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Canon sin fronteras


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de cualquier atisbo de poder, marcado por dos atributos —la vejez y el llanto— que lejos quedan de la habitual exaltación del héroe, joven y emocionalmente contenido:

      Corrió al Lago, se miró en él, y en lugar de ver reflejado al Rey de Olar, contempló a un viejo andrajoso y torpe. Los pobres aficionados que fueron Ardid, el Trasgo y el Hechicero no habían previsto que el Rey no podía amar a nadie, excepto a sí mismo. En aquel momento un antiguo y conocido Dragón emergía del agua: un Dragón que llegaba a él desde la oscura memoria de su sangre, desde el terror de Sikrosio. Con un débil grito, lloró por primera vez. Por él, por toda su vida, por su perdida juventud y, sobre todo, por la gran ignorancia de cuanto le rodeaba. (1996: 864)

      La circularidad de esta doble escena deja patente la desarticulación del avance lineal de la quest como mecanismo preeminente del relato y, al mismo tiempo, pone en suspenso el ideal heroico que cabría esperar tras unos paratextos que parecen inscribir la novela en la línea de la fantasía más canónica al hablar del nacimiento y la expansión de un reino —en la contraportada—, proporcionarnos un mapa del mundo imaginado en el que se desarrolla esta acción y detallarnos, en un árbol genealógico, el linaje de los margraves de Olar.

      Como se ha visto en la doble escena de apertura y cierre, Olvidado rey Gudú participa de lleno en el cuestionamiento de la figura heroica: si los paratextos que envuelven la novela remiten a una idea de conquista y linaje noble que queda socavada en el primer capítulo, ¿qué no va a ocurrir a lo largo de las casi novecientas páginas? Para no extenderme en el inmenso tapiz que es la novela, me voy a limitar a llamar la atención sobre Gudú, culminación de la dinastía de Olar. De manera muy clara, la legitimidad como monarca —dadas las peculiaridades de su nombramiento como heredero de la corona— está vinculada a su capacidad para ejercer la violencia y vehicularla en una campaña militar que el propio rey ha calculado milimétricamente (“Y la guerra, madre, me hará rey” [Matute, 1996: 295]). Así, su coronación, pospuesta durante años, se precipita tras mostrarse públicamente con una imagen en la que cristalizan todas las hebras de lo heroico: la exhibición de un cuerpo marcado por la impenetrabilidad y la agresividad (la coraza y la espada); la invocación del Reino, entendido como una comunidad entre varones, que se transfiere de padre a hijo (no en vano Gudú cambia de espada, mostrando la de su padre Volodioso); la ostentación del coraje elevado a una efectiva altura épica pues conduce a la clásica disyuntiva victoria o muerte:

      Y aquella noche Gudú apareció ante sus nobles, y ante sus soldados, y ante gran parte de ciudadanos, que se apiñaban, aterrados, junto a las murallas del Castillo —cuyas puertas hizo abrir, y bajar los puentes levadizos, de forma que todos cuantos pudieran presenciar lo que se proponía, lo presenciaran—. Y así, vestido por vez primera con cota de malla y una muy crujiente coraza de cuero y piezas de metal, al resplandor de la gran hoguera central que había hecho prender, dijo, con gran solemnidad, desenvainando la espada —y de pronto todos comprobaron que no era su acostumbrada espada de hierro, sino la espada de su padre Volodioso:

      —El Rey Usurpino y mis hermanos los Príncipes Soeces, acuciados por el ex Consejero, el traidor Conde Tuso, han declarado la guerra a nuestro pueblo. Así pues, juro defender este Reino y este pueblo, hasta la última gota de mi sangre.

      Estas palabras hacían, en verdad, gran efecto,

      […]

      Sé que la lucha será encarnizada y muy cruel. Pero, con la misma seguridad que tengo en esto, os juro que no regresaré a Olar si no es de dos maneras: enarbolando la victoria, la paz y las cabezas sangrantes de los traidores, o muerto. (Matute, 1996: 298-299)

      Pero esta imagen prototípica de la heroicidad es reforzada y a la vez demolida en la campaña militar que la sucede, en la que la épica de la batalla es, por un lado, exaltada —es un choque en el que se parte con desventaja y, por tanto, la hazaña de imponerse a los enemigos es mayor — y, por el otro, desacreditada en la medida que el relato va resaltando la insensibilidad del héroe, cuyo mérito militar radica en su capacidad para deshumanizar al enemigo (“mordió el extremo de la pluma de halcón y dijo que no debían acudir en masa al enemigo, como tenían por costumbre, sino que, muy arteramente, le engañarían y conducirían a trampas ‘exactamente como se hace con la caza del jabalí, el corzo y todo lo demás’” [Matute, 1996: 304]) y desplegar una crueldad que, por momentos, se revela desmesurada y arbitraria. Estas cualidades de Gudú quedan acentuadas por el contraste con Predilecto, quien también participa en la campaña bélica pero es capaz de captar el horror de la batalla (“la victoria de Gudú sobre Usurpino apareció ante sus ojos, entre ensangrentados restos y cuerpos mutilados, entre los muertos y la sangre” [Matute, 1996: 316]) y restituir la humanidad al enemigo abatido; así, por ejemplo, ante la contemplación de los cadáveres mutilados de Tuso y su hermano, Predilecto ve más allá del antagonismo para reconstruir las circunstancias íntimas de los caídos ante la impavidez de Gudú:

      vio únicamente a dos ancianos, y súbitamente un gran dolor le anegó. Sólo veía, allí, la muerte de dos hermanos que en el último momento se habían asido el uno al otro: las manos del más joven estaban aferradas a las ropas sanguinolentas del más viejo, y la mano del más viejo —aquella mano que había deseado tanto tiempo gobernar caía lacia, casi dulcemente apoyada en la frente del más joven.

      —Míralos, Señor —dijo con voz ronca y estremecida—. Eran hermanos, y se amaban.

      Pero Gudú no le escuchó. (Matute, 1996: 316)

      El contraste entre Gudú y Predilecto en esta campaña sirve también para poner el acento en el papel del heroísmo como pieza mitificadora de la guerra y la violencia y desvelar la asociación de estos valores con una masculinidad hegemónica, como se aprecia en esta reflexión de Predilecto:

      Aunque íntimamente se había dicho en más de una ocasión que la muerte y la sangre le desagradaban, que la crueldad le repelía, había sido educado de forma que tales sentimientos debían mantenerse ocultos, como síntomas de debilidad. Íntimamente no se avergonzaba de ellos, pero jamás hubiera osado manifestarlos en público. Él había crecido creyendo —o desatendiendo examinar profundamente esta aceptación, más que creencia— que la guerra, tan asidua y pertinazmente cultivada por su padre, era noble en sí misma, y no exenta de heroísmo y gestos generosos. Por todo lo cual, la desapasionada reflexión de Gudú le sumió aún más en el cada vez mayor número de confusiones que, día a día, se iban adueñando de su persona. —¿Por qué entonces, si no la consideráis noble, parecéis gozar de ella, y hasta practicarla o provocarla? (Matute, 1996: 314)