Julia London

Seducida por un escocés


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oferta.

      Pues bien, le había encontrado un pretendiente a su hija, pero ella lo iba a echar todo a perder y, además, con el apoyo de su madre. Y todo porque el joven con el que tenía que casarse se había enamorado de la bellísima y esquiva Maura Darby. Su pupila.

      Él había acogido a Maura en su hogar hacía doce años cuando el padre de la muchacha, su mejor y más antiguo amigo, había muerto. Maura se había quedado sola en el mundo, y él la había llevado a casa por generosidad y por decencia. Se había sentido feliz haciéndolo, en parte, porque la muchacha aportaba una buena cantidad de dinero y, además, su presencia no iba a afectarle en absoluto.

      Sin embargo, había subestimado el desaire que eso iba a suponer para Sorcha. Y, también para su esposa, que se había puesto en contra de la muchacha desde el primer día.

      Y aquel resentimiento había aumentado con el paso del tiempo. A medida que las niñas crecían, por mucho que hiciera su esposa por mejorar el aspecto de su hija, la pobre Sorcha tenía una nariz protuberante y los ojos torcidos, mientras que Maura se había convertido en una mujer muy bella, con el pelo negro como la tinta y los ojos azules como un cielo invernal. Y, cuanto más bella se volvía Maura, más intentaba su esposa alejarla de ellos. Al final, Sorcha había sido la primera en recibir una oferta de matrimonio, con ayuda de la señora Garbett, que había hecho prácticamente de todo, salvo encerrar a la pobre Maura.

      La muchacha lo había soportado todo sin quejarse. Él suponía que se había acostumbrado a llevar vestidos usados, a que le quitaran sus cosas y se las entregaran a Sorcha, un gatito cuando tenía trece años y un precioso manguito que le regaló una amiga por su vigésimo cumpleaños. Y eso eran solo las cosas que él sabía.

      Pero lo que había ocurrido durante los últimos quince días había convertido a Sorcha en una fiera. Era un desastre.

      Tenía entendido que una de las doncellas había visto cómo se besaban Maura y el prometido de su hija, el señor Adam Cadell. Como la sirvienta sabía que aquello era una afrenta imperdonable hacia su señora, había ido corriendo a decírselo al ama de llaves que, a su vez, se lo había dicho a su mujer, que había bajado las escaleras corriendo y gritando y había entrado al despacho, donde el padre de Adam, Thomas Cadell, y él, estaban cerrando el trato en presencia del duque de Montrose.

      La señora Garbett iba seguida por su hija, cuyos sollozos tenían el poder de aumentar el tamaño de su nariz. Y ambas iban seguidas por la madre del joven, la señora Cadell, que negaba que su hijo hubiera cometido ningún error. Y, por último, iba el señor Adam Cadell, que aducía que la mujer, Maura, que acababa de cumplir veinticuatro años, mientras que él solo tenía veinte, se había abalanzado sobre él, y que él no había sabido qué hacer.

      Aquel estúpido lascivo quería convencerlos a todos de que era un pobrecito muchacho al que habían acosado.

      Rápidamente, se había reunido un tribunal de tres hombres confusos en el salón: el duque de Montrose, Thomas Cadell y él mismo, Calum Garbett. Él ordenó que llevaran a su presencia a la sirvienta para que diera su versión de los hechos. También fue convocada Maura, la acusada, que permaneció cruzada de brazos y mirándolos a todos con una actitud desafiante.

      –Vi a la señorita Darby con la espalda apoyada en la pared mientras el señor Cadell la besaba –dijo la sirvienta, con los ojos clavados en el suelo.

      –Yo estoy seguro de que era al revés –dijo Adam, esperanzadamente.

      Calum miró a Maura.

      –¿Señorita Darby?

      –Fue exactamente como lo vio Hannah, señor, sí.

      A él no le parecía que Maura se hubiera abalanzado sobre Adam si estaba arrinconada contra la pared, pero ella acababa de confesar que lo había besado, y no sabía qué hacer.

      –Bueno, bueno –dijo, con inseguridad–. Tiene que prometer que no volverá a suceder.

      –¡Señor Garbett! –gritó su esposa, con histeria–. ¿Acaso no va a defender el honor de su hija?

      Dios Santo, ¿le estaba diciendo que retara en duelo al joven? Si había una muerte en su casa, sería un gran escándalo.

      –¡Papá –gritó su hija, de un modo estridente–. ¡No voy a casarme con él! ¡Lo odio! ¡Y odio a Maura! ¿Por qué tuviste que traerla a casa?

      Calum notó una tremenda opresión en el pecho. Empezó a picarle tanto la cabeza, que habría dado cualquier cosa por poder quitarse la peluca y rascarse para poder pensar con claridad. Si no había boda, no habría trato, y su fundición, que estaba destinada a ser una joya económica de Escocia, quebraría. Se puso en pie lentamente.

      –No nos apresuremos, querida.

      –¿Que no nos apresuremos? –gritó Sorcha–. ¡Es la segunda vez que besa a mi prometido!

      Ah, sí. La primera vez, Maura había dicho que el chico la había atrapado en el jardín, donde nadie podía verlos, y la había besado. Como era de esperar, el chico lo había negado rotundamente. Las dos familias se habían puesto de parte de él.

      –Yo no lo he besado –dijo Maura, con una calma sorprendente, teniendo en cuenta toda la histeria que flotaba en el ambiente–. Él me sorprendió en el pasillo y me besó, señor –añadió, y miró al estúpido joven–. Por favor, diga la verdad, señor Cadwell.

      –¡Cómo se atreve! –gritó la señora Cadwell–. ¡Parece que no conoce cuál es su sitio!

      Pero, entonces, se dio la vuelta, y le dio a su hijo tal golpe en la nuca con la palma de la mano que el joven dio dos pasos hacia delante.

      –¡Es una seductora, palabra! –exclamó Adam, frenéticamente, y miró a su alrededor con la esperanza de encontrar una cara comprensiva. No la encontró.

      –No quiero que Maura siga aquí, papá. ¡No quiero tenerla cerca! –insistió Sorcha.

      Calum miró a Thomas, que estaba tan confuso como él. Calum no sabía qué hacer con Maura. No podía meterla en un baúl y encerrarla para siempre en la buhardilla.

      –¡Señor Garbett! –exclamó su esposa–. ¡Tiene que mandarla lejos de aquí!

      –Está bien, está bien. Entiendo que hay sentimientos heridos –dijo con sequedad, e intentó pensar. ¿Su primo? Hacía muchos años que no veía a David Rumpkin. Vivía en la que había sido la casa solariega de su padre, cerca de Aberuthen. Era un viejo charlatán y nunca había conseguido ganarse la vida de un modo decente, pero él pensaba que sí estaría dispuesto a hospedar a Maura, a cambio de una cantidad de dinero, hasta que se solucionara aquella debacle.

      Se giró hacia Maura, que le devolvió la mirada con calma, casi como si estuviera retándolo a que creyera a aquel estúpido muchacho y la mandara lejos. Aquella expresión suya, tan fría, le produjo un escalofrío que le recorrió la espalda.

      –La mandaré con mi primo por el momento, ¿de acuerdo? –dijo, sin apartar los ojos de Maura–. Vive en Aberuthen, en una bonita casa cerca de un lago. ¿Te parece bien, Maura?

      Ella ni siquiera se movió. No dijo ni una palabra. Sin embargo, la injusticia irradiaba de ella en forma de un calor que los alcanzaba a todos.

      –Entonces, ¿la va a enviar a casa de su primo con todos los privilegios que ya le hemos concedido todos estos años? –preguntó su esposa, con indignación–. Ha destruido la felicidad de mi hija y, por eso, debe devolvernos toda la amabilidad con la que la hemos tratado.

      –Pues sí –dijo la señora Cadell, con un gesto de desdén–. Debería sufrir las consecuencias de seducir con sus encantos a un joven inocente.

      «Inocente, y un cuerno», pensó Calum.

      –¿Qué quiere, señora? –le preguntó a su esposa–. ¿Una libra de su carne? Porque no tiene ni un penique.

      En realidad, sí lo tenía, pero él no estaba dispuesto a