Andrea Mora Zamora

Piel de mujer


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      Me recosté en la cama, de nuevo, y miré al techo echa un manojo de nervios.

      Las cobijas me cubrían hasta las orejas para que mi marido no notara la ropa de salir, de irme.

      El frío me calaba hasta los huesos.

      Había un relojito con termómetro sobre la mesita de noche.

      Me tiritaban los dientes.

      El termómetro marcaba los 24 grados.

      Llevaba 9 años durmiendo en esa cama y la dureza del colchón se había ido triplicando día con día hasta que es noche era un bloque duro de cemento.

      Se había endurecido cada día que salí al mercado. A la pulpería. Cada día que visité el bazar y me hice amiga de las vecinas, que me metí en clases de bordado con la costurera de la esquina, que llené los armarios de los chiquillos a falta de dinero con el que vestirles.

      Que hice cualquier cosa que tuviera a mano para evadir la violencia. Para alejarme de las noches en que llegaba borracho a reventarme el cuerpo. A matarme por dentro.

      Cada día que dejé a mis hijos solos. Que me endurecí.

      Con los años, Damaris dirá que yo era una mujer muy dura; que “mamá era de hierro”.

      Julio llegó a la casa, borracho como una cuba, a las 3:36 am.

      Entró a la cama y de la borrachera, ni vio la ropa de salir que llevaba puesta; me bajó las faldas y me violó hasta que se regó dentro de mí, sin ninguna consideración y sin fijarse ni en mi rostro. Y así, sin mirarme a la cara, como si yo no existiera, se dio la vuelta y se quedó dormido.

      Con los años, mi suegra, que era partera, dirá que si yo le hubiese tocado la puerta a ella para que me ayudara a parir, en lugar de tirarme a la calle, yo no habría conocido a Luis… pero Dios escribe en renglones torcidos.

      A las 4:03 de la madrugada, me levanté, me puse otros bloomers y otra enagua con la frialdad de un desalmado, para que Luis no tuviera que aguantar el olor del semen de otro en mis piernas.

      Salí del cuarto, recogí las cosas y de la conmoción de la última violación, no me percaté del ruido que estaba haciendo.

      Abrí la puerta y dos pasos antes de salir de la casa, la manita de Nacho me empujó para adentro y con su pijama vieja, su carita sucia y su cuerpito marcado por la anemia, me dijo con ojitos de sueño:

      —Mami, ¿ya se va?

      Con los años, yo aseguraré que sin Luis, después de esa noche yo misma me hubiera matado.

      Conscientemente dependiente

      Entré al baño. Me miré en el espejo y sobereé la superioridad deliciosa que da la perspectiva.

      Es como si un friíto me recorriera la espalda, saliendo de la bolsita escondida que sabía en mi pantalón, y se extendiera hasta la punta de mis dedos.

      Saludé a la señora que hacía fila frente a mí y, tres minutos después, me pregunté, empezando a impacientarme, por qué la gente dura tanto en el baño.

      Dos minutos más y tamborileé con los dedos la mesa del lavatorio pensando, harta de esperar, que si duran otro minuto iba a sacar la maldita bolsa y ¡me iba a oler la puta raya ahí mismo!

      Es más, ya mis dedos estaban buscándola, cuando la puerta de la señora se abrió y casi empujándola para sacarla, me metí al cubículo.

      El corazón me latía tan fuerte que es como si en lugar de en el pecho, lo tuviera localizado en los oídos.

      La emoción previa es de los sentimientos más fuertes que logro recordar y que hace que todo lo demás se me olvide.

      Pero ese viernes fue en vano.

      “No, Paula, no. La bolsa no está”.

      La bolsita del pantalón estaba vacía.

      No estaba la cocaína.

      La respiración se me aceleró. Las manos me empezaron a temblar.

      ¡¡¡NO ESTABA LA COCAÍNA!!!

      Yo desesperada, busqué en todos los rincones de mi pantalón y tiré el bulto sobre la taza del baño y lo revolqué todo, tratando desesperadamente de localizar la bolsita.

      Me tocaron la puerta. Llevaba ya un buen tiempo ahí dentro. Por el murmullo, supuse que había mucha gente esperando por el único baño bueno de todo el segundo piso del Mall San Pedro.

      Pero ¡a mí me valía una puta mierda!

      ¡La desesperación no me dejaba pensar! y por eso los ignoré cuando me senté en la taza a preguntarme ¡¿a dónde demonios pude dejar botada esa estúpida bolsa?!

      Ni idea.

      Volvieron a tocar, me harté y salí reventando la puerta. Una señora regordeta, de tacones y cara de santulona, me miró con reproche. La empujé para que se quitara del lavatorio y me arrojé sobre él como quien se acuesta sobre una mesa, para buscar en cada rincón la mentada bolsa ¡que tampoco estaba!

      ¡La desesperación me consumía, carajo!

      Es insoportable lo que la cocaína le hace a mi cuerpo cuando este cuerpo solo 10 minutos antes estaba preparado para disfrutar de las dos rayas que me iba a inhalar.

      “Mother do you think they’ll try to break my balls?”

      —sonaba en el Spotify cuando salí del baño en medio de una crisis, con la cabeza gacha y concentrada en el piso y en cualquier mancha blanca que se me aparezca en el camino.

      ¡Pero ni mierda! ¡La estúpida cocaína no aparece! –me gritó la voz de mi cabeza desde dentro, mientras por fuera yo trataba de controlar las náuseas de absténue que ya me caían encima.

      Temblando como una estúpida, me senté en una de las bancas del segundo piso para tratar de calmarme, mientras la carajilla de vestido rosado que estaba a la par mía empezaba a pegar alaridos y yo me preguntaba por qué la vida se empeñaba con tanto esmero en cargarme las pelotas en un momento como este.

      Recuento de acciones.

      Cuando era niña y dejaba la Barbie tirada en algún lado y luego no recordaba dónde, mi nana siempre me decía:

      —Palala, volvé sobre tus pasos ¿por dónde estuviste cuando andabas con la muñeca?

      Así que hice eso.

      “A ver Palala, a ver, recordá…”

      “Ooooh aah, is it just a waste of time?”

      Solía matizar con Pink Floyd o con Nirvana y ese viernes escogí The Wall como soundtrack cuando se la compré a Esteban.

      Siempre me había parecido increíble la capacidad que tengo para conocer dealers en prácticamente cualquier lugar al que voy, así que de nuevo, me sorprendió un poco cuando meses atrás ese limonense flacucho me dijo “mae yo le dejo la de buena calidad a 5 el gramo y un rojo por traérsela desde allá”.

      Y no lo pensé dos veces para decir que sí y desde entonces el Teban se volvió mi mejor amigo.

      En Limón la que se conseguía era buenísima. En aquel tiempo, antes de que hace un par de años la desterrara Desamparados del puesto, Limón era la segunda provincia más violenta del país y tenía un puerto al que los traficantes llegaban como palomas. Por eso, di, ni dudé de la calidad del producto.

      ¿Que incito a la violencia, al narcotráfico y a los muertos del sicariato? Bueno pues no, con un pase adentro cualquiera ignora eso.

      Ese viernes Teban me la dio saliendo de Micro 1. Era una bolsita de esas que apestaban a perico con solo cogerla y tenía quemada la punta.

      ¡Calidad!

      No la había tocado cuando me fui para el Mall San