Berkman Alexander

Memorias de un anarquista en prisión


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tan cerca de sus almas, de aquellos hombres y mujeres. Adorados y misteriosos hombres de mi juventud, que dejaron atrás hogares ricos y sus privilegios de clase para ir «con el pueblo», ser uno con el pueblo, pese al desdén de quienes les fueron queridos, pese a ser perseguidos y ridiculizados incluso por los ignorantes objetos de su gran sacrificio.

      Estaba sobrecogido. El tono de mi madre, la insólita presencia en casa de mi adinerado tío Nathan, la espantosa palabra palátch; tenía que haber ocurrido algo horroroso. Salí del pasillo de puntillas y corrí hacia mi habitación. Temblaba de miedo. Me tiré en la cama. ¿Qué ha hecho el palátch? dije entre lamentos. «Tu hermano», eso dijo mamá a nuestro tío. Se refería a su propio hermano, el benjamín, a mi tío favorito, Maxim. ¡Ay! ¿Qué le ha pasado? Mi excitada imaginación se figuró las peores visiones. Ahí estaba la poderosa figura del gigantesco palátch, su brazo derecho desnudo hasta el hombro, en su mano el hacha suspendida. Pude ver el resplandor del acero afilado en su pausado descenso, de una lentitud torturadora, mientras mi corazón dejaba de latir y mis ojos afiebrados se fijaban como hechizados en los resplandecientes tizones de la cabeza del palátch. De repente, los ojos fulmíneos se fundieron en una enorme y llameante bola roja; la figura del espantoso cíclope con su único ojo ganó altura, y se estiró, cada vez más alta, y en todas partes estaba el gigante —estaba a todos mis lados— y entonces un repentino destello de acero, y vi cómo sostenía una cabeza con su mano monstruosa, cortada de cuajo, cuyos ojos se abrían y cerraban sin cesar, de cuya boca, orejas y garganta manaba una sangre de color rojo oscuro. Había algo mortalmente familiar en aquel rostro, de frente despejada y blanca y boca expresiva, tan dulce y triste. «¡Ay, Maxim, Maxim!», grité, aterrorizado. Y en ese mismo instante se adueñó de mí un torrente de odio mortal hacia el palátch, y con la cabeza agachada me lancé contra el monstruo de un solo ojo. Estaba cada vez más cerca... un impulso más y ya el violento impacto de mi cuerpo le golpeaba justo en el centro. Y se derrumbó hacia delante, a plomo, justo enfrente de mí, y sentí que su pavoroso peso me aplastaba los brazos, el pecho, la cabeza...

      —¡Sasha, Sashenka! ¿Qué te ocurre, Golubchik?

      —Reconocí la voz dulce y tierna de mi madre, que llegaba desde muy lejos y sonaba extraña, antes de acercarse y volverse más reconfortante. Abrí los ojos. Madre está arrodillada al pie de la cama, sus hermosos ojos negros están llenos de lágrimas. Me colma de besos rostro y manos, mientras me suplica, apasionadamente:

      —Golubchik, ¿qué te ocurre?

      —Mamá, ¿qué le ha pasado al tío Maxim? —pregunto, mirando fijamente su rostro mientras contengo el aliento.

      El cambio repentino de su gesto me hiela el corazón. Palidece como un fantasma, enormes gotas de sudor perlan su frente, y sus ojos, llenos de miedo, se abren redondos y grandes. «¡Mamá!», grito, abrazándola. Sus labios se mueven, y siento en la mejilla su cálido aliento; pero sin pronunciar una palabra rompe a llorar violentamente.

      —¿Quién... te lo dijo? ¿Lo... sabes? —susurra entre sollozos.

      *

      Un paño mortuorio parece haber caído sobre nuestra casa. El silencio es asfixiante. Todos caminamos en zapatillas, y el piano está cerrado. Sólo intercambiamos monosílabos en voz baja durante las comidas. La silla de mamá está vacía. Está muy enferma, nos dice la enfermera. Es mejor que nadie la vea.

      La situación me desconcierta. Sigo preguntándome qué le ha pasado a Maxim. Mi visión del palátch, ¿fue un presentimiento o bien el eco de una tragedia cumplida? Me siento vagamente culpable de la enfermedad de mamá. La impresión que le causó mi pregunta acaso esté en el origen de su estado. Y aun así tiene que haber algo más, me digo, intentando convencer a mi espíritu atribulado. Una tarde, al encontrarme de muy buen humor a mi hermano mayor Maxim, que lleva el nombre del hermano favorito de madre, decido llamarle a un lado y adoptando con atrevimiento una actitud cómplice, le pregunto:

      —Dime, Maximushka, ¿qué es un nihilista?

      *

      No estoy para cuando pasan lista el primer día de clase. El director me hace llamar para que dé una explicación. Expongo que no asistí porque en casa tengo un tutor privado judío y que, de todos modos, no creo en la religión. El remilgado director parece presa de un horror indescriptible.

      —Joven —se dirige a mí con la voz gutural que afecta para las ocasiones solemnes—, dígame joven, ¿cuándo, si me permite la pregunta, alcanzó tan profunda convicción?

      Su actitud me desconcierta, pero el sarcasmo de sus palabras y el tono ofensivo despiertan mi resentimiento. Sin pensarlo dos veces, con tono desafiante, desvelo mi preciado secreto: —Desde que escribí mi trabajo «Dios no existe» —contesto, guardándome la satisfacción para mis adentros. Pero me doy cuenta inmediatamente de lo imprudente de mi confesión. Tengo una sensación fugaz de los problemas que se avecinan, en el colegio y en casa. Y sin embargo siento en cierto modo que he actuado como un hombre. El tío Maxim, el nihilista, en mi lugar hubiese obrado igual que yo. Sé que es conocido por su franqueza inflexible, y le quiero por su atrevimiento y honestidad.

      —¡Oh, qué interesante! —oigo decir, como sumido en un sueño, a la desagradable voz gutural del director—. ¿Cuándo lo escribió?

      —Hace tres años.

      —¿Qué edad tenía entonces?

      —Doce años.

      —¿Conserva el trabajo?

      —Sí.

      —¿Dónde?

      —En casa.

      —Entréguemelo mañana, sin falta. No se olvide.

      Su voz se vuelve más dura. Sus palabras caen en mis oídos con el áspero sonido metálico del piano de mi hermana durante aquella velada musical cuando, con ánimos traviesos, escondí un trozo de tubería de gas en el instrumento, que habían afinado para la ocasión.

      —Hasta mañana, entonces. Puede retirarse.

      El consejo escolar, reunido en cónclave, lee el trabajo. Mi disquisición