Héctor Castells

Sideral


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desde que entró en los Jesuitas, hace dos años. Le cuenta que se encerraba en el lavabo todas las mañanas de septiembre y de octubre, y que llegó a considerar «hacer algo peor». A Aleix se le abren los ojos como platos. No hay nada que le perturbe tanto como el conflicto. Es casi una pasión. Una pulsión. Lo intuye por todas partes, lo siente arraigado a su eje, y su vida es un mecanismo sofisticado para eludirlo, cuando no para invocarlo.

      La Diagonal se deshace como una lágrima en la lluvia y a Aleix le parece ver a una puta a la altura del campo del Barça. Los carriles se amplían y la ciudad desaparece, y Begoña le cuenta que hace dos años tuvo una depresión, que hasta entonces su vida había sido un relámpago, una luz constante.

      —¿Y te daba miedo la muerte? —pregunta Aleix.

      —No. O sea, me daba más miedo pensar en el suicidio que la muerte en sí misma, ¿me explico? —pregunta Begoña.

      —Sí —dice Aleix. Y el autobús se desliza ahora por una Catalunya ignota, por desvíos que tienen nombres tan improbables como Esparraguera y Collbató.

      Se quedan callados un rato y Aleix le confiesa que la muerte ha sido su obsesión desde pequeño. Que la ha pensado desde todas las posiciones y desde todos los ángulos y que, a veces, el pensamiento incorpora un escalofrío que le congela los huevos y le cancela el sentido del humor. Y le dice:

      —Al final me he dado cuenta de que pensar en la muerte es como hacer una llamada desde una cabina telefónica con veinticinco pesetas y pasarte la conversación pensando que el dinero se va a terminar.

      A Begoña la frase le fascina. Saca su libreta y la anota. Begoña es poeta y Aleix es un dividendo del margen, una estrella que surca la parte ovalada del cielo, su límite o su curvatura. Están juntos en un autobús rumbo a una ciudad que está a tomar por culo. Y entonces Aleix se incorpora, le dice a Begoña que le acompañe, dejan la penúltima fila y se van a la séptima.

      —El tipo de atrás se la estaba pelando —susurra Aleix.

      Begoña no da crédito.

      —¿En serio?

      —Completamente.

      —Pero… ¿contigo o conmigo?

      —Con ninguno de los dos. Es la muerte lo que le pone. Me ha escuchado hablando de ella y se le ha puesto dura —dice Aleix, que no puede aguantarse la sonrisa.

      Begoña se parte la caja. Es lo que tiene la adolescencia. Y lo que tienen los viajes, el movimiento. Pasas en un segundo de hablar de tu miedo a la muerte a la depravación de tu vecino. La noche se cierra y el alumbrado nocturno despliega su hipnótica coreografía. El sueño les vence como un poste telefónico inmenso.

      Aleix y Begoña.

      El anillo de Gollum

      Las Olimpiadas ya están aquí. Hay un montón de coches con las lunetas tintadas y muchas niñas rubias que hablan un catalán relativo y llevan un escote absoluto, niñas que se dirigen a la Barceloneta en compañía de marqueses y de condes, de hombres pequeños de apellidos interminables que llevan acreditaciones gigantes, cencerros de plástico que les glorifican como VIPS y que, a menudo, encubren la historia de un pederasta o de un delincuente. Los marqueses y los condes han conocido a voluntarios que les bajan las braguetas, a niñas cubanas que harán lo que sea por quedarse y a atletas rumanas lesionadas, a las que, ahora, pasean por los escenarios del desfalco y la recalificación, lugares donde antes había gitanos y chiringuitos, descampados adecuados para jugar a fútbol, grabar anuncios con Maradona, chutarse y comer barato. O para llevarte a tu novia y sumergirte en una playa cuajada de medusas y de pelusas. Hay cosas que han cambiado para bien. Hay otras que siempre serán un puto desastre.

      Ayer por la noche Barcelona tenía más agujeros que el gueto de Varsovia. Esta mañana, sin embargo, no quedaba ni uno. Alguien ha enmasillado los orificios y ha escondido las vergüenzas debajo de la alfombra. Hay muchas putas encerradas en sótanos, mujeres atravesadas como mariposas en cajitas de cristal que están a punto de hacer el agosto de sus vidas, que podrán mantener a sus nietos o sus vicios a costa de un puñado de presidentes de repúblicas fallidas, ministros bananeros y consejeros delegados del Deporte y el Mamoneo internacional que viajan con maletines portentosos, valijas que han suplantado el sudor de cientos de miles de currantes por gloriosos fajos de billetes. La divisa de la honradez patrocina los excesos y las cúpulas, las acreditaciones VIP y los palcos privados.

      En Montjuich, el Estadi Olímpic se eleva como un monumento nacionalsocialista. Un poco más allá, en el margen de la montaña que mira al cementerio, las plataformas del salto olímpico relucen como figuras riefenstahlianas.

      Las Olimpiadas son un pretexto cojonudo para intercambiar maletines y pins con las banderitas de todos los países desfalcados, que son casi todos los que se presentan. La pasta corre a espuertas. Es un discurrir incoloro, inadvertido, mucho más discreto que el de la sangre de hace solo cinco décadas.

      Ahora los más listos del lugar abren sus bolsillos, y los crímenes contra el suelo y contra el cielo, contra la arquitectura y la población sin recursos, se encubren con los tirabuzones, los dobles mortales y las piruetas semidesnudas en el aire de adolescencias vietnamitas, croatas, norteamericanas, inglesas, nepalíes y chinas, figurines de mazapán, de plástico y purpurina; de cuellos de cisne y muslos superdotados que se desploman en el aire como palomas fusiladas.

      Aleix los observa boquiabierto en las piscinas Picornell. Lleva unas Adidas teñidas y las bermudas desabrochadas. Las anillas olímpicas están por todas partes. Esta mañana ha visto a Angola jugar contra España en Badalona y mañana tiene un partido de waterpolo, de nuevo aquí, en las Picornell, su escenario favorito, un lugar en el que verá a mucha gente de su edad vestida con camisetas que llevan los cinco aros del taladro estampados en el pecho. Niños y niñas que trabajarán sin descanso, de sol a sol, por amor a su ciudad, a la retransmisión mundial de su belleza, de sus mañanas soleadas y de sus crepúsculos calientes. Son voluntarios, una especie en extinción. En unos años volverán a ponerse de moda. Será una de las exigencias de la recesión: fabricar voluntarios.

      Aleix ha visto a unos tipos que llevaban el dorsal en los gorros, que movían mucho las piernas para no hundirse y que apenas podían abrazarse después de marcar goles que no se veían. España ha ganado a Hungría, y Aleix mira más allá y ve los rascacielos de la Barceloneta, los helicópteros de los sultanes árabes y las bragas de las niñas danesas, y tiene unas ganas irresistibles de volver a colgarse la guitarra del cuello, de quedar con Néstor y con Mario, y volver a tocar versiones de los Héroes del Silencio. En unos años, acaso doce, tendrá un romance con una mujer de la que se enamorará pérdida e imposiblemente, como tantas otras veces: una chica de Zaragoza que se llama Nona y que tal día como hoy, una mañana de julio del 92, lo mismo ande por el Pilar, en Zaragoza, de la mano de un tipo que se hace llamar Enrique Bunbury. Es posible que todavía no se conozcan. Que Nona solo le haya visto pinchar un par de veces en el garito más cool de Zaragoza. Lo que es seguro es que, en unos años, cerca del cambio de siglo, se casarán. Aleix no había considerado jamás la música de los Héroes hasta que se ha incorporado a su nueva banda, Marea Baja, su primera aventura musical después de los Impresentables, un grupo de tres chavales que iban al Liceo Francés y tienen tendencias neogóticas y le descubren la poesía del apellido más pintoresco de Zaragoza. Marea Baja tocarán «Mar adentro» y «Entre dos tierras», canciones que hablan de la distancia del agua y de la proximidad del desierto, que ahora, aquí, en lo alto de Barcelona, en las Picornell, suena como un horizonte prometido.

      Los catalanes de siempre se frotan las manos. Barcelona se convertirá en una callejón de Ámsterdam. O en un descampado de Teherán. O de Lima. Los que no tengan apellidos compuestos, ni conexiones con Madrid o con la senyera, los que no se llamen Vila d’Abadal, Muntanyola, Pujol Ferrusola, Trias Fargas o Trias de Bes, Vidal-Trias, Tria Ta Puta Mare, Mas i Gavarró o Sentmenat observarán el desembarco como sus abuelos hace cincuenta años, el día en que el cielo se pobló de mariposas erráticas