Berkman Alexander

Memorias de un anarquista en prisión


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me arrebata un año, y me obliga a relacionarme con los «niños» que en clase mirábamos por encima del hombro con indisimulado desdén. Me siento deshonrado, humillado.

      *

      Así se encadenan las visiones, los recuerdos, mientras las horas interminables se arrastran hasta el atardecer y el reloj de la estación murmura como una anciana sin fin.

      III

      Por fin, ya está. «¡Pasajeros al tren!»

      La máquina se impulsa a toda velocidad, aproximándome cada vez más a mi destino. El revisor anuncia las estaciones arrastrando las palabras, mis sentidos apenas si obtienen una impresión de este ruidoso ir y venir. Pese a que veo y oigo cada detalle de cuanto sucede a mi alrededor, todo me resulta completamente ajeno. Más rápida que el tren, mi fantasía vuela como si pasase revista a un panorama de vívidas escenas que, aunque carezcan de una conexión orgánica entre ellas, están íntimamente relacionadas en mis reflexiones sobre el pasado. Pero... ¡qué distinto es el presente! Avanzo a toda velocidad hacia Pittsburgh, al mismo corazón de la lucha industrial de América. ¡América! Me recreo sorprendido en el sonido impronunciado. ¿Por qué en América? Y de nuevo se despliegan ante mí las imágenes de escenas pasadas.

      Paseo por el jardín de nuestra bien provista casa de campo, en un barrio residencial de moda, en San Petersburgo, donde mi familia suele pasar los meses de verano. Cuando entro en el porche, el doctor Smeonov, el célebre médico del lugar, sale de la casa y con un gesto me indica que me acerque.

      —Alexander Ossipovitch —se dirige a mí con sus distinguidos modales—, su madre está muy enferma. ¿Está usted solo con ella?

      —Tenemos criados, y dos enfermeras están de guardia —le respondo.

      —Desde luego, desde luego —las comisuras de sus labios delicadamente cincelados esbozan la sombra de una sonrisa—. Me refiero a la familia.

      —¡Oh, sí! Estoy solo con mi madre.

      —Su madre está muy inquieta hoy, Alexander Ossipovitch. ¿Podría pasar la noche cuidando de ella?

      —Sin duda, sin duda —asiento de inmediato, extrañado por la insólita petición. Madre se encuentra cada día mejor, eso me aseguran las enfermeras. Mi presencia junto a su cabecera puede resultarle molesta. Nuestras relaciones han sido tirantes desde el día en que, presa de un arrebato de ira, le dio un bofetón a Rose, nuestra nueva criada, motivo por el que me mostré en desacuerdo con el derecho de madre de infligir castigos corporales a los criados. Puedo verla ahora, erguida y altiva, mirándome desde el otro extremo de la mesa, con los ojos encendidos de indignación.

      —No te olvides de que le estás hablando a tu madre, Al-ex-an-der —pronuncia el nombre en cuatro sílabas distintas, como es su costumbre cuando está enfadada conmigo.

      —No tienes ningún derecho a pegar a la muchacha —le replico, con actitud desafiante.

      —Lo estás olvidando. El trato que dé a los sirvientes no es asunto tuyo.

      No puedo reprimir la incisiva respuesta que me viene a los labios:

      —La humilde criada es tan buena como tú.

      Veo los dedos largos y delgados de madre apresar el pesado cucharón y al momento un agudo dolor atraviesa mi mano izquierda. Nuestros ojos se encuentran. Su brazo está inmóvil, su mirada fija en la mancha de sangre que se extiende en el mantel blanco. El cucharón cae de su mano. Cierra los ojos, y su cuerpo se hunde inerte en la silla.

      Ira y humillación sofocan mi primer impulso de correr en su ayuda. Sin pronunciar palabra, cojo el pesado salero y lo arrojo con todas mis fuerzas contra el espejo francés. Al oír el estallido del cristal, madre abre los ojos sorprendida. Me levanto y salgo de casa.

      El corazón me late desbocado cuando entro en la habitación donde madre pasa la enfermedad. Temo que se moleste por mi intromisión: la sombra del pasado nos separa. Pero yace tranquila en la cama, y parece que no ha reparado en mi entrada. Me siento a la cabecera. Pasa largo tiempo en silencio. Madre parece estar dormida. Oscurece en la habitación, y me arrellano en la silla para pasar la noche. De pronto oigo decir «¡Sasha!» con una voz débil y evanescente. Me inclino hacia ella. «Un vaso de agua.» Cuando le acerco el vaso a los labios, aparta imperceptiblemente la cara y dice con la voz muy queda: «Agua fría, por favor.» Me dispongo a salir de la habitación. «¡Sasha!», oigo a mis espaldas, y de puntillas me vuelvo hacia la cama y pongo mi cara muy cerca de la suya para poder discernir sus tenues palabras. «Ayúdame a girarme hacia la pared.» Con ternura abrazo su cuerpo débil y consumido y me subyuga un deseo abrumador de rozar su mano con mis labios y de rodillas implorar su perdón. Me siento tan cerca de ella, mi corazón rebosa de compasión y amor. Pero no me atrevo a besarla; nos hemos convertido en extraños. Lleno de afecto la sostengo entre mis brazos durante la sombra de un instante, temiendo que sospeche la tormenta de emociones que se abate dentro de mí. Acariciante, la vuelvo hacia la pared y, mientras me aparto lentamente, siento que algo misterioso, aunque definido, siento que algo ha abandonado su cuerpo en ese mismo instante.

      Al cabo de unos minutos, regreso con el vaso de agua fría. Se lo acerco a los labios pero parece no percibir mi presencia. «No puede haberse dormido tan deprisa», me digo sorprendido. «¡Madre!», la llamo con dulzura. No hay respuesta. «¡Mamaíta! ¡Mamotchka!» No parece oírme. «Querida, ¡Golubchik!», exclamo, en un repentino paroxismo de terror, apretando mis labios calientes sobre su rostro. Entonces siento un brazo sobre mi hombro y oigo la mesurada voz del doctor: «Muchacho, tienes que sobreponerte. Tu madre ya descansa.»

      IV

      —¡Despierta, muchacho! ¿Por qué suspiras?

      Sorprendido me doy la vuelta para toparme con la cara tosca, aunque no del todo desagradable, de un jornalero moreno que ocupa el asiento detrás de mí.

      —¡Oh! No es nada. Sólo estaba soñando —respondo. Sin deseos de alentar la conversación, finjo que estoy totalmente enfrascado en un libro.