Julia London

Seducida por un escocés


Скачать книгу

Y su calor. Por el amor de Dios, aquel cuerpo daba más calor que un brasero. Además, tenía que reconocer que se sentía un poco más segura a su lado, en medio de aquel bosque. Así pues, se acurrucó contra él para obtener más calor. El señor Bain gruñó, entrelazó sus dedos con los de ella y la mantuvo cerca.

      Así debía de ser un matrimonio cuando existía afecto entre dos personas. Podría dormir al lado de un hombre y disfrutar de su calor todas las noches. Podría sentirse segura y caliente. ¿Y deseada? Eso le gustaría y, tal vez, lo consiguiese algún día.

      Cerró los ojos. Tenía la tentación de quedarse dormida, pero no se atrevió. Había muchas cosas en las que pensar, muchas cosas que planear, y no podía hacerlo mientras él estuviera despierto y la distrajera con su actitud calmada y segura.

      Capítulo 6

      Aquella noche, Nichol había tenido que esforzarse mucho para controlar su deseo y sus actos y no acariciar a la señorita Darby. Se había convertido de nuevo en un muchacho, y el olor que emanaba de aquella mujer lo estaba volviendo loco. Era como si llevara toda la eternidad negándose a sí mismo los placeres de la carne.

      No podía dormir, no podía dejar de sentir su presencia a su espalda. Era suave y cálida, y su respiración le hacía cosquillas en la nuca. No podía dejar de imaginársela sin ropa, bajo las mantas, bajo aquel cielo, mirándola a los ojos mientras sus cuerpos estaban unidos.

      Sin embargo, sí se durmió. Porque cuando amaneció, se despertó de un sueño intranquilo y se dio cuenta de que se le había quedado la espalda helada. Se dio la vuelta y comprobó que ella no estaba allí. Se levantó de un salto y miró a su alrededor.

      La señorita Darby se había marchado. Y se había llevado la manta.

      Soltó un gruñido tan fuerte que el mozo se despertó y dio un respingo.

      –¿La has visto? –le preguntó Nichol, mientras Gavin trataba de librarse de sus mantas.

      –¿A quién? –preguntó, con cara de desconcierto.

      Tal vez se hubiera ido al arroyo. Nichol se dio la vuelta y, al ver que había desaparecido uno de los caballos, se angustió. Detestaba las sorpresas, y se reprochó haberse quedado dormido. Se puso furioso consigo mismo por haber pensado que una muchacha no iba a tener la inteligencia ni el valor suficientes como para dar al traste con sus planes. Y se enfureció aún más al pensar que podía morir, o que podía haber muerto ya.

      Y, tal vez, también se sintiera un poco impresionado, porque nunca había conocido a una mujer que estuviera dispuesta a huir por el bosque en medio de la noche, sin protección ni provisiones. ¿Sabía montar a caballo? ¿Cómo había conseguido subir a una montura que estaba al menos dos palmos por encima de ella? ¿Hasta dónde pensaba que iba a poder llegar antes de perderse, o sufrir una caída, o ser asaltada por unos ladrones?

      –¡Aaaieeee! –gritó, con rabia, y le dio una patada a un tronco.

      –¿Qué le ha pasado a la señorita? –preguntó Gavin, con timidez.

      –Se ha marchado.

      –¿Ella sola?

      –Sí, ella sola.

      Gavin abrió unos ojos como platos.

      Nichol fue a grandes zancadas hacia el arroyo, pensando. Miró a su alrededor en busca de señales que pudieran indicarle qué dirección había tomado la señorita Darby. La atadura del caballo estaba tirada en el suelo, pero la silla estaba donde él la había dejado. Nichol cabeceó de asombro ante su audacia.

      Sin embargo, sabía adónde había ido. El día anterior había hablado mucho de ello, y él estaba seguro de que quería decirle a la señorita Garbett lo que pensaba. Estaba seguro de que se había puesto en camino a Stirling.

      Tenía que alcanzarla. No podía permitir que apareciera en la casa de los Garbett montada a caballo, a pelo, furiosa… ¡Su reputación quedaría destruida! Por no mencionar que él perdería sus honorarios.

      Se agachó, se lavó la cara con agua fría, volvió a levantarse y miró el sol que acababa de salir. Seguramente, la señorita Darby no se habría alejado de la carretera, y él podría cabalgar por el bosque y alcanzarla antes de que llegara a Stirling. Sin embargo, ¿qué iba a hacer con el muchacho? No podía enviarlo de vuelta a Aberuthen, porque la posada era demasiado miserable. Tampoco podía enviarlo a la casa de los horrores de Rumpkin. Ni tampoco podía enviarlo a Luncarty, puesto que estaba demasiado lejos como para que pudiera hacer el camino a pie.

      Solo había otra opción, una que, hasta aquel momento, le había parecido impensable: Cheverock, su casa natal. Estaba, como mucho, a media jornada de camino.

      Él había estado pensando en visitar la casa en la que había crecido, pero no quería aparecer en Cheverock de aquella forma, después de tantos años. Ivan no iba a entender el hecho de que apareciera un muchacho de repente y dijera que lo enviaba Nichol. La última vez que había visto a su hermano menor, Ivan ni siquiera había alcanzado la mayoría de edad. ¿Qué iba a pensar? ¿Y por qué había dejado de tratarse con él? ¿Había olvidado a su hermano?

      Esperaba que solo fuera eso: que lo había olvidado.

      Sin embargo, tenía el mal presentimiento de que había mucho más. Los mensajeros que había mandado a la casa habían sido despedidos, sin más.

      Bien, en aquel momento, aquello no tenía importancia. Aquel repentino suceso le obligaba a tomar la decisión de volver a casa. Gavin no debía de tener más de catorce o quince años. El chico lo estaba observando con una expresión de ansiedad, como si supiera que no había buenas noticias para él. Sin embargo, Nichol estaba entre la espada y la pared.

      –Tengo que ir a buscarla, ¿lo entiendes?

      –¿Adónde ha ido? –preguntó Gavin.

      –No lo sé a ciencia cierta, pero me lo imagino. Me lleva mucha ventaja, así que tengo que darme prisa.

      Gavin asintió.

      –Voy a recoger nuestras cosas.

      Nichol le puso una mano en un hombro y lo detuvo.

      –Gavin, hijo, no puedo alcanzarla si vamos los dos en el mismo caballo.

      Los enormes ojos castaños de Gavin se llenaron de incertidumbre.

      –Voy a enviarte a un sitio donde puedes esperarme.

      Gavin se quedó boquiabierto.

      –¿Adónde? –preguntó, con la voz temblorosa.

      –A casa del barón MacBain –dijo Nichol. De repente, Gavin se puso pálido–. Es la casa en la que me crie –le explicó él–. Vas a ir a ver a mi hermano. Se llama Ivan, y él se ocupará de que cuiden de ti hasta que yo vaya a buscarte, ¿de acuerdo?

      –¿Y no debería ir yo también a Stirling? –preguntó el chico, en tono de súplica.

      –Está demasiado lejos como para ir a pie. ¿Sabes disparar, hijo?

      Gavin negó con la cabeza. Estaba empezando a respirar con jadeos, y Nichol tuvo ganas de pegarle un tiro a algo en aquel momento. No quería quedarse sin la pistola, pero no iba a estar tranquilo sabiendo que el niño no tenía nada con lo que defenderse. Así pues, se sacó la pistola de la cintura y se la entregó.

      –Presta atención, hijo. No tenemos mucho tiempo.

      Enseñó a Gavin a cargarla y a amartillarla, e hizo que disparara tres veces hasta que comprobó que no iba a pegarse un tiro en el pie.

      –No la vas a necesitar, pero quiero que la lleves. Ahora, ponte en camino. Sigue la carretera todo el tiempo, hasta que llegues a las ruinas de un castillo. Allí, el camino se bifurca. Sigue en dirección este. Allí ya estarás a tres kilómetros de Comrie, y solo te faltarán otros tres para llegar a Cheverock.

      –¿Y