Julia London

Seducida por un escocés


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se mordió el labio y miró de nuevo su regazo.

      –Pero él quiere a Maura.

      –No –dijo Nichol. Se agachó junto a la muchacha, tomó una de sus manos y dijo, con la expresión grave, cuidadosamente–: Él no quiere a la señorita Darby.

      –¿Y cómo puede estar tan seguro? –preguntó ella, entre lágrimas.

      –Porque soy un hombre, y sé lo que piensa un hombre en los momentos de puro deseo. Ese muchacho no estaba pensando en el resto de su vida, créame. Cuando piensa en usted, piensa en la compatibilidad y en los muchos años de felicidad que tiene por delante en su vida conyugal con usted.

      Quizá estuviera exagerando un poco, pensó.

      La señorita Garbett hizo una mueca de desdén.

      –Está bien, supongo que podría darle otra oportunidad. Pero a Maura, ¡no! ¡Nunca más! Ni siquiera se moleste en pedírmelo.

      –No, no se lo pediría.

      –Bah, tendrá que hacerlo –dijo Sorcha–. Porque mi padre la quiere mucho, más que a mí.

      –Eso no es posible –respondió Nichol, para calmarla–. Tiene que creerme, señorita Garbett. Su padre quiere más la forja que a la señorita Darby. Y la quiere más a usted que a la forja.

      Ella se irguió en el asiento y, con un suspiro de cansancio, miró por la ventana.

      –¿La casa de los Cadell en Inglaterra es de verdad tan grande como un palacio?

      Problema resuelto. Nichol se puso de pie.

      –Más grande. Tiene dieciocho chimeneas en total.

      –Dieciocho –murmuró ella.

      Nichol se marchó a un pequeño despacho a hablar con el señor Adam Cadell. Aunque tenía veinte años, seguía siendo desgarbado, como si no hubiera dejado atrás el crecimiento de la adolescencia. Adam lo miró con cautela.

      –Bueno –dijo Nichol, y se acercó a un mueble para servirse un oporto. Sirvió una copa también para el muchacho.

      –Se ha metido en un buen lío, ¿eh?

      El joven tomó la copa de oporto y la apuró de un trago.

      –Sí –dijo, con la voz ronca.

      –Entonces, ¿quiere usted a la señorita Darby?

      El chico se ruborizó.

      –Por supuesto que no.

      «Claro que sí», pensó Nichol. Le dio un sorbito a su copa de oporto y preguntó:

      –A propósito, ¿la dote de la señorita Garbett es muy grande?

      –¿Por qué? –preguntó el joven. Al ver que Nichol no respondía, se tiró con nerviosismo del bajo del chaleco–. Bastante grande, sí –dijo al final.

      –¿Tan grande como para poder construirse una casa en la ciudad?

      –¿En Londres?

      –Sí, en Londres, si quiere. O en Edimburgo. O en Dublín –dijo Nichol, encogiéndose de hombros.

      El señor Cadell frunció la frente con un gesto de desconcierto.

      –¿Qué tiene que ver eso con esta boda?

      –A mí me parece obvio.

      El muchacho lo miró con confusión. Para él no había nada obvio, salvo su lujuria.

      –Si comprara una casa en una de esas ciudades… Sin duda, conocería a muchas debutantes bellas que estarían dispuestas a hacerse amigas de su esposa, ¿no?

      Adam Cadell siguió mirando fijamente a Nichol.

      –Cientos de ellas –añadió Nichol para darle más énfasis a sus argumentos.

      El joven se sentó en el sofá y se agarró las manos.

      –No lo entiendo.

      Nichol dejó la copa de oporto.

      –Lo que le sugiero, señor Cadell, es que se case con su heredera y se dedique a vivir la vida. Ella tendrá los hijos que desea, la casa que desea, los vestidos… Y usted tendrá la sociedad. Salvará el importante negocio de su padre y todo el mundo será feliz de nuevo.

      –Ah –dijo Adam Cadell, y asintió lentamente. Comenzaron a brillarle los ojos, pero el brillo desapareció–. Pero es que Sorcha no me va a aceptar si la pupila está por aquí.

      Así que la señorita Darby se había convertido en una mera pupila.

      –Ya no está aquí –dijo Nichol.

      –No, pero va a volver. El señor Garbett le tiene mucho afecto. No va a dejar que siga alejada de la casa. Ella seguirá siendo parte de esta familia.

      Nichol reflexionó.

      –Si la situación de la pupila cambiara, por supuesto, a otras circunstancias aprobadas por el señor Garbett, pero que la alejaran de esta casa, ¿podría usted encontrar la manera de disculparse adecuadamente ante su prometida?

      –Sí –dijo el joven, asintiendo con entusiasmo–. Por supuesto. Olvidaría por completo a la señorita Darby.

      –Pues, entonces, déjemelo a mí –dijo Nichol, y le tendió la mano.

      El señor Cadell se la estrechó con debilidad.

      –Gracias, señor Bain.

      Nichol se dio cuenta de que la solución iba a servir para dos problemas a la vez. Seguramente, aquella era la situación más fácil que se había encontrado en los últimos quince años.

      Salió de casa de los Garbett y fue a la posada en la que se estaba alojando, en Stirling. Escribió una carta a Dunnan Cockburn, su antiguo cliente, y alguien a quien podía considerar un amigo. En realidad, él no tenía amigos, porque nunca había permanecido mucho tiempo en ninguna parte. Además, había aprendido a muy temprana edad a callarse lo que pensaba para que nadie pudiera utilizar aquella información en su contra. Y, finalmente, había descubierto que la amistad se basaba en la capacidad de compartir sentimientos. Él no compartía los suyos y, por eso, tenía muy pocos amigos.

      Lord Norwood era uno de ellos. Había conocido al conde mientras trabajaba para el duque de Montrose. Norwood era el tío de la nueva lady Montrose, y se había quedado admirado, o se había divertido, con su forma de llevar el asunto entre el duque y su sobrina. Fuera cual fuera el motivo, había querido que él se mantuviera cerca y parecía que disfrutaba con su compañía, aunque, con frecuencia, le enviaba a ayudar a sus influyentes amigos.

      Nichol consideraba un amigo a Dunnan porque habían pasado mucho tiempo juntos. Dunnan estaba siempre dispuesto a agradar a los demás y tenía muy buen humor, a pesar de sus muchos problemas. Vivía en una gran finca con su madre viuda y, aunque había conseguido superar su problema con el juego, los dos habían decidido que tendría menos posibilidades de recaer si se casaba con la mujer adecuada, alguien que lo reconfortara y lo aconsejara con franqueza, y que lo mantuviera vigilado.

      –Vas a buscarte una esposa, ¿verdad? –le había preguntado Nichol la última vez que habían estado juntos.

      –Por supuesto, por supuesto –respondió Dunnan–. Es algo que tengo que hacer, está entre mis prioridades.

      Por desgracia, Dunnan aún no había encontrado a la candidata. Así pues, parecía un arreglo perfecto para todo el mundo, y él estaba seguro de que el señor Garbett lo aceptaría. La señorita Darby estaría bien cuidada y su marido iba a honrarla. La trataría muy bien y le daría afecto. Parecía que Dunnan estaba impaciente por casarse.

      Nichol le envió la carta y esperó dos días hasta que llegó la respuesta:

      Sí. Si tú me la recomiendas, Bain, me considero afortunado y le abriré mis