Héctor Castells

Sideral


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À bout de souffle

      Hache tampoco se atreve. Le apetece salir en las páginas de sociedad, pero tiene una hermana muy pequeña y otra que no lo es tanto y una madre muy deprimida y un padre recién enterrado. Aleix merodea el pozo psicológico de Hache y le propone rescates y arneses. Sin embargo, él también necesita que le salven. Se empieza a cansar de ser el que siempre propone soluciones. Tiene los billetes en el bolsillo e ignora que Freud lo tiene agarrado por los cojones: es el momento en la vida en que tienes que matar a tus padres. Sigmund lo escribe y Aleix lo ejecuta. No quiere saber nada de sus padres, percibe el rumor apagado de la monotonía y le parece una injusticia. Desea que el amor sea una escalera infinita y que sus padres estén en la cumbre. Pero solo ve un descampado, el escenario abandonado de una superproducción. Se siente inmensamente lejos de sus hermanos y de los jesuitas; de la música, las pastelerías, los enredas de Sanfeta, del cáncer y de la puta madre que parió a la humanidad entera. Está sulfurado, los dieciséis le bullen como cangrejos freudianos en los huevos, y sale al patio y le roba una pelota a un grupo de niños y la chuta con toda su mala hostia en dirección a una cristalera. Aleix se defendió con el básquet, pero siempre fue un jugador de fútbol abominable. Su cañardo se aleja clamorosamente del ventanal y enfila un rostro mucho más probable, el de la poesía: los ojos azules de Begoña Prat se cierran de golpe y su nariz recibe un impacto que puede que le cambie la forma del tabique para siempre. Es uno de esos pelotazos absolutos en la cara que no se olvidan. Begoña cae fulminada, y Aleix se queda pálido y acude a su rescate con los cataplines extrañados por Freud y por la casualidad. Por la violencia y por la puta negligencia.

      —Lo siento mucho, de verdad… ¿Estás bien?

      Begoña abre los ojos y siente que el poema ya no es ella. Observa el resplandor del rostro de Aleix y siente una ráfaga de lirismo postraumático en el aire, la promesa de un soneto insuperable alrededor del aura de su agresor. Desearía que le llovieran pelotazos eternamente, congelar su vida en este momento. ¿Morirse? ¿Por qué no?

      —Nunca he estado mejor —dice Begoña—. No te preocupes, Aleix.

      —¿Cómo coño sabes mi nombre? —le pregunta Aleix como si fuera él la víctima del pelotazo.

      —Porque me siento dos filas detrás de ti.

      —¿En serio? Tienes la cara muy roja. Lo siento —dice Aleix.

      —Y tú tienes el pelo muy amarillo. Pareces Marilyn —dice Begoña.

      Aleix no se siente ofendido por el comentario. De hecho, le hace gracia la coincidencia: que Begoña tenga el mismo sentido del humor que Israel, la legitima.

      —¿Cómo te llamas?

      —Begoña.

      —¿Te apetece venir a Gijón? Me voy en dos horas y me sobra un billete —dice Aleix.

      La cara de Begoña alcanza un grado todavía mayor de fluorescencia.

      Begoña está abrumada. Ha pasado de ser el poema a vivir en la poesía. Estamos a finales de noviembre, a principios de los noventa, y es el último otoño de la historia de la ciudad. A partir del 92 las estaciones se volverán transgénicas, los anuncios de El Corte Inglés perpetuarán la primavera y la publicidad, y la especulación olímpica y el escaparatismo turístico incrementarán la temperatura, corregirán las nubes y recalificarán el otoño y la caducidad de sus hojas. Las cámaras parpadean, el suelo se dobla y el cielo se acristala, y los circulitos rojos delatan la amenaza de una sociedad que todo lo quiere registrar.

      Hoy, sin embargo, todavía huele a castañas y a gitanas analógicas, a envoltorios precarios de papel, cemento y hojarasca chamuscada, y Begoña entra en casa de sus padres con un masái marciano, y Eduard, su hermano mayor, lo ve todo desde la ranura de su puerta entreabierta, desde su habitación, un lugar forrado con fotos de águilas y campos de entrenamiento militar desde el que contempla fascinado las Nike y la guitarra en bandolera, los tirabuzones y la libertad. Y entonces el hermano ajusta la puerta y se siente rabioso. Aprieta los dientes, piensa en acelerar su incorporación al Ejército y en abatir greñas con subfusiles. Nunca se puede generalizar. Ni decir «nunca». Ni escribir «siempre». Todo es una trampa y una exageración, y es muy probable que todo lo que pasó por la cabeza de Eduard fuera muy parecido a lo que les pasaría por la cabeza a muchos alumnos de BUP cuando se cruzaban con Aleix. Del mismo modo, es muy posible que el miedo y el Ejército también atravesaran la cabeza de Aleix cada vez que se cruzó con los alumnos de BUP. La adolescencia es un campo de minas indiscriminado, la primera ciénaga de la paranoia y de la violencia.

      Begoña saluda a su hermano desde el vestíbulo, simula que va sola, entra en su habitación, mete dos camisetas y dos jerséis en una mochila, sale de la habitación, se va a la cocina, se prepara dos bocadillos de paté y pan Bimbo, los envuelve en papel de plata y no piensa que la corteza y el hígado de pato puedan encontrar un domicilio permanente en sus muelas del juicio.

      La estación del Norte es un lugar que no inspira nada bueno. Uno no sabe si la gente que se acumula en los andenes —uno aquí, otro más allá, tres al fondo; el de la izquierda, la mujer triste de la capucha y el adolescente— lleva toda la vida perdiendo un autobús o si es que nacieron aquí y nunca reunieron el valor suficiente para largarse. Lo mismo se pusieron a hablar, se contagiaron el miedo y aquí se quedaron. Igual se pusieron de acuerdo y convirtieron las cisternas de los lavabos en dormitorios y vivieron una vida hecha de insomnio y de sexo desesperado e insatisfecho que sabe que siempre será prisionero. Ahora están muertos y parpadean raro y «técnicamente, son necrófilos», como dice Begoña.

      Aleix y Begoña averiguan dónde queda el andén diecisiete y se suben al bus a las diez de la noche, media hora antes de que parta.

      Apenas han hablado desde que se han ido de casa de los padres de Begoña. Ha sido un silencio fluido, de asentimientos, pequeñas onomatopeyas y muchas sonrisas; un silencio engendrado por la vergüenza, la timidez y la inseguridad. A fin de cuentas, no se conocen de nada y no tienen ni puta idea de lo que están haciendo ni de dónde dormirán ni qué coño les dirán a sus padres. Begoña cree que si hace preguntas, se romperá el embrujo, y Aleix está convencido de que la magia consiste en no dar explicaciones.

      El bus zarpa y se sumerge en la noche como un pequeño barco a la deriva. Begoña ha llamado a sus padres al trabajo y ninguno de los dos ha contestado. Le ha dicho a su hermano que se va a pasar el fin de semana a Girona y ha dejado una nota manuscrita. Aleix quería irse sin decir nada. Le estimula imaginarse a los periodistas en la consulta de Alfonso, las cámaras en el pasaje y el gran misterio de su paradero, flotando en la enigmática noche preolímpica. Iba a largarse sin decir nada, pero se ha pasado por casa a pillar la guitarra y unos casetes con los que quiere impresionar a Begoña, y se ha cruzado con Mari Carmen, la asistenta, y le ha presentado a su cómplice. Y luego, a la salida del pasaje, se ha cruzado con su hermana Randi, que tiene nueve años y se queda con todo, y con su abuela, que tiene setenta y siete y se queda con el doble de todo. Su abuela estaba rara y Randi ha preguntado: «¿Adónde vas? El avi está enfermo», como si en lugar de una niña, fuese una madre. O una policía, que, a veces, es el uniforme de la maternidad.

      Aleix les ha presentado a Begoña, «Randi, abuela, esta es Verónica». Begoña ha puesto cara de poema y entonces Aleix se ha corregido y se ha disculpado, y la situación se ha hecho doblemente extraña. Su abuelo, el avi, el padre de Chisca, lleva unos días instalado en casa. Está enfermo, no hace falta que nadie se lo diga. Es un hombre sabio e imponente que tiene una voz profunda y debilidad por el terciopelo, la poesía inglesa y las óperas de Wagner. El avi le descubrió a los Beatles y las pajaritas; las bebidas granates y las posibilidades del garaje como lugar de ensayo. Ahora el motor ruge y el autobús atraviesa las calles cuadriculadas de la ciudad, las persianas plateadas de los negocios cerrados y las barras metálicas de los bares abiertos, y Begoña ve perros muy lentos a la luz de marquesinas estropeadas. El corazón le late deprisa, la boca se le seca y piensa por primera vez que se le ha ido la olla.

      Y entonces Aleix la mira y le pregunta: «¿Te da miedo escapar?».

      Aleix quiere sopesar el miedo