disciplinó a su antiguo mentor con dos adustos correazos que provocaron la expulsión inmediata de la espontánea, tanto de la sala como del círculo de amigos de Most.
En cuanto a Berkman, salió de la cárcel con las mismas ideas que tenía antes de entrar, sólo que ahora más desarrolladas. De los medios propuestos por la propaganda para la revuelta permanente ya había ensayado con el puñal, el fusil y la dinamita, pero aún quedaban la palabra y el escrito, armas que esgrimió con el mismo coraje y mucha más eficacia durante el resto de su vida.
Si alguna vez existió un anarquista impecable, un ácrata como Dios manda, éste fue Berkman.
Marc Viaplana
Nota del traductor
Y le echó Yahveh Dios del jardín del Edén para que labrase el suelo de donde había sido tomado. Y habiendo expulsado al hombre puso delante del jardín del Edén querubines y la llama de espada vibrante para guardar el camino del árbol de la vida.
Gen 3:23-24
No se conoce que Alexander Berkman dejase embarazada a ninguna criada en San Petersburgo. Tampoco sus padres, que ya habían fallecido, le obligaron a emprender el largo viaje. Pero al igual que Karl Rossmann, el desaparecido de Kafka en América, Alexander Berkman partió rumbo a Estados Unidos y encontró que las puertas de la libertad estaban custodiadas por una diosa que, en lugar de una antorcha, empuñaba una espada. Consagró su vida entera a arrebatársela, en Estados Unidos, Rusia, Alemania o Francia, dondequiera que los guardianes de la ley y el orden se sirvieran de la promesa de libertad para perpetuar la opresión de la clase obrera, cuya existencia no se solía cuestionar entonces. Sin embargo, cuando se trató de matar, le tembló el pulso y no dio en el blanco.
Berkman pisó suelo americano por vez primera en 1887. Contaba entonces diecisiete años y huía de una vida sin esperanza en Rusia, donde había sido expulsado del instituto por hacer gala de unas precoces y peligrosas inclinaciones anarquistas, lo que le cerraba las puertas de la universidad. Como muchos jóvenes idealistas rusos de aquellos años imaginó que Estados Unidos, la tierra de la revolución y de la república en la que cada cual podía perseguir su felicidad, era poco menos que la tierra prometida y ese fue el destino que tomó. Le esperaba un país sumido en una grave crisis social y económica, en el que el poder de las corporaciones dominaba la estructura política y los trabajadores, mal organizados, apenas si podían hacer frente a los desmanes del poder establecido, en resumidas cuentas, una situación parecida a la de la Europa que había dejado atrás, si no fuera porque en Estados Unidos la conciencia de clase aún parecía dormir el sueño de los justos. Berkman se propuso despertarla de un balazo contra una de las cabezas visibles de la hidra, pero marró el tiro y dio con sus huesos en un penal de Pittsburgh. Fue condenado a veintidós años de prisión de los que, a la postre, cumpliría catorce.
Recuento del descenso a los infiernos cotidianos de un penal estadounidense a caballo entre los siglos diecinueve y veinte, Memorias de un anarquista en prisión es también la memoria de una metamorfosis, de la descomposición y reconfiguración en el tracto digestivo de la institución penitenciaria y, merced al trato con los demás presos, del discurso político de su héroe. En este sentido, las memorias de Berkman, disfrazadas de apasionante relato de la supervivencia y la lucha por la libertad en una región en la que sólo la muerte parece jugar con cartas ganadoras, se estructuran siguiendo de cerca el modelo de la romántica novela de formación. Alexander Berkman, joven inexperto en los menesteres de la vida y en el arte de las armas, alcanza la madurez política al experimentar la contradicción entre sus ideales y la realidad, tal y como ésta se le presenta en la cárcel. Su anarquismo de corte idealista y que bebe de las fuentes del mesianismo judío comparte con éste último la promesa de la disolución de unos vínculos antiguos que perderían todo su sentido en el contexto de la libertad mesiánica, esto es, la utopía anarquista de un mundo sin explotación económica propiciada por un estallido de violencia y desorden que debería poner fin a toda violencia. Sin embargo, Berkman conoce en la cárcel un mundo muy distinto del que había frecuentado en los círculos anarquistas judíos de Nueva York y emprende un camino sin retorno hacia lo real, en el que el amor homosexual, que antaño condenaba, jugará una baza no venial, que le permitirá despojarse del velo mesiánico para contemplar un mundo que vive sin que la redención revolucionaria le aguarde a la vuelta de la esquina, un mundo en el que el lumpen y el hampa se confunden inextricablemente en los talleres y las galerías de la prisión.
En Memorias de un anarquista en prisión desfilan como en sordina los grandes acontecimientos del cambio de siglo. Los fusilamientos de Montjuic en 1897, la guerra de Cuba, el asesinato del presidente estadounidense McKinley y el de Humberto I de Saboya en Italia a manos de sendos anarquistas, o la revolución rusa de 1905, todo cae en el saco roto del penal. Berkman conoce los hechos, su amiga y camarada Emma Goldman le mantiene al corriente de cuanto sucede en el ancho mundo, pero el preso se sabe lejos de la historia, arrinconado en un desván de vileza y violencia, custodiado por unos guardas y oficiales que engrasan la maquinaria abyecta de la casa de los muertos.
Estas memorias son tanto un acto de justicia como una demostración por la vía de la experiencia del cambio obrado en la conciencia política de su protagonista. Publicadas en 1912, seis años después de su puesta en libertad, reconstruyen la experiencia de unos horrores que parecen consustanciales a la institución penitenciaria y el relato de un aprendizaje de la vida más acá del ideal que la desfigura. Alexander Berkman sobrevivió a su particular descenso ad inferos para legarnos el testimonio de un tiempo de promesas que muy pronto mudaría su piel de serpiente. En una de sus imágenes más bellas y terribles, nuestro héroe, exhausto que no hambriento tras catorce años de prisión, da cuenta del ramo de flores que Emma Goldman le entrega en el momento de su reencuentro. Perplejo ante la belleza que se le ofrece opta por comérsela y así, en el recuerdo de aquel instante, nos brinda con un gesto que se abre como una boca sin conciencia una imagen posible de la experiencia del abismo que separa a la vida del sepulcro de los vivos.
Albert Fuentes
Primera parte.
El despertar y su tributo
1. La llamada de Homestead
I
Cada detalle de aquel día me quedó nítidamente grabado en la memoria. Es el 6 de julio de 1892. Estamos —Fedya y yo— tranquilamente instalados en la parte trasera de nuestro pequeño apartamento cuando de repente entra la Muchacha.1 Sus pasos, ya de por sí rápidos y enérgicos, suenan más decididos que de costumbre. Al volverme hacia ella, me sorprende el brillo peculiar de sus ojos y sus colores subidos.
—¿Lo has leído? —grita, enarbolando un periódico medio abierto.
—¿De qué se trata?
—Homestead. Han tiroteado a los huelguistas. Los Pinkerton2 han matado a mujeres y niños.
Habla deprisa y con la voz entrecortada. Sus palabras suenan como el lamento de un animal herido, su voz melodiosa no puede ocultar la aspereza de su amargura, la amargura de una agonía desesperada.
Le arranco el periódico de las manos. Mi emoción va en aumento a medida que me adentro en el vívido relato del espantoso combate, la huelga de Homestead o, mejor dicho, el cierre patronal. El relato describe el complot por parte de la compañía Carnegie para aplastar a la Asociación Reunida de los Trabajadores del Hierro y el Acero; la designación, con ese propósito, de Henry Clay Frick, cuya hostilidad hacia el proletariado es implacable; sus preparativos militares en secreto cuando fingía proseguir las negociaciones con la Asociación; la fortificación de las acerías de Homestead; la construcción de una empalizada rematada con alambre de púa y provista de aspilleras para los francotiradores; la contratación de un ejército de matones de la Pinkerton; el intento de introducirlos a hurtadillas en Homestead a altas horas de la noche; y finalmente la terrible matanza.
Le doy el periódico a Fedya. La Muchacha me mira. Permanecemos sentados en silencio, cada uno absorto en sus propios pensamientos. Sólo de vez en cuando intercambiamos alguna palabra o una mirada expresiva,