Julia London

Seducida por un escocés


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le había estado pesando mucho la distancia que había entre ellos. Quería mucho a Ivan. Su hermano vivía en la casa familiar, que no estaba lejos de Stirling; al menos, eso era lo que le había dicho en su última carta. Sin embargo, Ivan no había vuelto a responderle a las cartas que le había enviado aquellos últimos años.

      Él no estaba muy seguro del motivo, pero no iba a saberlo si no hablaba con su hermano. Para Ivan, aquello iba a ser todo un shock, puesto que hacía más de doce años que él se había marchado de casa. Aquello era otro asunto diferente, un asunto que no tenía una solución fácil. Pero, con respecto a Ivan, a Nichol sí le gustaría saber qué había sucedido.

      Tal vez ya fuera hora de ir a verlo.

      No obstante, lo primero era lo primero. Se arregló con ayuda de un muchacho a quien contrató como ayuda de cámara y se puso en marcha para explicarles al señor Garbett y al señor Cadell su plan para acabar con el desencuentro entre sus familias.

      Tal y como sospechaba, todo el mundo aceptó la propuesta con entusiasmo, salvo la señora Garbett, que no creía que la señorita Darby debiera tener un buen matrimonio. Pero, al enfrentarse a la posibilidad de que la pupila de su marido volviera con ellos, aceptó de mala gana lo que había propuesto Nichol.

      A finales de aquella semana, Nichol y Gavin, su nuevo mozo, se prepararon para hacer un viaje de varios días hasta una casa solariega que estaba cerca de Aberuthen, donde debían recoger a la señorita Darby.

      Llegaron a su destino al día siguiente. Estaba nevando suavemente, y el mozo iba temblando en la montura, aunque Nichol le había dado su manta para que se la echara sobre el abrigo.

      –Gavin, ¿cómo vas?

      –Bien, señor –respondió el chico.

      –Llegamos enseguida –le aseguró Nichol, mientras salían del pequeño pueblo de Aberuthen en dirección a la finca, siguiendo las indicaciones que le había dado Garbett.

      Esperaba que la casa fuera parecida a la de Garbett, pero se llevó una desagradable sorpresa al ver que era mucho más pequeña y que estaba muy descuidada, casi ruinosa. Tenía una sola torre en un extremo, cubierta de enredadera, y el resto era una construcción cuadrada como una caja. Solo salía humo de una de las cuatro chimeneas, y había varias ventanas cuyos cristales rotos habían sido reemplazados con tablones de madera.

      Gavin y él desmontaron y miraron hacia la casa. No salió nadie a recibirlos, y el mozo lo miró con expectación.

      –Voy a ver si puedo despertar a alguien –le dijo Nichol. Le entregó las riendas y señaló con un gesto de la cabeza el establo, que era otra construcción en mal estado–. Da de comer y beber a los caballos. También hay comida en la bolsa para ti, ¿de acuerdo? Come y entra en calor. En cuanto resuelva la situación aquí, nos marcharemos.

      Gavin asintió y se llevó a los caballos hacia el establo.

      Nichol se encaminó a la puerta y llamó tres veces. Nadie respondió. Casi había decidido que la casa estaba completamente vacía cuando oyó ruido. La puerta se abrió de repente y en el vano apareció un hombre sujetando un farol. Llevaba una bata y un camisón manchados de comida. Estaba muy obeso y tenía las piernas separadas, como si quisiera sostener todo su peso. No se había afeitado y tenía el pelo largo y sucio, flotando alrededor de la cabeza y los hombros. También tenía mucho pelo en las orejas.

      Nichol disimuló la sorpresa. Eran casi las dos de la tarde y parecía que aquel hombre acababa de levantarse.

      –¿Ha venido a buscar a la chica? –le preguntó con la voz enronquecida.

      –Sí, en efecto –respondió Nichol.

      El hombre extendió la mano con la palma hacia arriba.

      –Pues págueme primero.

      Diah… Parecía que el primo de Garbett era un zafio.

      –¿Podría entrar? Hace bastante frío.

      El hombre soltó un gruñido, retrocedió unos pasos y se inclinó con un gesto de burlona cortesía. Nichol entró a un vestíbulo lleno de capas, botas y montones de turba. El hombre cerró la puerta y caminó, arrastrando los pies, hacia el pasillo.

      Nichol lo siguió hacia una sala. Era un comedor repugnante. Había comida podrida y heces de perro por el suelo, y dos canes dormían junto a la chimenea. Uno de ellos se puso en pie y se acercó a olisquearlo. Después, volvió a su sitio.

      Nichol miró a su alrededor y preguntó:

      –¿Ha muerto su ama de llaves, señor Rumpkin?

      –Qué gracioso. ¿Lo ha enviado mi primo para entretenerme, o para pagarme por haber alojado a la bampot? –le preguntó el hombre.

      Nichol sacó una bolsa de monedas del bolsillo de su abrigo y se la entregó al hombre, que había vuelto a abrir la palma de la mano. El señor Rumpkin la abrió y comenzó a contar rápidamente. Mordió una de las monedas para asegurarse de que era de oro y, cuando quedó satisfecho, señaló unas escaleras que había al otro lado del pasillo.

      –Está allí arriba. Se ha atrincherado.

      Nichol no podía reprochárselo.

      –¿Cuánto lleva ahí?

      –Dos días –respondió Rumpkin. Nichol no respondió, a causa de la sorpresa, y Rumpkin alzó la vista–. ¡No me mire así! Le envié comida, pero no la tocó.

      Sin duda, la muchacha debía de temer que le contagiaran la peste. Nichol no podía creer que el señor Calum Garbett hubiera enviado a aquel infierno a su pupila. La conciencia le exigió que sacara de allí a la señorita Darby lo antes posible.

      –¿Qué habitación es?

      –La torre –dijo Rumpkin, con la voz ronca. Se sentó a la mesa, tomó una cuchara y siguió comiendo algo que había en un cuenco.

      Nichol se dio la vuelta para no tener arcadas. Salió al pasillo y subió las escaleras rápidamente. En el rellano vio una puerta cerrada, a la izquierda, junto a la que había una bandeja de comida intacta, cubierta con un trapo.

      Llamó con energía a la puerta, y dijo:

      –Señorita Darby, por favor, abra. Me llamo Nichol Bain y me ha enviado su benefactor, el señor Garbett.

      Pasó un instante hasta que empezó a oír algo de movimiento. Esperó que se abriera la puerta, pero se llevó un gran susto, porque algo parecido al cristal chocó violentamente contra el otro lado de la madera. ¿Acababa de arrojar algo la muchacha contra la puerta?

      Nichol volvió a llamar, con más suavidad en aquella ocasión.

      –Señorita Darby… por favor. El señor Garbett me ha enviado para hacerle una propuesta y creo que le va a gustar. Él quiere que salga usted de aquí cuanto antes. Por favor, abra la puerta.

      Silencio.

      Él apoyó las manos a ambos lados del marco. No había previsto que tuviera que convencerla para marcharse; por el contrario, había pensado que la muchacha saldría corriendo a la primera oportunidad.

      –Le prometo que lo que tengo que decirle será mejor que cualquier cosa que pueda encontrar aquí.

      Oyó que la señorita Darby arrastraba algo pesado por el suelo, como si estuviera poniendo un mueble contra la puerta.

      –Ya se lo advertí –dijo Rumpkin a su espalda. Nichol miró por encima de su hombro, hacia atrás. El señor Rumpkin había subido las escaleras con una botella de alcohol en la mano. Le dio un buen trago y añadió–: Es una fiera.

      Nichol se giró de nuevo hacia la puerta.

      –Ya es suficiente, señorita Darby, ¿de acuerdo? Su benefactor está deseando encontrar una solución para usted, y lo que ha planeado va a ser de su agrado. Pero tiene que abrir la puerta para poder escucharlo.

      Silencio.