que sentía por ese fallecimiento. A diferencia de los pueblos primitivos, “el hombre civilizado ya no siente esa reacción. Cuando la pugna salvaje de esta guerra se haya decidido, los combatientes victoriosos regresarán a su hogar, junto a su mujer y a sus hijos, y lo harán impertérritos y sin que los turbe pensar en los enemigos a quienes dieron muerte en la lucha cuerpo a cuerpo o mediante las armas de largo alcance. Es digno de nota que los pueblos primitivos que todavía viven sobre la Tierra y están por cierto más próximos que nosotros al hombre primordial se conducen en este punto de otro modo (o se conducían así cuando aún no habían sufrido la influencia de nuestra cultura). El salvaje –australiano, bosquimano o de la Tierra del Fuego– en modo alguno es un matador sin remordimiento; cuando vuelve a casa triunfante de la empresa bélica, no osa pisar su aldea ni tocar a su mujer antes de limpiarse de sus hechos de muerte por medio de una expiación a menudo prolongada y trabajosa. Fácil es, desde luego, explicarlo por su creencia supersticiosa; el salvaje teme todavía la venganza del espíritu del enemigo aniquilado. Pero este espíritu no es sino la expresión de su mala conciencia por causa de su culpa de sangre; tras esta superstición se oculta un filón de fina sensibilidad ética que nosotros, los hombres civilizados, hemos perdido” (Freud, 1915: 296-297).
En una conferencia pronunciada ante los Estados Generales del Psicoanálisis el 10 de junio del 2000 en París, Jacques Derrida (2000: 5) expresa: “Podemos poner fin al asesinato con arma blanca, con guillotina, en los teatros clásicos o moderno de la guerra sangrienta, pero según Nietzsche o Freud una crueldad psíquica lo suplirá siempre inventando nuevos recursos”.
¿Por qué fue inevitable plasmar en estas páginas este recorrido desde la complejidad de las consultas en la actualidad del hospital hasta llegar al relato más profundo de la historia argentina y latinoamericana? ¿Por qué fue necesario para nosotras dialogar con tantos autores a la vez, como si estuviésemos frente a un gran plenario que reúne a todos los representantes de las disciplinas al mismo tiempo? ¿Por qué precisábamos testimoniar nuestro recorrido por suelo boliviano, por su historia y su cultura en búsqueda de aquellas huellas migrantes? En definitiva, ¿por qué estábamos tan comprometidas por una imperiosa necesidad de testimoniar?
La respuesta quizá sea por la presencia misma de la imposibilidad que hace que uno –inmerso en lo más inherente a lo constitutivo del género humano, donde las palabras nunca son suficientes– no cese de pretender testimoniar y preguntar por qué. Por lo mismo, no cesamos de aspirar sortear esa imposibilidad a través de la escritura, en el intento de que eso constitutivo de lo humano se inscriba alguna vez y en alguna parte de nosotros.
Si hubiésemos abordado los tratamientos de los niños sin interrogarnos sobre nuestra propia formación frente a la clínica que empezamos a nombrar “intercultural”, sin preguntarnos acerca de la historia, sin visibilizar el desarraigo territorial y cultural al que los padres están expuestos, en definitiva, sin conocer sus orígenes, seguramente no nos hubiésemos percatado de la singularidad de la infancia que llegaba inédita ante nosotras; una infancia que nunca podría llegar a ser tal si no está alojada en los guiones del tronco ancestral de su historia, ese escenario tan primordial en la vida de los sujetos y en el que se nos ofrece como los primeros bocetos de lo que llamamos vida y aquellos inaugurales pasos que nos marcarán el resto de nuestros días.
El instante de una mirada, el tiempo para comprender e incluso para concluir son, como señala Jacques Lacan (1971), instantes constituidos por un tiempo en suspensión, aquel que nos permite que la urgencia del tiempo cronológico que avanza con nosotros sea puesta entre paréntesis.
Es precisamente ese paréntesis el que hace surgir un tiempo lógico, dialéctico, que resignifica y da sentido a nuestros actos diarios. Al plantear el método que debería ser propio de la filosofía primera (el método diaporemático), en Metafísica III.1 Aristóteles establece una interesante metáfora que nos permitió pensar las complejidades del mundo actual:
Quien no conoce el nudo no es posible que lo desate, pero la situación aporética de la mente pone de manifiesto lo problemático de la cosa. Y es que, en la medida en que se halla en una situación aporética, le ocurre lo mismo que a los que están atados: en ambos casos es imposible continuar adelante. Por eso conviene considerar primero todas las dificultades, por las razones aducidas, y también porque los que buscan sin haberse detenido antes en las aporías se parecen a los que ignoran adónde tienen que ir, y además [ignoran], incluso, si han encontrado o no lo que buscaban. Para este no está claro el final, pero sí que lo está para el que previamente se ha detenido en la aporía. Además, quien ha oído todas las razones contrapuestas, como en un litigio, estará en mejores condiciones para juzgar. (995 a25-995 b3)
Los pasos del método diaporemático (formular la aporía o paradoja planteando las posiciones contrapuestas, recorrerlas y analizar las opiniones recolectadas para luego hallar un camino de salida que permita superar las dificultades) marcan un tiempo de espera que, lejos de ser un tiempo muerto, se convierte en un tiempo de elaboración. Es decir que recién una vez que pudimos efectuar esta serie de pasos es posible plantear alguna respuesta posible al problema inicial.
Esta indicación metodológica de Aristóteles nos permitió reflexionar sobre lo problemático de la clínica actual y, a la manera de la resolución de una aporía, poder identificar el “nudo” del problema y comenzar el camino para “desatarlo”, hacerlo visible, poder recorrerlo, bordearlo, a fin de establecer sus dificultades; en definitiva, de llevar la complejidad también al terreno filosófico.
Este fue nuestro particular camino, pero cada cual desde el campo cotidiano de su quehacer debería encontrar el modo de hacer intervenir el pensamiento complejo para edificar una práctica, más que adherirse a enunciados generales:
El funcionalismo vive y también vive el psicologismo. Pero mirar tales formas como formas que “dicen algo sobre algo” y lo dicen a alguien significa por lo menos la posibilidad de un análisis que llegue a la sustancia de dichas formas antes que a fórmulas reductivas que pretenden explicarlas. (Geertz, 1987: 372)
El transitar invadido de incertidumbres, plagado de ausencias de respuestas, es sin duda el más arduo de los caminos pero también el más original, el de un aprendizaje diario, el que pone a prueba la sensibilidad de los seres humanos para captar lo más genuino de la realidad que acontece. Porque, en definitiva, ¿qué nos mueve a nosotros, los que nos interrogamos sobre el mundo y las humanidades, sino justamente el desafío de seguir en este aprendizaje?
2. Los valores andinos y su sabiduría ancestral:
¿qué nos dicen sus tierras?
El hombre no tejió el tejido de la vida; él es simplemente uno de sus hilos. Todo lo que hiciere al tejido, lo hará a sí mismo.
Carta del gran jefe de Seattle
Nuestra experiencia de pisar suelo boliviano por primera vez marcaba esa necesidad de ir al encuentro de las historias suspendidas.
Bolivia es un país pluricultural con un gran legado ancestral. Más de treinta y seis etnias conviven en el mismo suelo.
Allí conocimos a nuestra guía Violeta Davila Andia, quien con gran dedicación e inagotable conocimiento nos fue transmitiendo parte de los orígenes en cada recorrido de nuestro viaje. Las páginas de este capítulo no hubiesen sido posible sin su ayuda. Ellas están escritas con la tinta de aquellos momentos y la intensidad de cada sentimiento suscitado por esa experiencia, profunda y sentida.
¿Por qué decidimos incluir este capítulo? Necesitábamos transmitir, dar testimonio, no solo de las profundidades a las que invita a sumergirse cada rincón transitado, sino por la insistencia con que acudiera a cada paso la pregunta sobre el silencio de los padres con respecto a la cultura de origen.
Si la cultura europea alcanzó el Renacimiento cuando redescubrió sus raíces grecolatinas clásicas, Tiwanaku y el Cusco son nuestra Atenas y nuestra Roma, y solo volviendo a beber de estas fuentes lograremos nuestro propio renacimiento del actual letargo imitativo en que nos encontramos. No se trata de regresar al pasado, sino de construir el futuro sobre la base de una síntesis entre lo mejor de nuestra tradición nativa y los logros