Sólo ellos cuentan. Los demás son parásitos que no tienen ningún derecho a existir. Pero la tierra pertenece al Pueblo —por derecho, aunque no de hecho—. Para conseguir que lo sea también de hecho, cualquier medio es justificable, mejor dicho, aconsejable, incluso si ello exige eliminar vidas. La cuestión acerca del bien moral a menudo perturbaba los círculos que solía frecuentar. Siempre tomé partido por la opinión extrema. Cuanto más radical sea el tratamiento, sostenía, tanto más rápida será la cura. La sociedad es un paciente enfermo, tanto constitucional como funcionalmente. El tratamiento quirúrgico es a menudo imperativo. El derrocamiento de un tirano no resulta simplemente justificable, sino que es la obligación más alta de cualquier revolucionario
auténtico. La vida humana es, desde luego, sagrada e inviolable. Pero la muerte de un tirano, de un enemigo del Pueblo, no debe ser considerada en absoluto como la supresión de una vida. Un revolucionario preferiría perecer mil veces a ser culpable de lo que se entiende de ordinario como un asesinato. En verdad, asesinato y Attentat3 se me antojan términos opuestos. Eliminar a un tirano equivale a un acto de liberación y a dar vida y oportunidades a los oprimidos. Cierto es que la causa a menudo empuja al revolucionario a cometer actos desagradables. Pero es el lance de honor de un verdadero revolucionario —mejor dicho, su orgullo— saber sacrificar cualquier sentimiento simplemente humano en cuanto oye la llamada de la causa del pueblo. Si ésta le exige su propia vida, tanto mejor.
¿Puede haber algo más noble que morir por una causa grande, sublime? Pero si la vida de un verdadero revolucionario no tiene otro objetivo, otro sentido, en realidad, que sacrificarla en el altar del pueblo bienamado. ¿Y existe algo en la vida más alto que ser un verdadero revolucionario? Un revolucionario es un hombre, un hombre completo. Un ser que no posee ni intereses personales ni deseos más allá de las necesidades de la causa; que se ha emancipado de ser simplemente humano y se ha elevado por encima de ello, hasta la altura de una convicción que no deja lugar a dudas ni arrepentimiento; en pocas palabras, un ser que en lo más profundo de su alma se siente revolucionario primero y humano después.
Siento que soy un revolucionario de esta especie. De hecho, mucho más si cabe que los radicales extremistas de mi propio círculo. Mi mente regresa a un incidente característico relacionado con el poeta Edelstadt. Ocurrió en Nueva York, alrededor de 1890. Edelstadt, el alma más delicada que haya existido, era amado por todos y cada uno de los integrantes de nuestro círculo, los Pioneros de la Libertad, la primera organización anarquista judía fundada en tierras americanas. Una tarde los amigos más íntimos de Edelstadt se reunieron para estudiar algunas posibilidades de ayudar al poeta enfermo. Se resolvió enviar a nuestro camarada a Denver y alguien sugirió que a tal efecto tomásemos el dinero necesario del fondo para la revolución. Me opuse. Aunque era un amigo personal de Edelstadt, y su antiguo compañero de habitación, no podía permitir, sostenía entonces, que los fondos que pertenecían al movimiento fuesen destinados a fines privados, con independencia de su bondad o incluso necesidad. Mi parecer les mereció la más firme repulsa, pero salí al quite con este desafío:
—¿Pretendéis ayudar a Edelstadt, el hombre y el poeta, o a Edelstadt el revolucionario? ¿Lo consideráis un revolucionario verdadero? Su poesía es hermosa, desde luego, y acaso pueda resultar de algún valor propagandístico. Ayudad a nuestro amigo con vuestros fondos privados, si es vuestro deseo, pero sólo podemos destinar dinero del movimiento a actividades revolucionarias directas.
—¿Afirmas, pues, que el poeta significa menos para ti que el revolucionario? —me preguntó Tijon, un joven estudiante de medicina, a quien habíamos dado en broma el mote de «Lingg», por su muy lograda imitación del aspecto físico del célebre revolucionario.
—En primer lugar soy revolucionario. Luego, hombre —repuse convencido.
—O eres un bellaco o un héroe —me espetó.
«Lingg» tenía toda la razón. No podía conocerme. Pese a su imitación del mártir de Chicago, a su mentalidad burguesa mis palabras debieron sonarle como más propias de un bellaco. Bien, llegará el día en que «Lingg» sepa quién soy de los dos, si el bellaco o el revolucionario. No considero el término «héroe» porque pese a que el tipo de revolucionario que soy pueda ser conocido popularmente como tal, esta palabra nada significa para mí. Simplemente indica un revolucionario que cumple con su obligación. En ello no hay heroísmo: es lo que un revolucionario debe hacer, ni más ni menos. Rajmetov hizo más, demasiado, de hecho. Pese a la gran admiración que profeso por Chernishevski, quien tuvo una influencia tan poderosa en la juventud de mi tiempo, no puedo eliminar cierto resquicio de resentimiento porque el autor de ¿Qué hacer? representó a su archi-revolucionario Rajmetov sometido a un sistema de incalificables torturas autoinfligidas a fin de prepararse para futuras exigencias. Era un signo de debilidad. ¿Acaso los revolucionarios necesitan prepararse, acerar los nervios y curtir el cuerpo? Esta alusión a la desnuda arcilla humana del revolucionario se me antoja casi como un insulto personal.
No, el revolucionario consumado no necesita semejantes preparativos que terminan por hacerle dudar de sí mismo. Porque sé que yo no los necesito. Por extraño que parezca, esta impresión es bastante impersonal. Sí, mi propia individualidad queda íntegramente postergada, es más, no existe personalidad que valga cuando lo que está en juego es la causa. Soy simplemente un revolucionario, un terrorista por convicción, un instrumento para impulsar la causa de la humanidad; en pocas palabras, un Rajmetov. En efecto, adoptaré este nombre en cuanto llegue a Pittsburgh.
*
El agudo chirrido de la locomotora me despierta de un sobresalto. Mi primer pensamiento es para mi cartera, que contiene importantes direcciones de algunos camaradas de Allegheny que estaba intentando memorizar cuando debí de quedarme dormido. ¡La cartera ha desaparecido! Por un instante el terror se apodera de mí. ¿Qué pasará si la he perdido? De repente mi pie roza algo blando. La recojo del suelo y descubro con inmenso alivio que todo su contenido está a salvo: las valiosas direcciones, una pequeña litografía de Frick aparecida en un periódico, y un billete de un dólar. La alegría de haber recuperado la cartera no se ve ensombrecida ni un ápice por la escasez de mis fondos. El dólar me bastará para una habitación de hotel la primera noche, y a la mañana iré a ver a Nold o Bauer. Me conseguirán un lugar donde alojarme uno o dos días. «No me quedaré allí mucho tiempo», pienso para mis adentros, con una sonrisa.
Estamos llegando a Washington D.C. El tren hará un alto en la ciudad de seis horas. Maldigo la estupidez del retraso: seguro que está ocurriendo algo en Pittsburgh o en Homestead. Además, no hay tiempo que perder. Hay que dar un golpe significativo antes de que decaiga la indignación de la opinión pública por las atrocidades de la Carnegie Company, por la brutalidad de Frick.
Y sin embargo toda esta irritación se desvanece para mi sorpresa al recibir mis ojos el saludo de una bella imagen cuando me apeo del tren. Ha salido el sol, es una enorme bola de un rojo profundo que vierte un torrente de oro sobre el Capitolio. La cúpula asoma majestuosa su orgullosa cabeza por encima de la mole de piedra y mármol. Como una criatura viviente, la luz palpita y tiembla apasionada antes de besar la cúspide más alta, prendiéndola con un brillo cegador, y luego extendiéndose en un abrazo que desciende y se relaja por los hombros del imponente gigante. Las olas de ambarino entrelazan sus costados con tiernas caricias, para luego precipitarse a izquierda y derecha, a lo alto y a lo ancho, y centellean sobre los árboles señoriales, coquetean con ramas y hojas, y finalmente se abaten sobre la anchurosa avenida, no sin volverse cada vez más doradas y prolijas al dispersarse. Y el gigante con una cúpula por cabeza, los árboles señoriales y la anchurosa avenida se estremecen con un éxtasis recién alumbrado, la naturaleza entera exhala el suspiro satisfecho del gozo y se arrima al dorado dador de vida.
En este instante percibo, tal vez como nunca antes, la gran alegría, la incomparable dicha, de la existencia. Pero en un santiamén cambia la imagen. Ante mis ojos se presenta el río Monongahela, que lleva gabarras atestadas de hombres armados. Y oigo un disparo. Un muchacho cae en el muelle. La sangre mana a borbotones del centro de su frente. El agujero abierto por la bala se abre como un negro bostezo en el rostro carmesí. Gritos y llantos retumban en mis oídos. Veo hombres que corren hacia el río y mujeres postradas al lado del muerto.
La horrible visión reaviva