Francisco Campos Coello

Plácido


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sus cabezas en forma de corona.

      El sacrificio había concluido, y yo iba a regresar con las mismas precauciones para evitar se me viera, cuando una mano de hierro se posó en mi hombro, con tanta fuerza que me hizo caer de rodillas.

      Delante de mí se encontraba un galo, dominándome con su elevada estatura y su mirada irritada. Una enorme frámea pendía de su cinto.

      —¿Quién eres? —le pregunté vacilante.

      —No os toca preguntar, sino responder —dijo el soldado—. ¿Con qué objeto venís, orgulloso romano, a descubrir nuestras reuniones? ¿Por qué holláis nuestros ritos y sacrificios arrojando curiosa mirada entre las seculares encinas de nuestra selva druídica, para espiar el momento en que, al caer la víctima herida por la hoz sagrada, podáis por el número de sus convulsiones conocer el tiempo que seremos aun libres? ¿No sabéis que vuestra indiscreción es la muerte para vos? Venid, pues, a ser juzgado por el tribunal druídico, compuesto de los ancianos sacrificadores. Vuestra suerte está en sus manos.

      Y me levantó del suelo con la misma facilidad que si hubiera levantado a un niño de dos años.

      Busqué con la vista a mi esclavo y no le hallé. El galo comprendió sin duda mi pensamiento, porque me dijo con voz solemne:

      —No busquéis a vuestro esclavo, porque ha muerto. Quiso hacer resistencia y le ahogué.

      Penetramos de nuevo en la selva. El cielo estaba despejado, y el segmento lunar iluminaba muy débilmente la floresta. El galo iba detrás de mí espiando todos mis movimientos.

      El soldado entonaba a media voz una canción guerrera:

      La voz calló.

      De repente un gritó de espanto se oyó cerca de nosotros. Ese grito desgarrador revelaba una agonía espantosa. El galo quedó clavado en el suelo como una estatua de bronce.

      Esperamos.

      El grito se repitió más angustioso y terrible. Esta vez el galo se estremeció.

      —Corramos —me dijo.

      Y entramos en lo más espeso de la selva.

      Allí se nos ofreció a la vista un espectáculo terrible.

      Una joven, vestida de blanco, la cabeza ceñida con la corona de hojas de encina, se encontraba al pie de un árbol, presa de un terror espantoso. Al frente de ella se extendía un espacio desnudo de árboles, iluminado por la luna. En la orilla opuesta y medio oculto en la penumbra, movíase un cuerpo que el ojo experimentado del galo pudo distinguir.

      —¡Es un lobo —me dijo con voz trémula—, y aquella mujer es mi hermana!

      Y quiso lanzarse sobre el animal, levantando la frámea por encima de su cabeza.

      Yo le detuve.

      —Antes que lleguéis, el lobo habrá destrozado a vuestra hermana... ¡Aguardad!

      Y rápido como el pensamiento, armé mi flecha, la ajusté en el arco, y apunté hacia el punto negro. Pero más rápido todavía, el lobo dio un salto, precipitándose sobre la joven Mi flecha le encontró en el camino. El animal aulló espantosamente, y cayó. Mi flecha le había partido el corazón.

      La joven estaba de rodillas. Iba a caer desmayada, cuando el galo la recibió en sus brazos.

      —¡Salvada! —dijo con voz vibrante—, ¡salvada!

      Y volviéndose a mí, tendióme su mano:

      Anduvimos como dos horas por entre los árboles sombríos: el galo llevaba en sus hombros la joven desmayada. La aurora aparecía, cuando llegamos al frente de la cabaña.

      Un anciano sentado en el tronco de un árbol, limpiaba un casco de bronce. A su lado, un perro enorme lamía sus patas con complacencia. A la vista del grupo que se acercaba, el viejo galo se levantó rápidamente y corrió en nuestra dirección.

      —¡Velleda ha muerto! ¡Desgracia sobre nosotros!

      —No ha muerto, padre mío —contestó el joven—; sólo está desmayada. Este extranjero la ha salvado de un peligro cierto. Amadle, padre mío, como si fuera vuestro hijo; sin él habríais perdido a Velleda, el consuelo de vuestra vejez.

      —Venid —dijo el anciano, dirigiéndose a mí—: entrad en mi humilde choza, extranjero amado de los dioses; el día que habéis entrado es día de placer para mí, y lo recordarán los hijos de mis hijos.

      Entré en la cabaña. Allí permanecí algún tiempo. Cuidado esmeradamente por aquella familia; rodeado de atenciones de parte de los numerosos amigos del joven galo, veía pasar mis días en medio de la más completa calma. Los encantos de Velleda, su dulce voz, que de cuando en cuando me hacía oír entonando las bellas canciones de su tribu, todo hacía de mí el mortal más dichoso de la tierra.

      Aquel amor me hizo niño.

      Temblaba a la idea de una separación.

      Mi vida estaba ligada a la suya con un lazo indestructible.

      Por ella habría abjurado de mi religión.

      Por ella habría hecho traición a mi patria.

      Por ella habría muerto.

      ¡Dulce y tierna Velleda! Flor purísima, que te encontraste en mi camino; tú que en el cielo gozas de una dicha eterna, mira ahora mi corazón, y verás si es cierta la palabra que sale de mis labios; a tu dulce sombra sólo he podido descansar; tu mirada sola me ha hecho vivir; ¡los únicos instantes de dicha, a ti los he debido! Pero, ¡oh dioses, y qué cortos fueron! ¿Por qué no permanecería siempre en aquel rincón de la Galia? Descubierto el tesoro, ¿por qué no hice mi choza al lado de él para guardarle, vivir siempre a su lado, en la soledad, sin más testigos de mi amor que las dulces y suaves emanaciones de las flores de la tierra y las rutilantes estrellas del cielo? Fuera de ti, querida Velleda, no ha habido en mi camino, sino espinas y malezas; ¡fuera de ti, mi corazón está vacío como un inmenso caos!

      Ahogó