Andrea Mora Zamora

Piel de mujer


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de 1990.

      A falta de datos oficiales, el cálculo señala que para 2015, el porcentaje ya podría superar el 35%.

      Ese es el tema del que hablamos todos: de los hombres que se van.

      “Pero ¿cuántas seremos las mujeres que nos vamos…?”

      Eso era lo que estaba pensando mientras recogía unas cuantas blusas, un par de bloomers, dos enaguas y unas pantimedias y las metía en un maletín pequeño.

      Así me preparaba para salir por la puerta, abandonar a mis tres hijos y no volver a ver atrás.

      Era importantísimo que el maletín fuera chiquitico, que no levantara sospechas, porque en mi barrio las sospechas se levantaban solas: no importa que fueran las dos de la mañana, si de algo podía tener certeza yo, es que las chismosas de mis cuñadas estarían pegadas en las ventanas de sus casas, controlándolo todo.

      Por eso fue que le quité a Nachito el medio destrozado bulto que llevó a la escuela el año pasado, lo remendé un poquito a como pude, cuando nadie me veía, y empecé a guardar en él lo necesario: documentos, los ahorrillos que había juntado durante los últimos meses y, ahora, alguito de ropa para el camino.

      ¿Que cuando fue que empecé a idearlo? La verdad, ya ni me acuerdo.

      Sé que fue una idea que siempre estuvo ahí, que quizá arrancó la noche misma de bodas, cual más el Don Vasco y la Teresa.

      En la Costa Rica de 1949, la escritora feminista Yolanda Oreamuno publicó “La Ruta de Su Evasión”, un texto increíble para la época con el que la costarricense trató, por primera vez en la historia de la literatura nacional, el tema del patriarcado y la violencia doméstica en las relaciones matrimoniales y en las familias.

      La historia se sitúa entre las paredes de la casa de Vasco y Teresa, padres de 3 hijos a los que el machismo de su padre marca de una u otra manera.

      Oreamuno desmenuza la historia a partir del lecho de muerte de Teresa cuando ésta, al rememorar su vida, cae en cuenta de lo que ha sido su paso por este mundo al lado de ese hombre y donde se cuestiona en qué momento empezó a odiarlo.

      Y la respuesta es sencilla: fue en su noche de bodas.

      Esa noche en que él le dijo “date la vuelta” y sin verla a los ojos, la desvirgó con una violencia solo propia de a quien los sentimientos de su ahora cónyuge, le importan un carajo.

      Exactamente igual a como hizo Julio conmigo.

      —Mamá ¡Julio es muy concho! Y violento. No me gusta… –recordaré siempre haberle dicho.

      —Ay, mamita ¡no se me ponga usted en delicadezas! Eso es estar casada y así usted lo quiso.

      Mis hijas dirán que posiblemente ahí fue donde empecé a endurecerme.

      Damaris, que para esa noche de abril del ´65 no era más que un óvulo en mi vientre, va a decir con los años que “mamá era de hierro” que “¡qué mujer para ser dura!” ¿Que qué es lo que lo endurece a uno?

      Yo nací en otra Costa Rica. En la de la preguerra, en la que las cosas eran otra cosa.

      Crecí en la Heredia de mediados del siglo pasado, cuando la economía costarricense seguía basándose en el café, las niñas nos seguíamos casando a los 16 años y la mayoría de los hombres se bebían hasta el agua de las aceras.

      ¿Que dónde puede uno conseguir estadís… qué? ¿Datos del alcoholismo de esa época? ¡Ay, mi niña! ¿yo qué vo’a saber? Si en mis tiempos no había ni IAFA ¿qué iba a haber estadística de eso?

      Esa noche, Irene dormía en su cama sin que el barullo que yo hacía cuando me movía de aquí para allá, la incomodara.

      Cuando los años pasen, dirá que hay cosas que se graban en la mente y que uno no olvida y que la mañana en que se despertó y no me vio ni a mí ni a mis cosas, será la peor de todas ellas. La peor de su vida.

      De su vida de, en ese momento, apenas 4 añitos.

      Suspiré al salir del cuarto para recoger un par de menesteres de aseo en el baño.

      La puertucha en que dormían Nachito y Ana Yancy seguía abierta.

      Cuando el niño, de 3 años recién cumplidos, llegó de la casa de la abuela después de jugar con los primos, me contó que jugó bola toda la tarde y que estaba cansadísimo. Por eso cayó profundamente dormido no más poner la mejilla en la almohada y por eso me dio el chance a mí para moverme un poco más tranquila.

      Para esa noche, Ana ya tenía 1 año y medio y ya habíamos descubierto que tiene síndrome de Down.

      Mi suegra se murió diciendo que su condición es un castigo y/o la voluntad de Dios. Yo me voy a morir diciendo que las palizas que me pegó Julio cada día durante los 9 meses que duró ese embarazo, tuvieron que haber tenido que ver.

      Ahí, más o menos, creo yo que fue donde se condensó la decisión. Con ese embarazo a cuestas fue que empecé a ahorrar.

      Porque sí, a diferencia de lo que van a decir todas las vecinas, antes de Luis la decisión ya estaba tomada.

      Julio no era mala persona, pero por dentro llevaba el peor demonio que ha envenenado y que aún envenena a nuestro país y a nuestros hombres: el guaro.

      Empezó a beber a los 13 años. Son 14 hermanos y los 6 hombres de la camada son alcohólicos. Julio será el único de los 6 al que, en unos años, mate el vicio.

      Mis 5 cuñadas, por su parte, aguantarán medio siglo de golpes, borracheras, humillaciones y el hambre que deja que sus maridos no den un cinco a la casa por haberse tomado la plata de la comida en alcohol.

      Yo seré la única que no pueda más. Y yo seré a la única que se mueran juzgando. A la única a la que señalen de por vida.

      Entré al baño y recogí cepillo de dientes, algo de maquillaje, un peine y pasta dental. De vuelta al cuarto, al closet: 6 blusas, tres enaguas, un pantalón; ropilla vieja para pijama y un par de brassieres.

      Me llevé un solo par de zapatos, no cabían más.

      Detrás mío, la cama vacía.

      Mis hijos estaban a solo horas de quedarse solos.

      Era la madrugada del 27 de setiembre de 1965.

      Para el 2017, cuando yo ya no camine por este mundo, 4 de cada 10 hogares en Costa Rica estarán encabezados por una mujer, según la Encuesta Nacional de Hogares del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INEC).

      Que un hombre se vaya de casa ya será un tema común; 4 de cada diez padres abandonarán a sus hijos y eso entonces, y desgraciadamente, ya no será nada nuevo.

      Ya no será la Costa Rica de la preguerra ni la del Estado Benefactor, para entonces será la de Yolanda Oreamuno y Laura Chinchilla; pero aunque sea otra, aunque se desarrolle todo lo que quiera y aunque sea “común” que los hombres se vayan, que una mujer lo haga seguirá siendo un tema tan escandalizador como lo fue esa maldita noche.

      Durante los 6 años de matrimonio, cada vez que Julio había amenazado con irse y dejarnos, mi madre salía a gritarme y a decirme que el matrimonio era para siempre, que aguantara; que yo sabía que él era un borracho cuando me escapé para casarme con él, que ahora no me pusiera a hacerme la débil. Cada vez que había amenazado con dejarme, a mí más que miedo, me hacía fantasear con la felicidad de la idea.

      Pero era “hasta que la muerte los separe”, como solía decir mi madre.

      ¿Y si el problema era que yo ya estaba muerta por dentro? ¿y que el que me había matado había sido él?

      Vivíamos en una casa de madera con las paredes pintadas en un feo tono verde agua; la nuestra era de esas casas en las que uno camina y las tablas del piso chirrian sin vergüenza alguna. El comedor era minúsculo, teníamos tan poco dinero que solo había alcanzado para comprar un par de sillones y unas sillitas de comedor, de esas de madera