, pero siempre decía las cosas de forma gentil. El médico le había dicho que la tratara como si fuera una hermana, pero él no había tenido hermanos y no sabía bien cómo actuar en aquellos casos.

      –Te mentiría si te dijera que solo estaba preguntándote por tu estado físico. La verdad es que estoy bastante confuso con todo lo que está ocurriendo. Es una situación un tanto extraña. La verdad es que no sé cómo vamos a salir de esta pesadilla. Porque me doy cuenta de que yo te doy miedo.

      Aquellas palabras la hicieron levantar la cabeza. Lo miró.

      –Estoy asustada, pero no porque seas una persona que me dé miedo, sino porque no siento nada por ti. Eso es lo que me asusta.

      –De eso ya me he dado cuenta, pero solo te pido que me des algo de tiempo para acostumbrarme.

      –Claro –le respondió ella–. De lo único que me acuerdo es del bebé. Es evidente que yo no soy la madre natural.

      –¿Quién te lo ha dicho? –le preguntó sorprendido.

      –¿Quién me tiene que decir algo que es tan evidente? Oí que el médico decía que el niño solo tenía cuatro días. Y yo no tengo el cuerpo de acabar de dar a luz. Lo cual quiere decir que lo hemos adoptado. ¿Es que no podíamos tener hijos? ¿Acaso eras tú estéril?

      Incapaz de permanecer sentado por más tiempo, se levantó y se fue a mirar por la ventana desde donde se veían las montañas que rodeaban la ciudad.

      –¿Por qué no me respondes? ¿Es porque yo no podía concebir y tienes miedo de decírmelo ahora?

      No sabía qué responderle.

      –Dado que no sé cómo era antes, yo creo que es justo que me lo digas.

      No quería recordarle que ella era la que no había querido discutir la posibilidad de adoptar un hijo.

      –Pensé que ibas a ser franco conmigo.

      –Y eso es lo que quiero –le respondió él.

      –¿Por qué dudas entonces?

      Se frotó la nuca antes de darse la vuelta y mirarla.

      –Porque no quiero que te alteres. Y eso es lo que puede pasar si te lo cuento. Preferiría esperar a que recuperaras la memoria y eso ahorraría todas las explicaciones.

      –Pero no sabemos cuándo voy a empezar a recordar. Si es que alguna vez recupero la memoria.

      –¡No digas eso! –sus palabras estaban cargadas de angustia.

      –Es que es posible. Hay personas que pierden la memoria y no la recuperan nunca.

      Era increíble, podía acordarse de lo que era la vida, pero no de su propia vida. Aquello no tenía el menor sentido.

      –El doctor Harkness dice que volverás a recuperar la memoria.

      –Es posible. Pero no puedo vivir de esta manera. Prefiero morirme.

      –No digas eso jamás, Diana. Ni siquiera en broma.

      –No puedes imaginarte lo que yo siento.

      Cal tragó saliva.

      –Tienes razón. No puedo.

      –Gracias por decir eso –le dijo con voz temblorosa.

      Quería estrecharla entre sus brazos, para ver si así se acordaba de algo. Pero no podía. Nunca antes en su ida se había sentido tan inútil.

      –Si es que de verdad me quieres, dime toda la verdad.

      –Está bien –puso las manos en el respaldo de la silla–. El bebé que está en la incubadora no es nuestro.

      –¿Qué? ¡Claro que es nuestro hijo! ¡Se llama Tyler!

      –No, Diana. Me has dicho que quieres que te diga la verdad, pero no quieres oírme.

      Se hizo un silencio tenso.

      –Lo siento. Continúa, por favor.

      –No sé si debo. ¿Por qué no esperamos a que venga el médico?

      Ella movió en sentido negativo la cabeza.

      –Dime la verdad. Quiero oírla. Te prometo que no te volveré a interrumpir.

      –Sabemos que encontraste al bebé esta mañana. Estaba metido en una caja. Había una nota. La madre que lo dejó sabía que tú lo ibas a encontrar. Cuando viste que el niño tenía ictericia, viniste de inmediato al hospital. Cuando estabas entrando al hospital resbalaste y te diste un golpe en la cabeza. Unos enfermeros te vieron y te llevaron a urgencias. Al ver que no recordabas nada, miraron en tu bolso y encontraron tu identificación. Por eso me llamaron.

      Sus preciosos ojos verdes se arrasaron de lágrimas.

      –Tyler no es hijo mío –murmuró ella.

      –No. Lo llamaste Tyler porque es el nombre de tu abuelo. Era el nombre que habías elegido para nuestro hijo que hace cuatro meses no pudiste dar a luz.

      –¿Tuve un aborto?

      Cal asintió.

      –Tuviste tres. El último llevabas cuatro meses embarazada –le respondió.

      –¡No! –exclamó ella con gesto de dolor.

      –Me dijiste que te contara la verdad. No me gusta verte sufrir.

      Empezó a llorar. Las lágrimas se deslizaron por sus pálidas mejillas. Su desesperación era difícil de soportar.

      –Cari…

      –¡No me llames eso! –lo interrumpió–. Por el amor de Dios. Vete y déjame sola.

      Con el corazón destrozado, Cal salió de la habitación. La enfermera que había atendido a Diana se acercaba por el pasillo.

      –¿Qué le ocurre, señor Rawlins? No tiene buena cara.

      Cal emitió una especie de gruñido por respuesta. Se pasó una mano temblorosa por el pelo. Se aclaró la garganta.

      –Diana ya había descubierto por sí misma que era imposible que el bebé fuera suyo. Me pidió que le dijera la verdad. Ahora está desconsolada por culpa mía. Mi esposa necesita que alguien la ayude.

      La enfermera lo miró con compasión.

      –Sé lo difícil que todo esto es para usted. Mientras yo llamo al doctor Harkness, ¿por qué no se sienta un poco en la sala de espera? Iré a verlo en cuanto hable con él.

      Cal asintió.

      Sintiéndose como una víctima de un bombardeo, se dirigió hacia la sala de espera, tratando de imaginarse todo lo que le había pasado a su mujer desde que se había marchado de casa aquella mañana.

      –¿Cal?

      Al oír una voz conocida, volvió la cabeza y vio a Annabelle, una de sus mejores amigas, que también trabajaba en la agencia de Roman.

      –Roman me ha contado lo que ha ocurrido. He venido en cuanto me he enterado.

      Cal la abrazó. Lo que más necesitaba en aquellos momentos era que alguien le diera su apoyo emocional.

      –Diana no solo no me reconoce, Annie, sino que me desprecia. ¿Y si nunca vuelve a recuperar su memoria? ¿Y si la he perdido para siempre?

      –No pienses eso –lo calmó–. Roman me ha contado que el médico ha dicho que es algo temporal.

      Cal hizo un gesto