Andrea Mora Zamora

Piel de mujer


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la casa, fue donde me senté a las 2:17 de la mañana, a escribir sus cartas.

      Lo hice con esmero: apunté cada hecho pequeño que me había llevado ahí, cada detalle chiquitico y hasta la hora que marcaba el reloj. Escribí con las faltas de ortografía típicas de una mujer que no había llegado más que al cuarto grado de la escuela y entonces, bajo la luz de una vela, les hablé de Luis.

      Duré más o menos 25 minutos terminando las tres cartas. Una para cada uno de mis tres hijos.

      25 minutos. Duré casi un minuto por cada año que tardaron esas cartas en llegar a sus manos, pues mi suegra se encargaría de esconderlas y no sería sino hasta entrada la década de los ‘90’s, después de su muerte y mientras Ire arregláse las cosas de la para entonces difunta, que encontrará los amarillentos papeles escondidos en un cajón.

      Casi 25 años en leer que esa madrugada yo, desde lo más profundo del alma, lamentaba lo que estaba haciendo.

      25 años en los que emergerían en mis hijos sentimientos y cicatrices de las que yo, desgraciadamente, ya empezaba a ser consciente en ese momento.

      Aunque no fueran más grandes que las que su padre ya me había hecho a mí.

      En el futuro, el psicólogo Nicolás Moreno, tratará este tema cuando estos temas ya sean tratables; hablará de consecuencias en las que yo trataba de no pensar esa noche.

      Dirá que el abandono materno provocará una fuerte inseguridad en mis hijos; que vendrá de la mano de un posible horror desmedido por parte de mis, ahora niños, sobre abandonos de parte de sus parejas; que eso los hará más propensos a que soporten maltratos a fin de no quedarse solos; que de esta noche traerá consigo que desarrollen conductas posesivas y excesivamente dependientes hacia quienes les rodean. Que los marcará de por vida.

      Esa Navidad, cuando Ire le pida “al Niño” una madre y llore con desesperación en el cafetal del fondo de la casa de mi suegra por ser ella y sus hermanos los únicos de los primos que no recibirán regalos, porque la que se los compraba era yo, empezarán a salir a la luz esas conductas.

      ¿Que si pensé en llevármelos? ¡Claramente! Pero devuélvase, mamita, a la Costa Rica de hace 50 años: allá JAMÁS una mujer se iba a llevar a sus hijos, sin importar qué tan borracho o agresor fuese su padre. Mucho menos en un barrio como el mío, lleno de cuñadas chismosas, pegadas a las ventanas.

      “Pero yo no me voy a justificar, si algún día es voluntad de Dios que ustedes entiendan, entenderán, pero que sea lo que él?(sic.)?quiera”.

      Ese es el único fragmento de texto en el que coincidirán las 3 cartas.

      Nachito va a cortar relaciones con toda la familia, se alejará de sus hermanas y el día del entierro de Julio será la última vez que ponga un pie en la calle familiar, llena aún para entonces, de tías chismosas.

      Anita, por su parte, se hará fuerte aprendiendo a cargar con su discapacidad, pero gracias a la Virgen no lo hará sola, pues a pesar de que su padre que, demasiado borracho para entenderme a mí, jamás lo logrará con ella, nunca le faltará quién. “Ya, ya ¡ya! Todo va a estar bien, todo va a estar bien, todo va estar bien…”, me susurraba a mí misma, mientras me mecía sobre la sillita y me trataba de convencer de que nadie se iba a morir con esa decisión.

      Eso había dicho Luis.

      Lo conocí en el hospital, la noche en que nació Ana Yancy. Con los años recordará que me encontró llorando en silencio con la mirada puesta en el techo del San Vicente de Paúl y con la niña en mis brazos, moviendo la boquita de manera algo rara, tratando de llorar de hambre.

      —La niña tiene hambre, señora –dirá que me dijo.

      Luis era enfermero en el hospital, de los primeros de la época, en una Costa Rica en la que esa labor era solo de mujeres.

      Dirá que no le respondí, mientras mi niña abría su boca con desesperación, tratando de sacarse del pecho los gritos de hambre que llevaba adentro.

      —Señora… ¿Señora? –Luis se acercará a mí, me quitará a la bebé de los brazos para alimentarla y me verá el cuello, los hombros y el pecho forrado de moretones recién hechos.– ¡Señora!

      Los moretones que me adelantaron el parto.

      ¿Saben ustedes lo difícil que era en 1964 que una bebé prematura sobreviviera?

      Mi hija no es un castigo de Dios, es una bendición que sobrevivió a haber nacido sietemesina, producto de los golpes de su padre.

      La Asociación Panamericana de la Salud incluso escribirá un libro sobre casos como el mío, “El Brindis Infeliz”, que señalará, bajo la tinta de Julio Bejarano para Costa Rica, que para la década del 2000 un 60% de las mujeres costarricenses será víctima de violencia intrafamiliar por parte de su pareja y que en el 30% de estos casos, dicha pareja llegará completamente ebria a la casa, decidida a cerrarlas a golpes.

      Y la noche antes del nacimiento prematuro de Ana, fue exactamente eso lo que pasó: Julio llegó hasta el rabo a las 3 de la mañana, entró a casa y me cerró a patadas y a puñetazos, provocando que se me rompiera la fuente.

      —¿Quién la está esperando afuera, señora? –preguntaba Luis mientras le daba de comer a la bebé en uno de esos biberones grandes y de metal que usaban los enfermeros en los '60, bajo las luces grandes de Maternidad.

      —Nadie, vine sola –dirá que respondió mi voz pastosa, sin que mis ojos, ya duros y curtidos, quitasen la mirada de las lámparas.

      —¿Cómo sola? ¡Usted no se pudo haber venido sin nadie, su estado de salud es grave! –exclamaría mi enfermero.

      —Sí, sí pude.

      Y claro que pude: cuando no iban a ser ni las 4 de la mañana, no me quedó más que salir a la calle con la fuente rota, a pedirle al cielo que algún carro pasara por la calle con campo, disposición y piedad para llevarme al hospital a parir, ante la borrachera de un padre que no me oyó ni siquiera salir.

      “¿Pueden imaginarse la escena?”, será lo que les escriba a los niños en las cartas que leerán de adultos: en una calle de lastre, en medio de los cafetales rafaeleños de mediados de los ‘60, una moreteada mujer con una panza enorme pega gritos, mientras llora pidiéndole a Dios que un carro pase y que su conductor esté dispuesto a irla a tirar al Hospital de Heredia, entonces tan lejano, para poder ir a dar a luz en condiciones medianamente salubres.

      Mi suegra, que era partera, dirá que si yo le hubiese tocado la puerta a ella para que me ayudara a parir, en lugar de tirarme a la calle, yo no habría conocido a Luis...

      Pero ese es otro tema, porque así, en media calle, fue como me encontró el finado Juaneje, quien pasará toda su vida diciendo que esa noche creyó que era la Tulevieja la que se le apareció en medio del lastre, mientras iba para San Pablo a traer el pan con el que surtiría su puestito panadero en el Mercado Central.

      Pero ese martes el puesto tuvo que permanecer cerrado, porque el buen hombre no halló como dejar sola a esta entonces pobre parturienta, a las puertas del hospital y se quedó conmigo hasta que di a luz, y luego con Ana Yancy cada día del resto de su vida.

      “A veces los hijos le caen a uno del cielo”, dirá cagado de risa con los años.

      Le aplaudiré que por lo menos él sí se pueda reír de esto...

      En cama duré 2 ó 3 días y en todo ese tiempo, Luis no me dejó sola ni un minuto ni me permitió irme hasta que los moretes empezaron a curarse.

      Ahí fue donde vería al padre de, para entonces, 3 hijos, llegar a conocer a su bebé cayéndose de borracho; donde lo vería tratar de golpearme de nuevo y a pesar de ese estado, “por haber salido de la casa sin permiso” y donde vería, con sus propios ojos, en qué se estaba metiendo.

      Y yo nunca sabré si fue por lástima o qué, pero a partir de esa semana Luis sería el enfermero de cada día restante de mi vida.

      El reloj marcó las 3:20 de la mañana