Viviana Mamone

Los desencuentros de la lengua


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y, a la vez, en ese mismo transitar, nos fuimos reencontrando con un doloroso paralelismo con nuestra propia historia acaecida en tierras argentinas con la sangrienta conquista del desierto y anteriormente la colonización genocida perpetrada en toda Latinoamérica hasta la actualidad. Y de a poco, como quien redescubre su pasado, también las páginas de nuestro recorrido cobraban una nueva dimensión a través del auxilio de la antropología y su tarea, que “no sería la de dirigir nuestra mirada hacia el otro con la finalidad de conocerlo, sino la de posibilitar que nos conozcamos en la mirada del otro, permitir que su mirada nos alcance e incluso que abra juicio sobre nosotros” (Segato, 2015: 12).

      Hace unos años Anne Chapman (2002) escribía acerca de su experiencia como etnógrafa en tierras argentinas:

      A fines del invierno de 1966, en Tierra del Fuego, Argentina, murió Kiepja, más conocida como Lola. Su grupo étnico es generalmente llamado ona, aunque su verdadero nombre es selk’nam. El modo de vida de los selk’nam es el más antiguo de la humanidad: el de la Edad de Piedra, el Paleolítico de los cazadores recolectores y pescadores. Con Kiepja desapareció todo testimonio directo de su cultura. […]

      Si los selk’nam son más conocidos como onas que por su propio nombre, se debe en gran parte a un malentendido histórico… podría ser el tema de una tesis. Solo agregaré que Lola Kiepja, la última persona que vivió en la tradición selk’nam, creía que ona era una palabra inglesa sin duda porque los ocasionales turistas a menudo de habla inglesa que llegaban para fotografiarla en la reserva donde ella vivía usaban esa palabra para hablarle o hablar de ella. (21, 13)

      Desde nuestra contemporaneidad hacia atrás, culturas y tribus desaparecidas en nuestro país –de las que Lola Kiepja es testimonio– han sido pérdidas irreparables.

      Con elocuencia terrible, dos fechas indican la duración de la guerra de las pampas: 1536-1886, desde que el primer conquistador europeo pisó los márgenes del río Dulce, hasta que se rindió el último cacique, allá, en la desconocida Patagonia. Son trescientos cincuenta años de luchas. La epopeya más larga que haya visto el mundo. En ella, héroes y mártires, blancos e indígenas, aventureros y apóstoles pasan fugazmente llevados como por un pampero fatal. (Yunque, 1969: 11)

      Nuestros pueblos han sufrido un profundo borramiento cultural. Para Todorov (1987) se trató de uno de los mayores genocidios de la historia humana.

      Sin duda, “la diferente concepción de la guerra, el uso de armas de fuego y la transmisión de enfermedades para las que los indios no tenían defensas determinaron que la victoria fuera para los invasores, que impusieron su cultura, su religión y su forma de trabajo basada en la explotación de la mano de obra nativa” (Pigna, 2009: 52-53). Desde tiempos inmemoriales la explotación ha estado signando los cuerpos de nuestros antepasados y la conquista de América ha establecido el comienzo del testimonio de esas marcas. Pero más terrible aún fue la desaparición entera de familias y generaciones. En el dictamen que se pronunciara el 17 de mayo de 1781 dando sentencia de muerte a José Gabriel Condorcanqui (más conocido como Inca Túpac Amaru) “se recomendaba que fuera exterminada toda su descendencia, hasta el cuarto grado de parentesco” (184).

      El manifiesto de José Antonio de Areche2 dejaba establecido no solo la desaparición del Inca Túpac Amaru sino además de todo aquello que pudiera dejar huella alguna de la cultura incaica en generaciones venideras:

      Del propio modo, se prohíben y quitan las trompetas o clarines que usan los indios en sus funciones, y son unos caracoles marinos de un sonido extraño y lúgubre, y lamentable memoria que hacen de su antigüedad; y también el que usen y traigan vestidos negros en señas de luto que arrastran en algunas provincias, como recuerdo de sus difuntos monarcas, y del día o tiempo de la conquista, que ellos tienen por fatal, y nosotros por feliz, pues se unieron al gremio de la Iglesia Católica, y a la amabilísima y dulcísima dominación de nuestros reyes. Y para que estos indios se despeguen del odio que han concebido contra los españoles, y sigan los trajes que le señalan las leyes, se vistan de nuestras costumbres españolas y hablen la lengua castellana. (Citado por Pigna, 2009: 185)

      Túpac Amaru había llevado a cabo la mayor revolución indígena en el continente americano denunciando las condiciones infrahumanas de sometimiento de los indios y las interminables jornadas de explotación en las minas. En su incansable lucha por defender a sus hermanos pedía “que se acabara con los obrajes, verdaderos campos de concentración donde se obligaba a hombres y mujeres, ancianos y niños a trabajar sin descanso” (Pigna, 2009: 168), dando origen al llamado ejército liberador en el que “los niños de ojos tristes, los viejos con la salud arruinada por el polvo y el mercurio de las minas, las mujeres cansadas de ver morir en agonías interminables a sus hombres y a sus hijos, todos comenzaron a formar parte del ejercito libertador” (169). Sin embargo, su rebelión y resistencia hicieron que fuera apresado y sentenciado a muerte, condena que alcanzó a toda su familia.

      La conquista dejó a su paso miles de tribus desaparecidas de la faz de la tierra. En la Argentina Joaquín V. González3 relata con gran sensibilidad la profunda batalla desigual librada entre españoles y calchaquíes, indios que habitaron su tierra natal, la provincia de La Rioja.

      La lucha fue sangrienta, general y parcial; los ejércitos peleaban por el imperio, los pueblos y las tribus por el pedazo de tierra donde nacieron y donde cavaron sus sagradas huacas, verdaderos templos subterráneos donde se encierran las cenizas paternas, la tradición de la familia, la religión nacional, la idea aún informe del hogar que ha cimentado las sociedades modernas. Aquellas que poblaban las montañas de La Rioja, ramas de la gran familia calchaquí, la indomable, la última que rindió sus armas, concurrían a la defensa común parapetadas en el suelo nativo: pero no las rindió a la fuerza sino al Evangelio […] Aquella noche funesta presenció en las cumbres del Pucará o fuerte calchaquí la más trágica de las escenas. La muerte corría del llanto a la cumbre y de la cumbre al llanto. (González, 1959: 88-89)

      En tierras pampeanas Álvaro Yunque –escritor argentino y figura representativa de la década de 1920– dimensiona el arrasamiento indígena en tiempos del general Julio A. Roca.

      El año 1872 señala el principio del fin para los aborígenes de las pampas […] se entra en la última faz de la epopeya de huincas contra pampas. Aquellos, en 1873, año de la muerte de Calfucurá, poseen las dos terceras partes de la provincia de Buenos Aires (200.000 kilómetros cuadrados), conocen las pampas, son dueños de armas terribles. El indio, en cambio, siempre en su rutina; esta roído por enfermedades –viruela y sífilis– y por ciertos halagos de la civilización –alcoholes, azúcares, ropas […] Roca está decidido a emprender una ofensiva a fondo, terminar con los indios, si es necesario exterminarlos […] A los indios solo les toca huir. (Yunque, 1969: 81-83)

      Infinidades de culturas y tribus sepultadas. Para ubicar tan solo a modo de ejemplo una de las tantas devastadas en nuestro país, podríamos citar una de ellas, la de los indios querandíes, que habitaron amplia extensión que va desde el norte de la provincia de Buenos Aires hasta el río Salado:

      Los querandíes vivían tranquilamente de la caza y de la pesca. Se asociaban en pequeñas comunidades familiares con antepasados comunes, gobernadas por caciques. No creían en la herencia sino en las virtudes y las capacidades de mando. Por lo tanto, el cargo de cacique no era hereditario sino electivo. Cada comunidad elegía su cacique según sus cualidades […] Creían en una divinidad suprema llamada Chao, “padre”, que en realidad representaba cuatro personas: un hombre viejo, una mujer vieja, un hombre joven y una mujer joven. Estas cuatro personas vigilaban las conductas de los humanos […] Al levantarse ofrecían oraciones a Chao mirando hacia el este, el lugar de donde viene el Sol y, por lo tanto, la vida […] los querandíes creían que había otra vida después de la muerte y colocaban en las tumbas alimentos y todo lo que el muerto podría necesitar en su nueva vida del otro lado de la cordillera. (Pigna, 2009: 88-89)

      En aquellos líderes rebeldes a la colonización española se perpetrarían los mayores crímenes sin precedentes de la humanidad y paradójicamente serían consumados por “el hombre civilizado”. Sigmund Freud, siempre dando luz a nuestra condición humana,