Julia London

Seducida por un escocés


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¿Es usted un forajido, señor Bain?

      Él pestañeó. Miró al mozo para asegurarse de que estaba dormido, se inclinó hacia delante y susurró, a su vez:

      –No.

      Ella se apartó.

      –Entonces, ¿cómo es que es tan experto en resolver las complicaciones de otros hombres?

      Él volvió a apoyar la espalda en el tronco del árbol.

      –Lo soy. En este caso concreto, se da la circunstancia de que una vez ayudé al duque de Montrose, y él me recomendó a su conocido, el señor Garbett.

      Maura había conocido al duque en casa del señor Garbett, cuando el aristócrata había acudido para ser informado de los supuestos crímenes que ella había cometido. Sabía quién era Montrose. Todo el mundo lo conocía. De repente, se acordó de algo:

      –¡Es el hombre que mató a su mujer!

      –No mató a su mujer, señorita Darby. Es cierto que esa dama ya no es su esposa, pero está viva y coleando. Cuando digo «complicaciones», no me refiero a crímenes ni delitos. Simplemente, me refiero a situaciones incómodas.

      –¿Y qué soy yo, entonces? ¿Una de esas situaciones incómodas?

      –Sí –dijo él, encogiéndose de hombros, como si fuera algo evidente–. Pero, si la consuela, es una complicación muy fácil de resolver.

      –¡Pues no, no me consuela! ¡Me ofende que mi situación pueda resolverse con tanta facilidad! Y no se preocupe, señor Bain, porque yo seré la que resuelva mis problemas, gracias.

      –¿De veras? –preguntó él, con escepticismo–. ¿Y cómo piensa hacerlo, señorita Darby?

      –No se preocupe por mí –murmuró ella.

      No tenía más que una idea vaga de cómo iba a proceder. Después de todo, nunca había podido elegir su propio camino. Hasta hacía solo un mes, estaba siempre en un segundo plano, esperando en silencio a que llegara su momento cuando Sorcha se hubiera casado. En una ocasión, le había pedido al señor Garbett que le buscara un puesto de trabajo en una buena casa, de ama de llaves o, incluso, de tutora de los niños. Sin embargo, la señora Garbett había considerado que aquella petición era otro ejemplo de cómo quería llamar la atención y desviarla de Sorcha. Por el contrario, lo que ella quería era ayudar, porque pensaba que la señora Garbett quería que se marchara.

      En casa de los Garbett todo dependía de que Sorcha pudiera hacer un buen matrimonio, y ella había supuesto que, cuando lo consiguiera, tal vez a ella también le permitiesen casarse o, por lo menos, empezar a trabajar en una buena casa. Algún sitio en el que se sintiera querida y segura. No había vuelto a abordar la cuestión con el señor Garbett, había decidido esperar y ser paciente hasta que Sorcha se casara y cumpliera con el objetivo de su familia. Y, entonces, había aparecido el idiota de Adam Cadell.

      Maura se sentía estúpida por haber esperado tanto a que llegara su turno y haber confiado en la gente que había prometido que la cuidaría. Ahora se encontraba en unas circunstancias muy difíciles.

      Pero se le ocurriría algo.

      Miró al muchacho que dormía junto a la hoguera.

      –¿Es hijo suyo?

      –No. Es un mozo a quien he contratado.

      –¿Tiene hijos?

      –No.

      –¿E hijas?

      Él negó con la cabeza.

      –¿Y mujer?

      El señor Bain se rio suavemente.

      –No.

      –¿No tiene a nadie, señor Bain? ¿No hay nadie que le eche de menos?

      –No necesito a nadie que me eche de menos.

      –Las personas que dicen que no necesitan a nadie que les eche de menos son las que más necesitan a alguien que les eche de menos. Yo tampoco tengo a nadie que me eche de menos, pero lo necesito.

      Él la miró atentamente, y Maura se imaginó lo que debía de sentirse al ser objeto de estima para el señor Bain. De repente, sintió un escalofrío por la espalda.

      –Para ser una señorita de buena educación, es usted muy original. Es muy valiente. Me recuerda a otra mujer que conozco, una highlander.

      –Pues a lo mejor no es tan original que una mujer sea valiente, si ya conoce a dos.

      No le gustó la sutil insinuación de que ser valiente era algo negativo. De estar en su situación, él también necesitaría valor. Ella estaba desesperada, dolida y, por encima de todo, furiosa por no haber podido decidir nada en absoluto y verse en aquella situación. Una vez, su padre le había dicho que podía ser muy obstinada cuando se proponía algo, y se había propuesto algo: iba a recuperar su collar, aunque fuera lo último que hiciese en la vida. Podrían arrebatárselo de las manos si querían cuando hubiera muerto, pero no se lo quitarían mientras todavía le quedara aliento.

      En aquel instante, se dio cuenta de lo que tenía que hacer. Le daba miedo, pero no importaba; no iba a tener más oportunidades, y tenía que aprovechar aquella.

      Se puso de pie, se sacudió el vestido y se arrebujó en la capa. El señor Bain no puso ninguna objeción.

      –Hay un sitio para lavarse allí, donde el riachuelo forma un pequeño remanso –le dijo, indicándole el lugar.

      Después, él volvió a tomar su libro.

      Pensaba que ella estaba indefensa. Los Garbett, también. Y Adam Cadell. Pero no, no estaba indefensa, no era una inútil. El señor Bain ni siquiera pensaba que ella pudiera huir por el bosque, porque creía que tenía demasiado miedo como para marcharse sola. Pues sí, lo tenía, pero eso no iba a detenerla. La furia podía empujar a una mujer a hacer muchas cosas.

      Echó a caminar, dejó atrás los caballos y se giró para mirar sus ataduras. Después, bajó al remanso a lavarse lo mejor que pudo.

      Cuando volvió junto a la hoguera, se dio cuenta de que él había estirado el camastro y había echado más leña al fuego. Estaba leyendo de nuevo, absorto en sus principios sobre moralidad. Ella se sentó sobre la manta.

      –Estoy cansada –dijo.

      –Buenas noches, señorita Darby.

      Ella se tendió de espaldas al señor Bain, y notó que él se levantaba y se alejaba. Volvió unos minutos más tardes y atizó el fuego. Por desgracia, la hoguera no daba calor suficiente, y ella ni siquiera sentía los dedos de las manos ni de los pies. El frío se le había metido en los huesos. Se estremeció y se envolvió más estrechamente con la capa.

      Un momento más tarde, el señor Bain se tendió a su lado, tan cerca, que a ella se le aceleró el corazón. No confiaba en él, puesto que no confiaba en ningún hombre, y sintió miedo.

      Y aquel miedo se intensificó cuando él le dijo:

      –Está temblando, señorita. Venga aquí.

      –No –dijo ella. Sin embargo, él le agarró la mano y tiró hacia sí. Maura gritó al pensar que iba a besarla, o que iba a manosearla, pero, cuando ella rodó, él también lo hizo, de modo que ella quedó pegada a su espalda y él hizo que le rodeara la cintura con un brazo–. ¿Qué está haciendo?

      –Ayudándola a entrar en calor. No quiero que se congele.

      Ella trató de zafarse, pero él no se lo permitió.

      –No voy a acosarla, señorita Darby, le doy mi palabra. Solo quiero que entre en calor. Duérmase.

      –¡Si cree que puedo dormirme así, es que está loco!

      –Lo que usted diga.

      Obviamente, él podía dormir perfectamente de aquel modo,