Viviana Mamone

Los desencuentros de la lengua


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      Una de las mayores preocupaciones de don Policarpio es la preservación de este legado cultural, atesorado por los pueblos andinos a lo largo de milenios de continuas experiencias e innovaciones. […]

      Don Policarpio se da cuenta de la universalidad de los valores y la ética indígenas, y termina incluyendo dentro de la solidaridad y la hermandad aymaras a todo el género humano, sin distinciones de ninguna clase. Para él, “aymara es todo aquel que vive en armonía con el Todo, así como para un jefe indígena de Norteamérica indios son todos los que aman a la Tierra […] Los herederos de nuestra cultura son nuestros hijos y las personas de buen corazón. Hay mucha gente que no es originaria, que viene de la ciudad, y que viene con buen corazón. A ellos tenemos que enseñarles porque vienen con mucho respeto”. (Montes, Andia y Huanacuni, 2009: 17, 19)

      El encuentro con la biografía y el saber de don Policarpio –a través del libro El hombre que volvió a nacer. Vida, saberes y reflexiones de un amawt’a de Tiwanaku y el de Elizabeth Andia Fagalde, socióloga boliviana y autora de Suma chuymampi sarnaqaña (Caminar con buen corazón). Historia del consejo de amawt’as de Tiwanaku– fue posible gracias a Violeta, amiga y guía cultural de caminos que con gran asombro para nosotras resultó ser hija de quien hubo realizado esta exhaustiva investigación en Tiwanaku acerca de los celebrantes del año nuevo aymara.

      La incursión en las páginas escritas por Elizabeth Andia Fagalde nos aproximó al corazón de sus voces, a tal punto que nos parecía estar conociendo personalmente tanto a su autora como a don Policarpio. Así entramos en contacto con el espíritu de los dos libros mencionados y comenzaron a surcarnos, sellarnos, graficarnos, afectadas por tan profunda cultura, las palabras escritas en cada hoja recorrida al igual que nuestro viaje al corazón del altiplano. Nos hallamos en la necesidad de introducirnos en la cultura aymara en un extenso recorrido desde la llanura de nuestro conocimiento al respecto hasta las alturas de las tierras bolivianas, en un viaje que nos transportó a las entrañas de un acervo cultural del cual nunca regresamos al lugar desde donde habíamos partido.

      El hombre está siempre, pues, más acá y más allá de lo humano, es el umbral central por el que transitan incesantemente las corrientes de lo humano y de lo inhumano, de la subjetivación y de la desubjetivación, del hacerse hablante del viviente y del hacerse viviente del logos. Estas corrientes coexisten, pero no son coincidentes, y su no coincidencia, la divisoria sutilísima que las separa, es el lugar del testimonio. (Agamben, 2002: 134)

      Porque el testimonio es la relación de una posibilidad de decir y su tener lugar, solo puede darse mediante la relación con una imposibilidad de decir; solo, pues, como contingencia, como un poder no ser […] Tal contingencia se refiere en el sujeto, a su poder tener o tener lengua […] el sujeto es pues la posibilidad de que la lengua no esté en él […] que solo tenga lugar por medio de la posibilidad de que no exista, de su contingencia. El hombre es el hablante y el viviente que tiene lenguaje, porque puede no tener lengua, es capaz de infancia. (Agamben, 2001: 143)

      ¿Sería entonces necesario toparse con aquella lengua testimonio de una cultura que a pesar del intento de sepultarla no cesaba de seguir existiendo? ¿La imposibilidad de acceso a la lengua materna constituiría la matriz de la dificultad que hallábamos en estos niños sobre su ingreso al lenguaje? Imposibilidad que, para ser más exactos, se asemeja más a una degradación a partir del catolicismo, tal como dijera don Policarpio al referirse a la censura que ejercía la Iglesia en su intento de colonización: “Para ellos”, afirma, “todo es pecado: el ser aymara es pecado y nos señalan con sus Biblias”.

      En tanto que tiene una infancia, en tanto que no habla desde siempre, el hombre no puede entrar en la lengua como sistema de signos sin transformarla radicalmente, sin convertirla en discurso. (Agamben, 2001: 79)

      El testimonio es una potencia que adquiere realidad mediante una impotencia de decir y una imposibilidad que cobra existencia a través de una posibilidad de hablar. Estos dos movimientos no pueden identificarse ni en un sujeto ni en una conciencia, ni separarse en dos sustancias incomunicables. El testimonio es esta intimidad indivisible. […]

      El sujeto es más bien el campo de fuerzas atravesado desde siempre por las corrientes incandescentes e históricamente determinadas de la potencia y la impotencia, del poder no ser y del no poder no ser. (Agamben, 2002: 144-154)

      De esta manera la necesidad de testimoniar comenzó a invadirnos cada vez más, sea a la hora de pensar los casos, sea en el consultorio del hospital, sea recorriendo librerías y bibliotecas para encontrar la mejor letra, el mejor escrito que nos ayudara a contar, a decir, a no callar, tal como don Policarpio transmitía en sus mensajes al interior de la comunidad de amautas:

      Yo exhorto a mis hermanos: cumplamos [con nuestras obligaciones rituales y de reciprocidad] como lo hacían nuestros padres y abuelos, no permitamos que se pierda nuestro pensamiento, no nos callemos, no nos dejemos amarrar por ninguna institución. ¡Seamos libres!, Jilatas y kullakas, la libertad no nos la va a dar nadie; va a nacer de nosotros mismos. (Montes, Andia y Huanacuni, 2009: 19)

      El ayllu, la comunidad, el matrimonio, la familia, el concepto del mundo, los yatiris (médicos), la cosmovisión andina, todo fue un universo por descubrir. Cada construcción de Tiwanaku, cada isla que bordea el lago Titicaca o cada calle en La Paz no representaban tan solo rocas, un pedazo de tierra firme en medio del agua o un bloque de adoquín, sino el testimonio de una civilización:

      Cualquiera sea el nivel en que uno trabaje el principio guía es el mismo: las sociedades contienen en sí mismas sus propias interpretaciones. Lo único que se necesita es aprender la manera de tener acceso a ellas. (Geertz, 1987: 372)

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