después, estábamos en Massalia.
En aquella ciudad existía un hombre llamado Lázaro. Lanzado de su patria en un buque sin velamen y sin remos, con sus dos hermanas, atravesó el mar de una manera misteriosa, y después de una navegación terrible, arribó al puerto de Massalia. En Judea había predicado la doctrina del Nazareno, crucificado algunos años antes, y a consecuencia de esta predicación fue arrojado de su país. A su arribo a Massalia continuó su obra, buscando prosélitos para su nueva secta.
Su vida ejemplar, la pureza de la doctrina que enseñaba, y la relación misteriosa que hacía de su resurrección, verificada en virtud de la palabra omnipotente de Jesús, hacía que le siguieran millares de hombres. Refería que habiendo muerto fue sepultado en una gruta de piedra: tres días después, y a las súplicas de Marta y María sus hermanas, Jesús se acercó al sepulcro; le hizo abrir delante de inmenso pueblo: el cadáver apareció putrefacto a la vista del asombrado gentío: Jesús habló, y el muerto, libre de sus ligaduras, se levantó y echó a andar. Esta historia prodigiosa era atestiguada por infinitos testigos de vista, y el héroe de ella debía inspirar naturalmente una gran curiosidad. Así, Lázaro gozaba en Massalia de una inmensa reputación. Yo le vi; su voz hizo en mí una profunda impresión: la verdad estaba en sus labios; aquel hombre no podía mentir.
Velleda le oyó también: volvió a oírle; y poco a poco la nueva doctrina fue dominando en su corazón. Su grande alma absorbía lentamente el perfume purísimo que emanaba de la doctrina del Crucificado; y un día se acercó a mí y me dijo:
—Calpurnio, amigo mío; yo soy cristiana, y quiero bautizarme.
Me quedé aterrado. La nueva doctrina me agradaba: encontraba lógica en su ley, pureza en su moral, santidad en sus principios; pero había estallado entonces una horrible persecución contra esa secta naciente. Nerón61 mandaba el mundo, y había jurado hacer desaparecer la doctrina del Crucificado. Cada día aumentaba el número de víctimas en todas las ciudades del imperio. Velleda cristiana, era perdida.
Por eso temí. Lágrimas abundantes derramé a sus pies, para separarla de un camino que la llevaba a la muerte. Todo fue inútil. Velleda fue bautizada, y cinco meses después, murió mártir de su nueva fe.
Cuantos esfuerzos son posibles al hombre acá en la tierra, hice para salvarla. Marché a Roma; hablé al emperador; ofrecí llevarla al extremo del mundo y vivir allí separado del resto de los hombres. ¡Súplica inútil!
—¡Que abjure y se salvará! —fue su última resolución. Entonces me dirigí a ella: penetré en el oscuro calabozo; le recordé mi amor, su padre anciano que la esperaba para cerrar sus ojos, nuestra choza, oculta por los árboles a la margen del Duria, su tribu, sus recuerdos, su pasado. Inflexible a mis lágrimas, a mis suspiros y a mis súplicas, sólo contestaba:
—Moriré antes que abjurar. ¿Cómo queréis, amigo mío, que, habiendo encontrado la luz, cierre los ojos para no verla? He hallado lo que buscaba; el amor de Jesús es sobre todo amor, y bien grande cosa debe ser cuando a la vista de tus lágrimas no vacilo.
Y arrodillándose dulcemente, añadió:
—¡Oh, Señor Jesús! Tú que del fondo de la Galia pagana me has traído en virtud de tu misericordia infinita a conocer la verdad que predicaste en Oriente, oye mi súplica postrera y suprema. Mi esposo idolatrado ha sido mi compañero en la tierra; haz que lo sea en el cielo. Que sus ojos se abran a la luz; ¡que su claro entendimiento encuentre la fuente de verdad! Te lo pido, oh, Señor, por tu santa Madre, cuyo nombre sagrado me fue puesto en el bautismo. ¿Me oirás, Señor?
Y quedó un momento en muda contemplación.
Pocos instantes después, se levantó. Su mirada estaba radiante: en su rostro había una dicha inmensa.
—¡Calpurnio! —me dijo—, déjame morir. Más tarde bendecirás mi martirio: Jesús me ha oído; tu alma ciega, verá; tu corazón lleno de duda, creerá; y entonces el porvenir aparecerá para ti esplendente de luz.
Murió Velleda con la tranquilidad de una conciencia pura, con la fe y la esperanza del que verdaderamente cree y espera.
—Poco me resta que contaros —continuó Calpurnio—. Desde aquella época me establecí en esta ciudad, donde he vivido aislado del bullicio y sumergido en el dolor. Hoy os he reunido, amigos míos, os he referido la historia de Velleda, cuya muerte dejó huérfana a mi alma y un vacío inmenso en mi corazón. Cuando os separéis de mí, acordaos de este día, y pensad alguna vez en vuestro antiguo amigo. Mañana parto a Oriente. Esta es la última vez que estaremos juntos.
Triste fue la impresión que produjo en los amigos de Calpurnio la relación de esta historia. Tirsis, la hermosa griega, enjugó las lágrimas que inundaban su rostro.
—Gracias por esas lágrimas, ¡oh, amiga mía! —dijo Calpurnio—; las lágrimas que la amistad vierte son el rocío suave que mitiga el dolor. Pero yo no deseo veros tristes; si mi alma está llena de angustia y aflicción no es justo que vosotros, para quienes el camino de la vida está sembrado de rosas, lloréis también. ¡Gozad y sed felices! ¡Que mi morada no sea una sombría tumba para vosotros! ¡Esclavos! Haced circular de nuevo el licor perfumado y embriagador; ¡que una música suave nos regale con sus dulces armonías! ¡Cantad, bella Tirsis! El canto alegra el corazón, y es un bálsamo para las dolencias del alma.
En este momento un esclavo africano se presentó en el umbral del triclinium.
—Noble Calpurnio —dijo inclinándose respetuosamente—, una dama velada desea hablaros a solas; espera que no os neguéis a esto, porque asegura ser de la mayor importancia lo que tiene que deciros.
—Id, Calpurnio —dijeron a una voz todos los convidados—, una hermosa dama nunca debe esperar. Pero no os tardéis mucho: pues mañana ya no os veremos, hoy debéis estar todo el día con los amigos que os aprecian.
—Vuelvo al instante —dijo Calpurnio, y salió del triclinium.
Apenas Calpurnio había desaparecido, cuando una conmoción súbita estremeció el palacio. Las macizas paredes del aposento vacilaron un instante, como si estuvieran ebrias, y los vasos de oro chocaron, produciendo un sonido argentino. Los convidados se levantaron pálidos y sobresaltados.
—¿Qué ocurre? —preguntó uno de los que, habiendo apurado excesivamente el falerno, vagaba hacía tiempo en las regiones superiores.
Nadie contestó. Los nobles romanos, de pie, trémulos, no osaban articular palabra. Parecía que la muerte había pasado por aquella sala, paralizando con su soplo el movimiento y la respiración. Eran estatuas.
Entonces ocurrió una cosa espantosa. La ciudad de Pompeya apareció iluminada súbitamente: el cielo tomó un color rojizo, y las nubes que vagaban en el espacio se empurpurecieron arrojando sobre la tierra un resplandor siniestro. El Vesubio abrió su cráter, y comenzó a arrojar torrentes inflamados que descendían por sus flancos, impetuosos, devoradores, asolando la campiña e incendiando la vecina pradera, que en pocos instantes se convirtió en un mar de fuego.
Las piedras incandescentes subían en gran número, cual meteoros brillantes, a una altura prodigiosa, y caían en forma de ardiente granizo sobre la angustiada población. Un clamor inmenso se elevó del seno de la ciudad, y los habitantes atribulados corrían en desorden en todas direcciones, lanzando gritos desgarradores dominados por un vértigo espantoso.
¡Horrible espectáculo! Veíanse jóvenes robustos sosteniendo el vacilante paso de sus ancianos padres; mujeres en la flor de sus años, suelta al viento la flotante cabellera, la vista extraviada, llevando de la mano a tiernos e inocentes niños.
¡Desventurados! ¿A dónde irán? Por todas partes les cierra el paso la ardiente lava; por todas partes aparece el espectro amenazador del volcán, dominando a la ciudad que ha resuelto destrozar.
Por último, la montaña lanza su último gemido; se levanta en los aires una columna