Héctor Castells

Sideral


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no pierde ocasión para encajar su producto musical en el mercado. Lo cuela en todos lados, entre apretones de manos y palmaditas en la espalda. Tiene la clase de carisma que todos los políticos querrían para sí. Es entrañable y especulador. Sospechoso y contagioso. Se describe como un «enreda de Sanfeta». Sanfeta es Sant Feliu de Llobregat, su Macondo particular. Israel es igual de descacharrante e inagotable durante sus escarceos con los canutos y el pegamento como en sus charlas con adultos, a los que nadie tiene los huevos de dirigirse. Él no tiene problema. Le habla de sus Impresentables a varios tipos que llevan sotana. Lo intenta particularmente con uno que será acusado de pederastia pocos meses después. Y luego se dirige a los que visten de paisano. Habla con un catedrático de Latín muy sabio, el Pare Vila; con un tipo que lleva pajarita y esparce origamis por las repisas de las ventanas y con un genio de las matemáticas que ha fracasado en la integral del amor. Ninguno de estos últimos está implicado en un caso de pederastia.

      Israel tiene quince años y es el crítico de cine de A Una, la revista del colegio. Es una revista de diseño religioso: los textos están maquetados como oraciones y parece que haya que santiguarse antes de leerlos. Hay una sección mensual llamada «Desde Cochabamba» en la que se informa de la evolución del colegio que los Jesuitas han abierto recientemente en la ciudad boliviana. A Israel se le enciende de nuevo la lucecita. Y esta vez la conecta con el interlocutor adecuado: Pepe Menéndez. Pepe es el jefe de estudios de BUP y COU y tiene una cualidad tan difícil de encontrar como un buen hombre: la empatía. Pepe es campechano y accesible, escucha a sus alumnos y descifra sus conflictos y sensibilidades. Así que a Israel le basta un segundo para sentir su onda y empezar a flotar.

      «De repente, me sentí Bob Geldof y le pregunté si podíamos montar un concierto benéfico por Cochabamba. Le dije que estaría de puta madre, que funcionaría y que yo podía producirlo. Me dijo a todo que sí. Al final cobramos entrada, diría que doscientas pesetillas, y llenamos tres cuartas partes del aforo. No estuvo nada mal. El cartel lo formaban Impresentables y Sector Sur, que eran una banda que tenían hasta saxo y versioneaban a Dire Straits y The Cure. Yo estaba arriba, controlando las luces con el Iborra y fumando canutos con Dani Baraldés, mientras Xavi Baró se daba el filete con Natalia y ponía el suelo perdido de babas. Diría que fue en mayo», recuerda Israel.

      Nacho y Begoña, los vecinos que se rescatan a principio de curso, serán los conductores de la gala. Begoña no se olvida de su procedencia. Ha dejado atrás la soledad del inodoro y se ha convertido en una adolescente laureada al conquistar el certamen de poesía de los Juegos Florales del colegio. Sus versos conjugan el desconsuelo adolescente y su amor platónico por Aleix, que todavía tardará año y medio en reparar en su existencia. La cita congrega a alumnos, padres, jesuitas, pederastas y matemáticos; corbatas, mocasines, billeteras que agitan talonarios y cheques que tiemblan como números impares. Al final los acontecimientos se precipitarán como una canción desafortunada de Manu Chao.

      «El concierto de Impresentables por Cochabamba resulta clave para entender nuestra disolución. Hay mucho plano-contraplano: Aleix con la boca abierta y las niñas estupefactas; un solo de guitarra de Dani y el crucifijo del INRI; se ven las baquetas del Iborra y las joyas de las viejas. Y se ve a la familia. Aleix se dejó la piel. Cantó el «Great Balls of Fire» con un par de huevos. Sin embargo, al final del concierto su padre le hace un comentario sin malicia, un comentario honesto, en su línea. Le dice que le falla la voz. Que no le llega. Y Aleix se hunde», recuerda Israel.

      Alfonso Vergés siempre le dijo lo que pensaba. Y siempre pensó que Aleix era un gran músico y un cantante mediocre. Quizá fue un momento inadecuado. Lo mismo, por una vez, las palabras requerían una película de eufemismos.

      Aleix busca la legitimación de un padre al que admira. Es muy temprano y la adolescencia es tempestuosa, y de pronto el comentario declara la confusión de las hormonas y los pentagramas; un disturbio entre la esperanza y el vértigo. Aleix vive dentro de un cuerpo que no deja de alargarse. Se acerca peligrosamente a los dos metros y la sensación de distancia se incrementa. La adolescencia está al borde el colapso, los ríos se estrechan y su caudal se multiplica; las montañas se afilan y los cielos se vuelven tridimensionales. Aleix se derrumba.

      Impresentables harán dos conciertos más antes de desaparecer. El siguiente será en la fiesta mayor del colegio Sagrado Corazón de Barcelona. Es un colegio de monjas. Entre las alumnas se cuenta la prima de Israel. Su influencia entre las esclavas de Cristo es fulminante: los hábitos sucumben también a la sonrisa de Sanfeta. Quien no lo hace es Aleix, derrotado por el miedo y la vergüenza, que inaugurará su historial de cancelaciones.

      En los ensayos sucesivos al concierto de Cochabamba, Aleix se hunde. La voz se le apaga. Su eco le persigue y le avergüenza, y la música sucumbe al miedo por primera vez. Se convence de que es un farsante. De que está en el grupo porque ha puesto el local de Cerdanyola, de que Dani es mucho mejor y de que él es prescindible. Se siente eclipsado y disminuido. Se cuelga su flamante Stratocaster roja en bandolera y se mira por dentro. Ve a un estafador. Es otro pensamiento que le cruzará la cabeza en los momentos de mayor vulnerabilidad, un conflicto que plasmará en los primeros versos de su primer disco como líder y compositor de Peanut Pie en 1996:

       Why are you coming at this place? / What are you watching all around? / What do you think you are going to see? / What do you thing I’m gonna do? / I wouldn’t mind if you stay or you go / You wouldn’t mind If I die or I don’t 9 .

      Los primeros versos del disco de Peanut Pie plasman el pánico escénico de Aleix. Un aborto engendrado en la adolescencia que irrumpirá cuando las fuerzas flaqueen y la ilusión no funcione. Una vez se declare el miedo, estará vendido. Entonces empleará la violencia para boicotearse. La desesperación será siempre el preámbulo de las peores carnicerías mentales y, una vez encerrado en el entresuelo del pánico, solo habrá una solución: autodestruirse. La putada es que descubrirá muy pronto que la forma más exquisita e irreparable de autodestrucción consiste en destruir a los que quieres. Entonces llegas al corazón del dolor. Aleix pone a prueba sus límites y los de quienes le rodean. Y como en todo, una vez arranque el viaje, ya no habrá vuelta atrás. Le ha sucedido con sus hermanos, con Hache, con Astrid y con Luis. Y ahora le pasa con Dani Baraldés. Dinamita el ensayo con un puteo arbitrario que crece como un tsunami. Aleix se gira, la ola aumenta y la espuma se lo lleva todo por delante. Surfea en la cresta del desprecio, se recrea. No hay final en la caída, no hay descanso en el ataque. Lleva la situación hasta el límite y Dani le manda a tomar por culo con los ojos arrasados de lágrimas.

      Luz de Luna

      Aleix está apoyado en la barandilla de la piscina. Es una tarde de agosto y el crepúsculo baña la bahía de Andraitx, el suelo mejor especulado de Mallorca. El apartamento de los Vergés Tramullas se levanta sobre un risco que se llama Cala Llamp. Los apartamentos están encajados en las rocas como puñetazos inmobiliarios, aunque el paisaje todavía es virgen y mediterráneo. Se escucha el frágil oleaje que rompe cinco metros por debajo de la piscina, suena remoto como un bostezo de Buda, cuyos pliegues parecen estar exactamente reproducidos en la montaña que se levanta al otro lado de la orilla. Ahora que la luz se desvanece y que el cielo se desangra, Buda parece un volcán púrpura, un monje tibetano a punto de vomitar.

      Claudia Schiffer está doscientos metros al Oeste. Se la puede ver con los prismáticos. Álvaro lo intenta, pero fracasa. Le parece ver a Armani. Es un tipo con el pelo blanco que lleva un bañador blanco como su pelo. Tiene que ser Giorgio. Qué fuerte. Álvaro flipa.

      Adriana Vergés le observa y sonríe. Y observa a su hermano y le sale una mueca. Tiene casi trece años y ha descubierto la falacia de París y de las cigüeñas. Sabe que los olores nunca volverán a ser los mismos. Puede oler a pinaza y a gasolina, a mar salado y a hermano triste. Es todo de una claridad violenta y arrolladora.

      «Aquel verano supe que Aleix nunca sería feliz», dice Adriana.

      Aleix no descansa. Disfruta y padece. No se sabe muy bien cómo respira. Es joven, muy joven, y no tiene reparos. Vive a la velocidad de la urgencia. Se siente alternativamente frustrado y poderoso. Ha conocido a una niña vasca que se llama Elena. Es una niña