Julia London

Seducida por un escocés


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me han tratado.

      –Yo…

      –Oh, ahora no me suelte una retahíla de tópicos, se lo ruego. Ya he oído bastantes durante estos últimos quince días, se lo aseguro. Además, sé lo que piensa, señor Bain: que no se puede negar el deseo a los hombres, o alguna tontería por el estilo.

      –Eso no es lo que…

      –Pero ¿qué ocurre con el deseo de una mujer? ¿Acaso yo no tengo nada que decir al respecto? ¿Tengo que someterme a él porque él no pueda controlarse? Intenté advertirles a la señora Garbett y a Sorcha cómo es, pero, en vez de agradecerme mi sinceridad, la señora Garbett me acusó de haberlo seducido. ¡No creería lo que me dijeron!

      –No tiene que…

      –¡Dijeron que yo tengo la costumbre de caminar, hablar y sonreír de un modo que atrae la atención masculina y que por eso me dejaban siempre en casa, porque no se puede confiar en mí! Le juro, señor Bain, que yo camino, hablo y sonrío del único modo que sé, y no es para llamar la atención de los hombres, es para ir de un sitio a otro.

      Él enarcó una ceja en silencio, sin saber si ya podía hablar o no.

      Pero parecía que aún no era su turno, porque la señorita Darby suspiró y siguió hablando.

      Nichol supuso que nunca había tenido la oportunidad de decirle a nadie todas aquellas cosas, y que sus sentimientos acerca de lo que había sucedido en Stirling se habían desbordado.

      –Y, si eso fuera todo, le doy mi palabra de que me conformaría, pero no es todo, no. Los Cadell se alojaron en casa del señor Garbett quince días, y no había forma de librarse del señor Cadell. Me perseguía a la menor oportunidad, aunque ya estaba prometido con Sorcha. La señora Garbett dice que lo seduje a propósito, y no solo me echaron de casa, sino que me quitaron lo único que me quedaba de mi familia. Yo les habría devuelto encantada todos los vestidos que me dieron ellas y me las habría arreglado con los dos trajes de muselina que me encargó el señor Garbett, pero ellas me quitaron el collar. Mi collar, mi herencia. ¡Lo único que me quedaba de mi familia! ¿No le parece increíble? Después de todos estos años tratando de permanecer en la sombra por el bien de Sorcha, ¡me quitan el collar!

      Nichol no había oído decir nada de ninguna joya.

      –¿Qué collar?

      –¡Mi collar, mi collar! –respondió ella, con impaciencia, como si ya se lo hubiera explicado–. Fue un regalo que le hizo el rey a mi bisabuela, que heredó mi madre y que, después, heredé yo. Es muy valioso, pero su mayor valor para mí es el sentimental. Es lo único que me quedaba de mi familia, lo único que me une a mi apellido.

      Nichol se estremeció por dentro. Entendía perfectamente lo que era el deseo de pertenecer a una familia, de tener un apellido. Entendía muy bien lo doloroso que era perder ese vínculo.

      –Es la primera vez que oigo hablar de un collar, señorita Darby. Si lo hubiera sabido, habría negociado su devolución.

      –Pues no lo habría conseguido. La maldad que hay en esa casa no sería comprensible para usted, señor Bain.

      –Por el contrario, comprendo muy bien lo que es la maldad.

      –No me tome el pelo, señor Bain. En este momento estoy de muy mal humor y, seguramente, me ofenderé. Ni siquiera puedo prometerle que no vaya a golpear algo con mucha fuerza.

      Lo decía tan en serio, que Nichol tuvo que contenerse para no sonreír.

      –Bueno, creo que me hago una idea de cuál es su estado de ánimo. Lo ha dejado usted bien claro. Y yo no voy a tomarle el pelo, señorita Darby. El señor Cadell es un cobarde y un canalla. Y cuando el deseo no es mutuo entre un hombre y una mujer, es vulgar e inútil.

      Ella pestañeó mientras le miraba los labios, como si no pudiera creer que él hubiera dicho de verdad aquellas palabras.

      –Por desgracia, lo que yo crea no sirve para cambiar su situación. Me he propuesto encontrar una solución que le convenga a usted. No al señor Garbett, sino a usted.

      Ella resopló con desdén y cabeceó. Apartó la mirada azul brillante de él, y Nichol lamentó que lo hiciera.

      –No hay ninguna solución que me convenga, señor Bain. ¡Ya se me ha acabado la paciencia! Me lo han quitado todo, no me han permitido llevarme nada. Fue una venganza. No les importó nada que yo me haya pasado todos estos años intentando ser agradable y permaneciendo en un segundo plano. Sorcha y su madre solo querían echarme la culpa de todo. ¿Qué habría tenido de malo que me trajera mis labores para poder bordar un poco? –preguntó, en un tono de ira–. Estaba a medio terminar y a ellas no les servía de nada. Bah, no me importa, señor Bain. Ya empezaré otra labor.

      Nichol miró a Gavin, que tenía una expresión de cautela, como si tuviera miedo de que ella lo incluyera en sus quejas. En realidad, su lista de quejas contra los Garbett continuó durante un cuarto de hora más. Pasado ese tiempo, la señorita Darby terminó de desahogarse o, al menos, se quedó agotada por el esfuerzo de enumerar todas las ofensas y conseguir que Dios y el mundo supieran todas las injusticias que se habían cometido contra ella.

      No volvió a hablar más hasta que Nichol le indicó a Gavin que debían parar a pasar la noche en el camino, puesto que no iban a llegar a la posada antes de que oscureciera. Recordó una zona resguardada del viento por la que habían pasado de camino a Aberuthen. Allí podrían acampar. Había un riachuelo para abrevar a los caballos.

      Había dejado de nevar, pero el cielo seguía muy cubierto. La señorita Darby bajó del caballo en cuanto Nichol lo detuvo, y desapareció entre los árboles del bosque. Gavin miró a Nichol con alarma, pero Nichol hizo un gesto negativo con la cabeza. ¿Qué iba a hacer, adentrarse en el bosque sin tener un sitio al que ir? La señorita Darby necesitaba un momento en privado, eso era todo.

      Nichol estaba quitándole la silla al caballo cuando ella volvió al pequeño claro. Miró confusa la montura, y dijo:

      –¿Qué está haciendo?

      –Vamos a acampar aquí para pasar la noche.

      –¿Aquí?

      –Sí, aquí. Es demasiado tarde para continuar, y no quiero correr el riesgo de que alguno de los caballos se haga daño.

      Ella miró a su alrededor.

      –¡Pero si estamos en medio de ninguna parte!

      –Bueno, no es cierto. Estamos entre Aberuthen y Crieff –dijo él, señalando hacia el sur–. Estamos a un día de camino de Stirling, señorita Darby. No es «ninguna parte», y es un buen lugar para que los caballos puedan beber.

      La señorita Darby se quedó mirándolo con la boca abierta. Después, miró a Gavin, que tenía la cabeza agachada.

      –¿Acaso mi reputación está ya tan manchada que no ha pensado en ella, señor? ¿Es que tengo que someterme a más humillaciones?

      –Mi intención es protegerla, señorita Darby, no perjudicarla. La necesidad exige un esfuerzo de adaptación. Dudo que nadie pensara mal de usted por haber tenido que dormir al raso en vez de hacerlo en una posada.

      Nichol desenrolló un colchoncillo y puso su manta sobre él. Hizo una reverencia y señaló presuntuosamente el lecho que acababa de preparar–. Puede disponer de esta cama.

      La señorita Darby elevó la barbilla y se envolvió con fuerza en su capa.

      –Esto no es ninguna cama –dijo.

      –Estoy seguro de que podrá soportarlo.

      –Claro que podré, señor Bain. He soportado cosas peores.

      Entonces, hizo un movimiento dramático con la capa y se dejó caer sobre el camastro. Se colocó de costado y le dio la espalda.

      Nichol la miró. Realmente, era muy bella. Tenía el pelo negro y los ojos muy azules. Además, tenía un cuerpo exuberante