Julia London

Seducida por un escocés


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de pie, se agarró las manos por detrás de la espalda y dijo con calma:

      –En este momento, creo que soy su única opción.

      –No, no es cierto. Yo podría saltar por la ventana que usted ha abierto tan amablemente.

      Él se encogió de hombros.

      –Creo que, si quisiera saltar por la ventana, ya lo habría hecho el día que pensó que era necesario encerrarse en esta habitación.

      Así que era un hombre perceptivo. Maura se levantó. Él era mucho más alto que ella, y tuvo que inclinar la cabeza para mirarla. Se fijó en su pecho y, después, alzó la vista hasta sus ojos.

      Ella volvió a clavarle una mirada llena de hostilidad.

      –Entonces, ¿qué es lo que quiere?

      –Sacarla de esta casa, en primer lugar.

      –¿Y después? ¿Adónde me va a llevar? ¿Con el señor Garbett? ¿O tendré el placer de visitar a otro de sus primos?

      Él le miró los labios, y a ella se le pasó por la cabeza darle una patada en la espinilla.

      –A Luncarty –dijo.

      –Luncarty. ¿Qué demonios es Luncarty?

      –Es un pueblecito y una finca. También es una oportunidad.

      Ella se echó a reír. ¡Una oportunidad! ¿Cómo podía considerarla tan ingenua?

      –¿Ah, sí? ¿Qué tipo de oportunidad es esa, señor Bain? ¿Tendré que defenderme del acoso de otro hombre al que no había visto en mi vida?

      –¿Disculpe? –preguntó él, con cara de espanto–. ¿Acaso Rumpkin…?

      Ella chasqueó la lengua. Todos los hombres eran idiotas.

      Sin embargo, la expresión de aquel idiota se volvió torva.

      –Yo no la pondría nunca en una situación que entrañara un peligro para usted, señorita Darby. En Luncarty hay una casa que, en mi opinión, podría gustarle mucho. Es una casa grande y rica.

      –Ah. Entonces, sería la amante de alguien.

      Él se quedó asombrado por su franqueza.

      –No, nada de eso. Es usted la pupila del señor Garbett, ¿no es así? Él ha prometido que se ocuparía adecuadamente de usted.

      Ella abrió los brazos.

      –¿Le parece que esto es adecuado, señor? Y, si no voy a ser la amante de nadie, ¿qué tendría que hacer en Luncarty?

      –Casarse con su dueño.

      A Maura se le escapó un jadeo de horror. Después, se echó a reír.

      –¡Debe de estar usted loco! O, tal vez, piensa que la loca soy yo.

      –Lo que estoy es muy decidido a encontrar una situación decente para usted.

      –¡Pues esa no lo es! No me voy a casar con alguien a quien ni siquiera conozco.

      –Por supuesto, tendrá la oportunidad de conocerlo antes de tomar una decisión –respondió el señor Bain, en un tono de paciencia–. Es un caballero a quien yo sí conozco. Es bueno, necesita una esposa y la trataría a usted como a una princesa.

      –¡Y seguro que cree que eso es lo único necesario!

      El señor Bain se encogió de hombros.

      –Entonces, ¿qué más le gustaría?

      –¿Que qué más? ¿Amor? ¿Compatibilidad?

      Todas las cosas que ella quería conocer, teniendo en cuenta que se había pasado los últimos doce años de su vida esperando la más pequeña señal de amor o compatibilidad. De afecto. Desde que había muerto su padre, el señor Garbett había sido el único que le había demostrado afecto, pero esporádicamente, con una palmadita en la cabeza o en el hombro.

      –Amor y compatibilidad –repitió él, con desdén–. Qué altas aspiraciones para una muchacha que está encerrada en una torre y que no tiene muchas más perspectivas que la servidumbre.

      Maura se quedó sin respiración. Su furia e incredulidad se enfriaron al notar toda la carga de aquellas palabras sobre los hombros. Se quedó encorvada.

      –¿No me va a dar la oportunidad de explicarme, al menos? –le preguntó él.

      –Por supuesto –respondió ella, con ironía–. Después de todo, se ha molestado en escalar la pared y romper la ventana.

      Fue hacia el armario y sacó un chal para ponérselo en los hombros. Por la ventana estaban entrando el viento frío del norte y los copos de nieve.

      –¿Qué decía, señor Bain?

      –Dunnan Cockburn heredó la mayor manufactura de lino de toda Escocia. Vive en una casa grandiosa con su madre viuda. Y es un buen hombre.

      Maura lo miró con escepticismo.

      –Entonces, ¿por qué sigue soltero?

      –No es muy desenvuelto con el sexo femenino.

      ¿Qué significaba eso? ¿Que era espantosamente feo? ¿Que era un borracho?

      –Supongo que usted sí es muy desenvuelto con el sexo femenino, ¿verdad? Tal vez debería darle unas clases.

      Él sonrió.

      –Espero que usted me acompañe y se haga cargo de esa tarea, señorita Darby.

      –¿Y si acepto casarme con él? ¿Cuándo podría salir de este horrible lugar?

      –Esta misma noche.

      Aquello sí captó toda su atención. ¿Podría irse aquella misma noche? Se le agolparon los pensamientos en la mente. Aquello era un primer paso. No sabía qué iba a hacer cuando consiguiera salir de aquella prisión, pero no iba a casarse con un hombre desconocido.

      Lo que quería hacer era recuperar el collar de su madre. Lo ocurrido con aquel collar había sido la gota que colmaba el vaso. Ella siempre había hecho lo que le pedían los Garbett, como, por ejemplo, vivir en la habitación de servicio que había al final del pasillo y mantenerse alejada, y quedarse en casa cuando Sorcha y ella eran invitadas a una fiesta, para que Sorcha pudiera brillar. Nunca había pedido nada, siempre había sido discreta y complaciente. Y, en agradecimiento, ellos la habían acusado injustamente, la habían tratado como a una mentirosa y le habían robado su collar.

      No deberían habérselo quitado. Ella no había hecho nada malo. El collar era lo único que conservaba de su familia, y tenía intención de recuperarlo.

      Tampoco tenía un plan para eso, pero un primer paso era salir de allí. Y el señor Bain le estaba ofreciendo un modo de hacerlo.

      No pensaba casarse con un hombre de Luncarty a quien no conocía, pero debía hacer creer al señor Bain que estaba de acuerdo con su plan. Así pues, lo miró a los ojos y dijo:

      –Está bien.

      Él frunció el ceño.

      –¿Está bien?

      –Sí, iré.

      –¿Así, tan fácilmente?

      –¿No era eso lo que quería? He cambiado de opinión.

      Él se quedó aún más desconcertado, pero le preguntó:

      –¿Tiene una bolsa para llevar sus cosas?

      Maura asintió.

      –Llénela con todo lo que pueda llevar. Arréglese y reúnase conmigo en la salida cuando esté preparada.

      –¿Algo más, Alteza?

      –Sí. Abríguese.

      Y, con eso, el señor Bain se dio