Julia London

Seducida por un escocés


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      –¿Que no? –repitió la señora, con una expresión de rabia–. ¡Cuando pienso en todos los vestidos, zapatos y comidas que se te han proporcionado!

      –Los vestidos y los zapatos fueron primero de Sorcha, ¿no? –dijo Calum, pero nadie le estaba escuchando.

      –Ese collar lleva muchos años en mi familia –dijo Maura–. Es lo único que me queda de ellos.

      –Pues gracias a Dios, porque, así, puedes pagar la enorme deuda que tienes con nosotros.

      –Señora Garbett –dijo Calum, con firmeza.

      –¿Qué, señor Garbett? –le espetó ella.

      No iba a servir de nada. Su esposa estaba enfurecida, Sorcha estaba llorando y la señora Cadell estaba intentando convencer a su marido de que volvieran a Inglaterra. Y todo aquello, delante del duque de Montrose, que permanecía estoico y en silencio.

      Qué estaría pensando de ellos. Seguramente, que eran un hatajo de pueblerinos. Él se sentía completamente mortificado por aquel espectáculo. Habría dado cualquier cosa por que terminara. Miró a su mujer y supo que, si no conseguía su venganza, no dejaría de quejarse en toda la vida. Le dijo a la doncella:

      –Ve a buscar el collar.

      –No –gritó Maura, frenética–. ¡No podéis quedároslo!

      Pero Hannah ya había salido corriendo de la habitación.

      Calum se estremeció y miró a Maura. Era obvio que aquello le causaba un gran dolor, porque se le habían llenado los ojos azules de lágrimas.

      –Me duele tener que decírtelo, pero será mejor que recojas tus cosas. Tienes que irte hasta que se haya celebrado la boda, ¿de acuerdo?

      –No va a haber ninguna boda –anunció Sorcha, entre lágrimas, y salió corriendo de la habitación, con la nariz enrojecida precediendo sus pasos.

      Maura se irguió lentamente y lo miró de un modo que hubiera aterrorizado a cualquier hombre. Después, se marchó.

      –Gracias a Dios –dijo la señora Cadell–. No debería tener a una mujer como esa en su casa, señor Garbett, si no le importa que se lo diga. Es una seductora.

      El cobarde de Adam asintió.

      Calum deseaba con todas sus fuerzas defender a Maura, pero se estaba jugando demasiado. Cuando se hubiera celebrado la boda, enviaría a alguien a buscarla y arreglaría las cosas con ella, y ella lo entendería todo.

      Maura salió de la casa aquella misma tarde.

      Por desgracia, la ruptura entre los Cadell y los Garbett no se resolvió con tanta facilidad, porque Sorcha y su madre se negaron a aceptar las disculpas de la familia de su prometido.

      Dos días después, Thomas Cadell y Calum Garbett se reunieron de nuevo con el duque de Montrose para ponerle al corriente de la situación con respecto a su empresa conjunta.

      –Si sigo adelante, mi esposa me cortará la cabeza –dijo Thomas.

      –Y, si yo sigo adelante, mi esposa me cortará los testículos –añadió Calum, con una expresión sombría.

      El duque de Montrose, que había permanecido en silencio durante toda la explicación, dijo, por fin:

      –Tal vez exista un modo de remediarlo. Conozco a todo un experto en resolver problemas.

      Calum y Thomas lo miraron con sumo interés.

      –¿Quién es? –preguntó Calum.

      –Se llama Nichol Bain –dijo el duque–. Es un hombre que tiene mucha experiencia en este tipo de problemas.

      Tomó una pluma, la mojó en el tintero y escribió el nombre y la dirección. Después, deslizó el papel hacia Calum.

      –Puede ser que no apruebe sus métodos, pero le agradará el resultado. Avíselo rápidamente si quiere su fundición, señor.

      Aquella misma noche, Calum envió un mensajero a Norwood Park, la dirección de Nichol Bain en Inglaterra.

      Capítulo 2

      El señor Nichol Bain esperaba que, cuando volvieran a encargarle la resolución de un problema, se tratase de un asunto que requiriera ingenio y discreción considerables. Una situación con consecuencias trascendentales, como el problema que había resuelto para el duque de Montrose hacía unos años. Justo en el momento en que el duque se postuló para ocupar un escaño en la Cámara de los Lores, empezó a correr el rumor de que había asesinado a su esposa. Eso sí que era un problema peliagudo.

      Se habría conformado, incluso, con el tipo de problema que había resuelto en nombre de Dunnan Cockburn, un hombre afable y heredero único de una dinastía escocesa del comercio del lino que, sin saber muy bien cómo, se había introducido en los círculos del juego y había caído en las garras de los prestamistas menos indicados de Londres. El patrimonio de Dunnan estaba jurídicamente vinculado a su apellido, lo cual significaba que no podía venderlo como quisiera, sino que la ley le obligaba a preservarlo para futuras generaciones. Con astucia, él se las había arreglado para encontrar un abogado que supo desvincular una pequeña parte de las tierras de los Dunnan del patrimonio para poder venderla y obtener la astronómica cifra de tres mil libras que permitieran pagar la deuda. Después, había tenido que utilizar toda su diplomacia para conseguir un compromiso por parte del ingenuo Dunnan y hacer un trato con algunos de los tipos más desagradables de Londres.

      Sin embargo, el problema con el señor Garbett y el señor Cadell no se parecía en nada a los dos anteriores. Lo habían llamado desde la mansión de los Garbett, que estaba cerca de Stirling, para solucionar una pelea entre jóvenes prometidos, algo que, en su opinión, deberían haber resuelto los adultos que había en la sala. Por desgracia, algunas veces la gente se dejaba llevar por las emociones en vez de razonar. El señor Garbett y el señor Cadell no necesitaban su ayuda. Lo que necesitaban era apartarse de sus alteradas esposas y pensar.

      Así pues, Nichol había aprovechado sus debilidades y había negociado el pago de unos honorarios muy altos a cambio de resolver aquel juego de niños en nombre de los dos inversores en la forja del hierro. Para él, la tarea era una diversión y una forma de mantener la mente ejercitada antes de abordar el siguiente encargo, en el que figuraban un rico comerciante galés y un barco desaparecido.

      En primer lugar, se reunió con Sorcha Garbett, que le pareció una muchacha tan inmadura como poco atractiva. Le pidió que le explicara por qué había roto su compromiso, a ser posible, sin lágrimas.

      La señorita Garbett estuvo media hora despotricando sobre lo mal que la había tratado siempre una tal señorita Maura Darby que, aparentemente, había sido expulsada de la casa de los Garbett y que, según Sorcha, llevaba años acosándola. Durante aquella diatriba de media hora, mencionó a su prometido de pasada, y lo describió como un hombre poco avispado que no entendía las estratagemas de las mujeres. Sin embargo, la señorita Darby era todo lo contrario.

      –La pupila de su padre parece una encantadora de serpientes –comentó él, aunque lo hizo para su propia diversión.

      –No es tan encantadora –respondió la señorita Garbett, con un gesto de desdén–. No es tan lista como piensa, ni es tan guapa.

      –Ah, ya entiendo. Bien, señorita Garbett, si me permite que se lo pregunte, ¿quiere usted al señor Cadell?

      Ella se puso el pañuelo encima de su considerable nariz y se encogió delicadamente de hombros.

      Él se agarró las manos a la espalda y fingió que examinaba una figurita de porcelana.

      –Entonces, ¿le atrae la idea de convertirse en señora de una gran casa?

      Ella alzó los ojos y lo miró.

      –He visto la casa que tienen los Cadell en Inglaterra, y puedo decir, sin dudarlo,