Francisco Campos Coello

Plácido


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huésped: tiempo es ya de buscar un esposo para Velleda; pronto tendrá diez y nueve primaveras, y es preciso que escoja al que ha de ser el compañero de su vida. Esta noche se reunirán en mi cabaña todos los jóvenes que aspiren a su mano: vos, que sois su salvador, no dejareis de concurrir. Según nuestros ritos, la persona a quien hará beber la mitad del agua contenida en una copa que ella llevará, será su esposo. Así se hace la elección en nuestra tribu. Aunque Velleda os ha de invitar a asistir a la elección de su esposo, he querido hacerlo yo también».

      A estas palabras me puse tan pálido como el sudario de un cadáver. El corazón me latió tan fuertemente que temí se rompieran todas las arterias de mi pecho. Sin contestar al anciano caí vacilante sobre una piedra, con la cabeza entre mis manos.

      Y lloré.

      Sí, lloré lágrimas amargas y dolorosas; lloré como una mujer; lloré como un niño. Lloré con la angustia del condenado a morir; lloré con la desesperación del dolor agudo y cruel. Me parecía oír la fatal palabra; me parecía ver ya la copa en los labios de otro ser que no fuera yo. Habría querido entonces ahogar entre mis brazos a todos los hombres de la tierra, para no verme en la duda de una elección que me haría feliz o desgraciado para siempre.

      Y las horas pasaban, y Velleda no venía. Estaba resuelto a hablar antes con ella, a decirle cuanto pudiera sugerirme de tierno y dulce mi ardiente corazón; a asegurarle que la elección de otro hombre era mi sentencia de muerte.

      Pero Velleda no vino.

      Y la noche sí.

      Sonó la hora. Lentamente fue llenándose la choza del anciano de apuestos jóvenes, que aspiraban a la mano de la hermosa Velleda. Yo entré también y me senté en lo más oculto del hogar. Allí, solo con mi angustia, esperaba la hora solemne en que debía comenzar mi infortunio o mi felicidad.

      Los bardos prepararon sus instrumentos para entonar cánticos en honor del esposo elegido.

      Vino el instante. Velleda se adelantó, vacilante y sonrojada, llevando en su mano la copa simbólica. En el centro de la sala apuró lentamente la mitad del cristalino licor.

      Y se detuvo.

      Todas las respiraciones se hallaban suspendidas. La joven paseó su mirada por la numerosa asamblea. Durante ese instante, que fue un siglo para mí, el corazón dejó de latir dentro de mi pecho.

      De repente avanzó la joven. Parecía que buscaba con la vista algún objeto. Me vio entonces; y acercándose rápida en la dirección en que yo me encontraba, se detuvo delante de mí y poniendo la copa entre mis manos, me dijo:

      —¿Querrá el noble extranjero unir su suerte a la de una pobre mujer que le amará siempre?

      Lancé un grito de júbilo, y caí de rodillas.

      La multitud aplaudió estrepitosamente.

      Entonces un bardo entonó el siguiente canto:

      «¡Viva siempre la dichosa pareja! ¡Que su felicidad sea eterna! ¡Que jamás la tristeza y el dolor se sienten en el umbral de su cabaña! ¡Que sus hijos sean dignos descendientes de la noble Galia, héroes intrépidos, y que ejerzan siempre la hospitalidad! ¡Que los dos esposos vean, antes de morir, a los hijos de sus hijos, llenos de vida y de salud, jugar con la frámea y el escudo de su abuelo!»

      Y el coro repitió:

      «¡Así sea!»

      El gran sacrificador se acercó a mí para llenar el rito religioso.

      —¿Creéis en la inmortalidad del alma?

      —Creo —respondí.

      Los druidas aprobaron mi respuesta.

      —¿Juráis amar a vuestra esposa?

      —Velleda será la estrella de mi vida: a su dulce resplandor, ¿quién buscará la sombra? La amaré con todas las fuerzas de mi alma. Si ella muere, yo moriré.

      Entonces el gran sacrificador, de pie, pronunció solemnemente estas palabras, mientras ponía la mano de Velleda en las mías:

      «Uníos, pues, en nombre de Thor, que es la fuerza; en nombre de Teutátes, que es la dulzura. Vivid siempre felices durante todos los días de vuestra vida».

      «¡Gloria a la Galia poderosa! Honor a Dis, primer rey y padre de nuestros padres. Magog fue el segundo, fundó Rhotomagus (Rouen), Noviomagus (Noyon) y Nomagus (Nevers.) Sarron fue el tercero; Dryus el cuarto; Bardo, padre de la música y poesía, el quinto. A Bardo sucedió Lenco, fundador de Lutecia, cuyo sucesor fue Celta, padre de los celtiberos. Vienen después los nombres de Sicambro, que dio su nombre a un gran pueblo; Teuto, de donde trae su origen la nación teutónica; Cimbrio, padre de los cimbrios. ¿Sabéis lo que han hecho nuestros padres? Oídlo. Nuestros padres descubrieron la Celtiberia; atravesaron los Alpes, y poblaron Saturnia (Italia). Ellos recibieron la visita de los Argonautas, a su regreso de Colchos; fueron a Asia, cuando Nabucodonosor mandaba en Babilonia, y fundaron la ciudad de Mediolanum Insubriae. Nuestros padres atraviesan el Po sobre barcas de mimbre; llegan a la Etruria, arrojan de allí a los habitantes, y se establecen. Nuestros padres entran en la soberbia Latium, y se apoderan de todos sus tesoros. Nuestros padres hacen irrupción en la Jonia, y dominan en Efeso».

      La voz calló.

      Poco después continuó dulce y armoniosa:

      «Los galos han ejercido siempre la hospitalidad. ¡Oh joven!, si por la tarde encuentras un viajero extraviado, arrójate a sus pies, para obtener la visita con preferencia de tus hermanos. Hazle preparar por tus hijas el baño que quita el cansancio. Deja abierta tu puerta durante la noche, para que el caminante encuentre un abrigo donde reposar su cabeza; y cuando le hayas oído, levántate, y caliéntale con las pieles de bisonte y de ovejas. No tendrás otros templos para adorar al Eterno, sino el silencio de las florestas: penetrarás bajo la bóveda santa como un esclavo, los brazos cargados de cadenas en señal de humildad. Si tu pie desliza y caes, no te levantes; arrástrate hasta que te halles fuera del bosque sagrado. Adorarás a los dioses, y no harás jamás daño a ninguno de tus hermanos».

      El canto terminó con estas palabras.

      Durante este canto, Velleda y yo habíamos caído de rodillas sobre el pavimento cubierto de odoríferas flores.

      La ceremonia había concluido. Siguieron danzas galas, que durante toda la noche entonaron himnos guerreros...

      El padre de Velleda me hizo don de una cabaña nueva, construida a la margen del Duria, y durante mucho tiempo fui el afortunado esposo de Velleda.

      Una tarde, después de puesto el sol, nos hallábamos sentados en el umbral de nuestra choza.

      —¿Y dónde está Massalia?

      —Massalia es una gran ciudad que se encuentra a la orilla del mar. De allí pasaremos a Roma; allí verás suntuosos palacios, ricos templos, maravillosos jardines: te haré ver el mundo y después regresaremos a nuestra Galia, que es mi patria por ser la tuya.

      —¿No amas, pues, ya nuestra choza y familia? ¿Deseas abandonar la nación y raza de mis abuelos? Sea; yo te seguiré: cualquier lugar del mundo que escojas para tu residencia, será bello para mí.

      —Te engañas, Velleda. Deseaba solamente hacerte conocer la hermosa Italia: mi ánimo era regresar, para vivir y morir entre los tuyos: si algo ha podido entristecerte mi proposición, no hablemos más de esto.

      —Un deseo tuyo es una orden para mí… ¡Partamos!

      —¿Irás contenta?