Alberto Méthol Ferré

El Papa y el filósofo


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alcanzar una comprensión intelectual de cierto peso; apenas había pasado un año de la desaparición de la Unión Soviética; nadie podía aprehender qué nuevas lógicas surgirían, o sólo muy hipotéticamente, sin evidencias o con evidencias de escaso fundamento.

      En este sentido no se puede echar culpas a los obispos y a los laicos reunidos en la capital dominicana; en el momento en que ellos celebraban los quinientos años del descubrimiento de América[31] se estaba produciendo otro gran giro en la historia y la onda anómala, el tsunami, todavía no había pasado sobre el continente.

      –¿Usted había previsto el fin del comunismo?

      –Como muchos otros, era consciente de las debilidades intrínsecas del socialismo real en el plano histórico y del marxismo en el plano teórico, filosófico si queremos. Hacia fines de ese mismo año, 1989, hablando sobre las revoluciones modernas en un encuentro del CELAM –era exactamente el mes de octubre y el proceso que terminaría con la caída del muro de Berlín no había llegado todavía a su epílogo– dije que el marxismo tenía la pretensión de ser el epicentro que monopolizaba y superaba el mito de la Revolución Francesa, pero que no lograba trascender su condición última de utopía. Su pretendida “cientificidad” como método para la realización de la utopía no conducía a un resultado relevante, de modo que el comunismo quedaba, cada vez más, librado a la suerte de revisionismos bizarros. En los obreros polacos que plantaban la cruz en las canteras de Danzig veía, entonces, una profunda deslegitimación del socialismo en su núcleo científico más íntimo. Quedaba la utopía, pero como un sustituto religioso, que en su condición de sustituto no se podía realizar y por lo tanto no tenía capacidad para convencer porque carecía de un verdadero poder transformador.[32]

      En mi conciencia, la revolución marxista había perdido su sentido. Más que nunca, me parecía que la única posible revolución real era la de Jesucristo en la historia; la Iglesia, de hecho, podía por fin reapropiarse de la palabra “revolución” refiriéndola a Jesucristo.[33]

      –Tampoco los críticos más notorios llegaron a prever el colapso del socialismo real.

      –Nadie podía prever con precisión matemática una caída de la importancia que tuvo la de 1989. Hubo quien se dio cuenta de que el comunismo tenía los días contados, eso sí. En 1970 el estadounidense Zbigniew Brzezinski sostenía como hipótesis que Estados Unidos había entrado en una nueva era, dirigiendo y hegemonizando la mayor parte del mundo, y esto explicaba tanto sus problemas como sus promesas, mientras que la Unión Soviética tendía a continuar empantanada en la primera etapa de su desarrollo industrial.[34] En un libro posterior, de 1986, Brzezinski argumentaba que Estados Unidos hubiera podido imponerse, incluso pacíficamente, durante la Guerra Fría, fundamentalmente por la debilidad interna del sistema soviético. En 1989, en El gran fracaso. Nacimiento y muerte del comunismo en el siglo XX,[35] sugería –ya en el título– que el comunismo había agotado su fuerza propulsiva y que el mundo estaba entrando en la fase poscomunista de la historia. Brzezinski terminó de escribir el libro en agosto de 1988, por lo menos seis meses antes de que el proceso que estamos comentando se desencadenara.

      Hubo otro intelectual, esta vez europeo, Augusto del Noce, que anunció con cierta exactitud la agonía terminal, de índole filosófica y transpolítica, de los sistemas colectivistas marxistas, en su obra elocuentemente titulada El suicidio de la revolución.[36] Sin embargo, a pesar de estas aproximaciones, nadie estaba en condiciones de hacer una previsión cronométrica con cierto fundamento.

      ¿Quién podía presuponer que el suicidio vertiginoso de la potencia mundial que constituía el mundo bipolar en el que habíamos vivido durante casi medio siglo sucedería de esa manera? Ni siquiera el Papa. Y, en efecto, no hubo nadie que posteriormente reivindicara haberlo advertido.

      –Fue una sorpresa también para usted.

      –Al final del encuentro al que me refería, el del CELAM en Belo Horizonte, yo sólo esbozaba algunas alternativas futuras, pero en la línea de un discurso que intentaba evidenciar los límites de la modernidad. Así, indicaba las posibles derivaciones de un “posmodernismo” en las sociedades industriales opulentas: la crítica a la ilusión de emancipación de la modernidad, la evaporación del sentido y del fundamento, el afirmarse de un pluralismo escéptico. Me parecía que el consecuente ateísmo ya no podía ser constructivo, revolucionario, igualitario y fraterno. El ateísmo no podía ser ya la contrarreligión de la emancipación del hombre. El jesuita y filósofo francés Gastón Fessard, en 1960, describía la dialéctica señor-esclavo, en la que Friedrich Nietzsche representaba el mundo visto desde el señor y Marx el punto de vista del esclavo.[37] Era un ateísmo de señores y un ateísmo de esclavos. De hecho, hoy Nietzsche está más vinculado al posmodernismo, a Sade y a la sociedad opulenta, que Marx.

      Pero si el ateísmo trágico del Nietzsche de la voluntad de poder, por ser consecuente terminaba siendo invivible, el de sus herederos posmodernos se contenta con espejitos de colores. Es el libertinismo de la sociedad de consumo, un nihilismo de consumistas. Una seudoalternativa, desde el momento en que es intrínsecamente parasitaria, por definición no constructiva. Como alternativa constructiva quedaba el agnosticismo positivista. La verdadera victoria era la de Auguste Comte sobre Karl Marx.

      Este agnosticismo positivista, cientificista, que oscila entre el nihilismo parasitario precedente y una religiosidad humanitaria vagamente deísta, ecuménica en su eclecticismo, podía ser una alternativa “universal” en las clases altas y medias de las sociedades industriales dominantes. Una religiosidad indistinta que correspondía al materialismo práctico imperante, como una protección ante la amenaza del nihilismo y el vacío del mito de la revolución.

      Éstos eran, más o menos, los términos de la reflexión de aquellos días. Pero nadie podía anticipar el paso del plano conceptual al plano histórico, el fracaso y la autoliquidación del socialismo real. Para mí también fue una sorpresa.

      –Con la caída del comunismo, ha dicho, resulta urgente repensar el escenario que lo continúa. ¿Hay alguien que lo haya hecho?

      –Los que intentan una visión totalizante de la problemática contemporánea posterior a 1989 son tres estadounidenses: Francis Fukuyama en 1992, Zbigniew Brzezinski en 1993, Samuel Huntington en 1995. Es interesante destacarlo: un trío de intelectuales de Estados Unidos, cuando al final de la Segunda Guerra Mundial el pensamiento de síntesis, globalizante, era de origen europeo, con Pitirin Sorokin, Arnold Toynbee, Karl Jaspers y René Grousset.[38]

      Fukuyama compone un verdadero poema a la victoria del régimen democrático-liberal como “fin de la historia” política del hombre. En las páginas finales de su libro surge una preocupación por el “último hombre”, un hombre que presenta signos de decadencia, de “relativismo” respecto de los fundamentos del régimen democrático-liberal, que lo conducirían a la destrucción y a un nuevo inicio de la historia.[39]

      Al año siguiente se publica el libro de Brzezinski Out of Control: Global Turmoil on the Eve of the 20th Century.[40] Para él, el caos contemporáneo se debe a que la hegemonía de Estados Unidos y Europa se funda no sólo en el despliegue tecnológico y en la superioridad de la democracia política sino también en el hecho de que las potencias occidentales están irradiando en todo el mundo la crisis profunda implícita en la estructura profunda de estas sociedades. La democracia liberal se corrompe por lo que Brzezinski llama la “cornucopia permisiva”. Y el hegemonismo occidental científico-tecnológico se transforma en el acelerador de la difusión planetaria de la decadencia. De este modo se universaliza la crisis de Occidente, sobre todo de Estados Unidos. Hay una crisis de los valores fundantes de la sociedad, una decadencia religiosa que no fue sustituida por nada que haya sido capaz de dar fundamento sólido a la arquitectura y la convivencia sociales.

      En un artículo ya famoso Samuel Huntington, director del Centro de Estudios Estratégicos de la Universidad de Harvard y uno de los mayores expertos en política internacional, sostiene que los nuevos modelos de conflicto mundial posteriores a 1989 son ante todo culturales.[41] Es decir que la fuente de conflicto entre las grandes culturas existentes es de valores, no económica. Partiendo de ahí, formula una reflexión sobre el repertorio de civilizaciones activas en el mundo que intentan apropiarse de ciertos resultados