Héctor Castells

Sideral


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de sol y las lentes reflejan el cuerpo de su trovador descamisado, las bambas agujereadas y la cabeza despeinada. Aleix le propone que salgan a trepar tejados de madrugada. Quedan a la una en la piscina, cuando los adultos ya se han acostado, y trepan las tejas de Aldea Turquesa. Elena tiene sal en los labios y luz de Luna en los hombros. Es el primer romance a más de treinta grados, la primera madrugada exterior, y Aleix rebasa otro límite que le vale un sopapo. El padre de Elena les descubre como dos gatos en celo, monta en cólera y le propina un revés de boxeador zurdo.

      La caída de Troya le cuesta la prohibición del windsurf y la guitarra durante la próxima semana. Pero hay soluciones para todo. Chisca siempre está a su lado cuando las cosas se ponen peliagudas. Así que le suaviza el encierro con una buena dosis de plástica. Le ha comprado una caja de rotuladores de colores, un marcador negro y otro plateado, dos subrayadores fluorescentes y unas tijeras, y le ha dado carta blanca para utilizar su revistero, en el que se acumulan las revistas del corazón y de interiorismo de los últimos cinco años.

      Aleix descubre que hay vida más allá de las velas y de las inmersiones. Sus ojos buscan estímulos todo el rato. Su cultura visual floreció durante la convalecencia de su ataque más furibundo de asma, en mayo del 79. Chisca se acuerda porque fue el día que Margaret Thatcher conquistó el poder de su imperio colonial. Entonces, mientras la Dama de Hierro comparecía en Downing Street con su familia calavera y sus caderas hercúleas, mientras las televisiones españolas retransmitían en directo la muerte del feminismo y de la maternidad, Aleix se escurrió de las sábanas, eludió la imagen conservadora, bajó al salón y descubrió dos libros que le cambiaron el parpadeo para siempre: Miró y Egon Schiele.

      «Recuerdo estar frente al televisor. Era la primera mujer que gobernaba en Europa. Yo no sabía en lo que se convertiría. Estaba simplemente fascinada con que una mujer hubiese llegado a presidenta. Y, de repente, me encontré a Aleix babeando sobre las láminas de Egon Schiele. Y cuando quise separarle, vi que tenía los pies colgando de las estrellas de Miró», recuerda Chisca. Aquel día descubrió la panacea para las sucesivas convalecencias de su hijo. En lugar de enchufarle al televisor, bastaba con sepultarle bajo los libros de Taschen.

      Al igual que le sucede a sus tímpanos con la música, su ojos reciben las imágenes indiscriminadamente. No importa la procedencia ni el prestigio, cualquier imagen es el principio de una reconstrucción plástica del universo.

      Mientras tanto, en Mallorca, a falta de los libros de Taschen y de los catálogos de arte de Barcelona, se sirve del Hola y del Diez Minutos para inaugurar su fecunda relación con el collage. Le bastan dos tardes para convertirse en un artista pop. Le ha cercenado la entrepierna a Marta Chávarri y la ha estampado en el centro la carta que le ha escrito a Eric. Y luego ha trazado un arcoíris y ha pegado la cabeza de Juan Pablo II en su aura. Los anuncios de cosméticos, de perfumes y de moda le fascinan igualmente y serán la piedra angular del centenar de misivas pop que elaborará a la largo de los próximos cuatro veranos.

      «Era compulsivo. Devoraba revistas. No le importaba que fueran de decoración o del corazón. Y siempre terminaba destripándolas», recuerda Álvaro.

      Álvaro es su amigo de verano. Aleix le ha convertido en su protegido balear. Álvaro tiene seis hermanos y vive en Algorta, a las afueras de Bilbao, y cada año, a mitad de julio, él y su familia desembarcan en Mallorca y ocupan dos apartamentos de Aldea Turquesa.

      Aleix admira la procedencia de Álvaro, la autoridad de su acento, su vida heroica en la otra punta, en ese rincón de España que no es España, un país que se ha hecho célebre por los coches bomba y los encapuchados. Álvaro menciona las explosiones y los disparos como si hablara de vecinos y de gaviotas, con una naturalidad achacable a la vida en el campo y a la influencia aizkolari: es como si talara los verbos con la lengua. Álvaro es de pueblo y ha sido educado en el amor y en la abundancia. Es otro individuo que confundirá a Aleix con el futuro y que, tras conocerle, se planteará la existencia de vida en Marte. O en Venus.

      «Aleix y yo nos conocimos una mañana de julio del 86. Nos miramos a los ojos y ya éramos amigos. En adelante, pasaría casi todos los veranos de mi vida con él. Aleix no solo me descubrió la música, sino que se propuso educarme a muchos niveles. Sobre todo en actitud. Siempre me decía que la vida era cuestión de actitud. Desde muy pequeño. Supongo que nunca había tenido un amigo que me hablara en términos existenciales. Decía que hay que enfrentarse a la vida con determinación. Y sin miedo. Yo no he bebido ni me he drogado en la vida porque Aleix me hizo prometerle a los quince años que nunca lo haría. Es la persona que más me ha influido y le debo casi todo lo que soy. Me adoptó casi de inmediato como a un hermano pequeño y se propuso descubrirme el mundo, educarme y protegerme de un modo vibrante e incondicional, como si en lugar de ser un año mayor que yo, lo fuera seis o siete», recuerda Álvaro emocionado.

      Aleix intuye el abismo que separa sus universos y se propone a sí mismo como imperativo kantiano de su flamante amigo veraniego. Aleix habla claro y sentencia categórico. Distingue entre el bien y el mal con una lucidez meridiana. Espolea a los demás a que hagan todo lo que él es incapaz de hacer. Así que pilla a Álvaro por banda y le abre ventanas y puertas. Le asoma a los balcones de la música y del collage. Y le advierte sobre los peligros del futuro y sobre los beneficios de una vida moralmente intachable. Ha hecho lo mismo con Hache y con Astrid. Y lo hará con Leire, Mariona, Laia, David, Begoña, Isabel, Israel… La lista es infinita. Su pasión por abrirle los sentidos a los demás empieza muy temprano.

      Aleix sabe que sus consejos son para los otros. Sabe cómo expresarlos y transmitirlos, pero no cómo aplicárselos. Aleix habla con intuición e inteligencia, es sumamente convincente. Transmite su amor por la música de una manera inmediata y no deja de observar en ningún momento al personal. Escanea a la gente, la lee, se distrae elucubrando con sus sueños y con sus debilidades. Y luego afloja frases largas de carrerilla en las que resuenan los ecos de hombres largos y barbudos. Lo que más le cautiva es la reacción de sus amigos cada vez que les propone una solución kantiana para el desorden de su miedo o para el calvario de su adolescencia. Poco a poco, el feedback será el estímulo que señale el camino. Aleix contempla los hoyuelos que se le forman a Álvaro cada vez que le toca una canción o le cuenta la vibrante historia de sus morreos, y siente el vértigo de la empatía, el latido de una pulsión emocional y creativa. Sus amigos más tempranos y sus hermanos serán los primeros espectadores de sus sesiones, pequeños happenings cuyo objetivo primordial es transmitir, compartir y emocionar.

      «Como hermana, el regalo más grande que me hizo es la música. La de veces que gritaba mi nombre y me convocaba en su cuarto para escuchar una canción. Vibraba al descubrirla, al transmitirla. Y te cambiaba la mirada», recuerda Adriana.

      Para Álvaro la música también es Aleix. «Me educaba. Recuerdo que me decía: David Bowie todavía no, esperaremos al verano que viene. Siempre elegía los discos o las canciones que creía que me podrían gustar. A mí la electrónica nunca me interesó: es una música que no entiendo. Pero Aleix tenía una discoteca infinita, así que siempre encontraba el disco adecuado. Yo me iba cada verano de Mallorca con un arsenal de cintas de casete. Me las grababa para que sobreviviera a los inviernos vascos. En 1993 me regaló Un soplo en el corazón, un disco de unos tipos vascos, como yo, que se llamaban Family. Siempre me hablaba de la música con una pasión gigantesca y contagiosa. Pero creo que Family fue la banda de la que me habló de manera más emotiva», cuenta Álvaro.

      Aleix ve en los vascos una evolución honesta y autoritaria del dramatismo catalán. Álvaro es la primera ventana a la idolatría del pueblo de los caseríos y el chacolí. Un sentimiento que su amiga Leire convertirá en amor, en apenas cuatro años.

      11 de septiembre de 1989

      Los cuatro teléfonos inalámbricos de la Bonanova suenan a destiempo. Es una noche de chanclas y aftersun, y Adriana contesta al tercer tono y le sala una burbuja de la boca tan larga como el desconsuelo de la orfandad.

      —¿Diga?

      —Hola. ¿Está Aleix?

      —Creo que sí, ¿de parte?

      —Soy Hache.