Francisco Campos Coello

Plácido


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—se dicen los habitantes—. ¿Habrá cesado ya el peligro? ¿Podremos contemplar aun el sol de mañana?

      ¡Error! La noche está, sombría y terrible: una lluvia empieza a caer; pero no es el agua que se necesita para refrescar las baldosas que arden bajo los pies de los fugitivos: es ceniza que se precipita sobre la ciudad y comienza a llenar las calles y las plazas, y cual marea creciente amenaza sumergirla.

      Entonces no hubo gritos: el exceso del terror apagó la voz en aquellos seres desgraciados. Un silencio de muerte sucedió a tanto tumulto.

      Y la ceniza continuaba cayendo y la terrible marea aumentaba. Ya los habitantes no pueden andar; la escoria del volcán llega a sus rodillas; sube aún: sólo los bustos aparecen; sube más todavía: ahóganse sin poder respirar aquel aire impregnado de betún y de miasmas volcánicos; y la marea sigue.

      Pocos instantes después, llega a la altura de un hombre. Algunos escalan las paredes de los edificios; los más agitan sólo sus brazos por encima de sus cabezas: más tarde, la ceniza invade todos aquellos lugares de salvación.

      Ya, nada aparece; la soledad, el silencio, la tumba.

      ¿Quién podrá referir las desgarradoras escenas que tuvieron lugar debajo de aquella ceniza? ¿Quién podrá concebir aquellos estremecimientos, aquella agonía espantosa? Nadie.

      La ceniza ha cubierto, cual inmenso sudario, aquel gigantesco cadáver; y el Vesubio, cuya ira se ha calmado, contempla tranquilo todo aquel trastorno. El cielo se despeja; las nubes huyen ante un sol radiante que envía sus rayos sobre aquella vasta tumba: la alegría y la vida encima; la agonía y la muerte debajo…

      Pompeya ha desaparecido...

      El jefe de aquella escuadra se llamaba Plinio. De pie, con los brazos cruzados, la mirada fija sobre la costa que se estremecía a cada instante como un ser vivo que agoniza, dominado por la emoción, luchaba en silencio entre el deseo y el terror. Quería contemplar más de cerca ese horroroso cataclismo; pero temía al mismo tiempo verse envuelto en aquel torbellino de lava y de humo.

      Venció el deseo de ver y estudiar el imponente fenómeno, y levantando su voz, exclamó:

      —¿Qué vais a hacer? —preguntó un joven que estaba al lado de Plinio.

      —Lo habéis oído, Plácido: acercarme a la costa para estudiar mejor el efecto. Si vos queréis acompañarme, subiremos juntos hasta el cráter.

      —Os acompañaré si tal es vuestro deseo; pero me parece una locura lo que intentáis.

      —¡Locura, Plácido! ¡Locura, cuando puede la ciencia adelantar un paso más! El hombre que estudia los fenómenos de la naturaleza no trepida jamás, no se detiene ante ningún obstáculo.

      Y repitió:

      —¡Levad anclas! ¡Cortad los cables!

      Ante una orden tan extraña, los marineros aterrados, no sabían qué hacer.

      Hubo por un momento el peligro de una insurrección.

      Pero la voz vibrante de Plinio se oyó de nuevo.

      —¿Vaciláis? —dijo—; pues os aseguro que al primer hombre que resista le mataré.

      Ante aquel hombre, cuyas órdenes habían sido siempre obedecidas, los marineros callaron.

      Pocos instantes después, los remos cortaban las aguas del golfo, acercando la nave al horrible teatro donde ocurrían escenas tan espantosas.

      Plácido permanecía al lado de Plinio.

      Hace diez y seis años vomitó por vez primera sus torrentes de lava abrasadora; hoy lanza sus fuegos con más vigor, con más furia. ¿Qué habrá sido de Herculano, de Stabia y de Pompeya? Tal vez han desaparecido bajo una capa de ardiente escoria».

      La nave se acercaba velozmente; dos empujes más la pusieron tan próxima a la costa, que de un salto se podía llegar a tierra.

      Los marinos se detuvieron jadeantes; estaban inundados de sudor.

      Plinio y Plácido se prepararon para lanzarse a la costa.

      —Espera —dijo el primero—. He pensado mejor; veo un peligro cierto en esta exploración, y no quiero exponerte. Quédate en la nave y espérame.

      —Imposible —respondió Plácido—; si vos vais, yo iré; si vos morís, yo moriré.

      —Y yo no quiero que mueras; te suplico que permanezcas aquí hasta mi vuelta.

      —Y yo os suplico que me permitáis acompañaros.

      Plinio miró fijamente al joven.

      —Oye, Plácido —añadió—; aquí hay un peligro real y terrible: la muerte se cierne bajo esta ceniza; este país está maldito; quien huella esta costa, anda sobre un abismo. Siempre he tenido por ti el cariño de un padre; obedéceme, pues, ahora, como siempre me has obedecido; es la última y mayor prueba que puedes darme de tu respeto filial.

      —Os obedeceré —contestó Plácido, enjugando sus ojos húmedos de llanto—. Pero ¿no será mejor abandonar vuestra temeraria empresa? Volvamos a las otras naves; vuestra vida es preciosa a la humanidad; no la expongáis al furor del volcán.

      —Sirvo a los hombres en la empresa que acometo. No creas que es una insensata curiosidad la que me arrastra; hay algo más noble en mi obra. Si salvo, ya verás el bien que reportará al mundo lo que tú llamas locura. Pero déjame aprovechar de estos momentos de calma.

      Tendió su mano al joven, que la estrechó con efusión, y rápido, de un salto, se halló en tierra.

      Ninguno de los tripulantes se atrevió a seguirle.

      Plinio se volvió, hizo una última seña de amistad al joven que de pie le contemplaba con angustia, y continuó su marcha en dirección al volcán. Poco después desapareció detrás de una colina.

      Pasó algún tiempo. Plácido permanecía inmóvil, mirando fijamente el extremo de aquella colina, espiando el momento en que viera regresar a su anciano amigo.

      Más tarde, la tierra se estremeció de nuevo: el volcán gimió sordamente, y de su cráter volvió a precipitarse un torrente de materias igníferas. El aire abrasador ahogaba a los marinos, quienes, lanzando gritos de espanto, sordos a las súplicas de Plácido, empezaron a alejarse de la costa a fuerza de remos. El agua hervía bajo la nave que se separaba, mientras Plácido miraba con desesperación aquella tierra fatal, donde quedaba su amigo abandonado de los hombres. Lágrimas, súplicas, promesas, todo fue inútil ante aquellos marinos aterrados que triplicaban sus fuerzas para ponerse fuera del alcance del terrible volcán.

      Plácido cayó de rodillas: lágrimas de dolor brotaron abundantes de sus ojos, sollozos desgarradores salieron de su pecho.

      Poco después, la nave encontró a los otros trirremes, y juntos bogaron hacia la alta mar.

      16. Antigua capital de la región italiana de Campania, cuya capital en la actualidad es Nápoles.

      17.