Berkman Alexander

Memorias de un anarquista en prisión


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      —¡O’Donnell!, ¡O’Donnell! —se reclama desde varios puntos hasta que el grito se funde en un formidable coro—. ¡O’Donnell!

      Veo que el líder popular de la huelga se encarama con agilidad al estrado. El silencio se hace en la asamblea.

      —¡Compañeros! —comienza con un estilo halagador y fluido—, hemos cosechado una victoria magnífica y noble contra la Compañía. Hemos echado a los Pinkertons de nuestra ciudad...

      —¡Al cuerno con los asesinos!

      —¡Silencio! ¡Orden!

      —Habéis logrado una gran victoria —continúa O’Donnell—, una victoria magnífica, crucial, como nunca la habíamos conocido en la historia de la lucha de los obreros por unas condiciones me­jores.

      Una estruendosa ovación interrumpe al orador. —Pero —continúa— debéis demostrar al mundo que además de vuestros derechos también queréis salvaguardar la paz y el orden. Los Pinkertons eran unos invasores. Defendimos nuestras casas y los expulsamos con toda la razón. Pero sois ciudadanos sujetos a las leyes. Respetáis la ley y la autoridad del Estado. La opinión pública os respetará en vuestra lucha si actuáis correctamente. ¡Ha llegado la hora, amigos! —levanta la voz con entusiasmo incipiente—. ¡Ha llegado la hora! Dad la bienvenida a los soldados. No los envía aquel hombre, Frick. Son la milicia del pueblo. Son nuestros amigos. ¡Démosles la bienvenida como amigos!

      Aplausos, mezclados con gritos de impaciencia y reproche, reciben la exhortación. Se levantan los brazos en una airada discusión, el gentío se mueve hacia delante y hacia atrás, y se divide en varios grupos exaltados. Pronto aparece un hombre negro alto en el estrado. Su voz estentórea arrastra poco a poco la asamblea hacia delante. Lentamente amaina el tumulto.

      —¡No creáis ni una palabra, muchachos! —el orador señala con el dedo al público, como si quisiera recalcar así su advertencia—. No creáis que los soldados vienen como amigos. Palabras amables las suyas, señor O’Donnell. Nos costarán caras. Recordad lo que os digo, compañeros. Los soldados no son nuestros amigos, sé de qué estoy hablando. Vienen hacia aquí porque el maldito asesino Frick así lo quiere.

      —¡Aquí! ¡Aquí!

      —¡Sí! —prosigue el hombre alto, su voz tiembla de emoción—, puedo deciros cómo fueron las cosas. Este sinvergüenza de Sheriff reclamó las tropas al gobernador, y el maldito Frick pagó al Sheriff para que lo hiciera, ¡yo os lo digo!

      —¡Sí! ¡No! ¡Sí! —arrecia el clamor, pero oigo la voz del orador levantarse por encima del barullo: —Sí, lo sobornó. Todos sabéis quién es este Sheriff cobarde. No permitáis que lleguen los soldados, os lo digo. Primero vendrán ellos, luego los esquiroles. ¿Es eso lo que queréis?

      —¡No! ¡No! —ruge la multitud.

      —Bien, si no queréis a los malditos rompehuelgas, no permitáis que entren los soldados, ¿entendido? Si no lo conseguís, os echarán de las casas que habéis pagado con vuestra sangre. A vosotros, a vuestras mujeres y a vuestros hijos, os echarán a todos. No van a dejar ni rastro de vosotros —el orador señala con el dedo las fundiciones—. Eso es lo que harán, si no vigiláis. Hemos sudado y sangrado en estas fundiciones, en ellas han matado y mutilado a nuestros compañeros, hemos hecho rica a la maldita Compañía, y ahora nos mandan a los soldados para que nos tiroteen como intentaron hacer los matones de Pinkerton. ¿Y queréis dar la bienvenida a los asesinos? ¿Seguro? No permitáis que entren, ¡os lo advierto!

      El orador abandona el estrado entre voces y gritos.

      —¡McLuckie! ¡Recto McLuckie! —se oye decir a alguien desde un extremo del gentío y, como un solo hombre, la multitud recoge el grito: —¡Recto McLuckie!

      Estoy ansioso por ver al popular burgomaestre de Homestead, también él un empleado mal pagado de la Carnegie Company. Un huesudo trabajador de aspecto bondadoso se abre paso con los codos hasta el estrado y los hombres se hacen a un lado con gestos de asentimiento y sonrisas cordiales.

      —No traigo preparado ningún discurso —empieza el burgomaestre con la voz entrecortada—, pero quiero deciros que no sé cómo vais a luchar contra los soldados. Hay mucha verdad en lo que el compañero acaba de deciros, pero si os paráis a pensarlo, hay un detalle que olvidó mencionaros: el cómo. ¿Cómo conseguirá hacerlo? ¿Cómo conseguirá impedir que entren los soldados? Eso es lo que me gustaría saber. Me temo que no es buena idea dejarlos pasar. Quizá los esquiroles vengan escondidos detrás de los soldados. Pero aun así tampoco es una buena idea impedir que pasen. No puedes enfrentarte a ellos: no son Pinkertons. Y no podemos luchar contra el gobierno de Pensilvania. Es posible que el gobernador no envíe la milicia. Pero si lo hace, reconozco que lo mejor será no enemistarnos con ellos. Creo que es nuestra única salida. No tengo nada más que decir.

      La reunión se dispersa, abatida, descorazonada.

      3. El espíritu de Pittsburgh

      I

      Pittsburgh, el corazón del industrialismo americano, cuyo espíritu forja la vida de la gran nación. El espíritu de Pittsburgh, ¡la ciudad de hierro! Fríos como el acero, duros como el hierro son sus productos. Ésta es la tónica de la gran República, que subyuga los demás acordes y sacrifica la armonía en el altar del ruido, la belleza en el altar de las cantidades. Su antorcha de la libertad es el fuego de un horno industrial que todo lo consume, destruye y devasta. Un horno que se extiende por todo el país, en el que los huesos y el tuétano de los productores, los miembros y los cuerpos, la salud y la sangre son fraguados en acero Bessemer, convertidos en rollos de planchas de blindaje, transformados en motores asesinos que deberán consagrarse al dios Dinero por sus sumos sacerdotes, los Carnegie y los Fricks.

      El espíritu de la ciudad de hierro define las negociaciones entabladas entre la Compañía Carnegie y los hombres de Homestead. Henry Clay Frick, en posesión de un control absoluto sobre la compañía, encarna el espíritu del horno, es el emblema viviente de sus negocios. La rama de olivo que ofrecieron los trabajadores tras su victoria frente a los Pinkertons ha sido rechazada. El ultimátum planteado por Frick es la última palabra del César: el sindicato de los trabajadores del acero tiene que ser aplastado, completa y absolutamente, incluso a expensas del derramamiento de la sangre del último hombre de Homestead; la compañía sólo tratará con los trabajadores individualmente y éstos tendrán que aceptar los términos del acuerdo que se les proponga sin discusión ni preguntas. Frick mantendrá abiertas las fundiciones con trabajadores ajenos al sindicato, incluso si ello exige sumar la fuerza militar del Estado a la de la nación para llevar a cabo su plan. Los trabajadores de las fundiciones que desobedezcan la orden de volver a sus empleos bajo el nuevo programa de salarios rebajados serán despedidos inmediatamente y desahuciados de las casas de la Compañía.

      II

      En un oscuro callejón de la ciudad de Homestead hay una casa de madera de un solo piso de aspecto viejo y triste. En ella vive la viuda de Johnson con sus cuatro hijos pequeños. Hace seis meses, la rotura de una grúa enterró a su marido bajo doscientas toneladas de metal. Cuando le llevaron el cuerpo a casa, la mujer, trastornada, se negó a reconocer a su grande y fuerte «Jack» en los restos destrozados. Durante varias semanas se oyó en el barrio su grito extraviado: «¡Mi marido! ¿Dónde