TJ Klune

Ravensong. La canción del cuervo


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no era más que una astilla cuando abrí la puerta del motel y salí a la noche.

      Había un cubo de basura al final del estacionamiento.

      El teléfono de Joe fue el primero. Luego el de Carter. Después el de Kelly.

      Sostuve el mío con fuerza.

      La pantalla brillaba en la oscuridad.

      Resalté un nombre.

       Mark.

      Escribí un texto.

      Lo siento.

      Mi pulgar flotó sobre el botón de enviar.

       Como a tierra. A tierra y a hojas y a lluvia…

      No envié el mensaje.

      Eché el teléfono en el cubo de basura y no miré atrás.

      EL ELECTRODO DE LA BUJÍA /

       PEQUEÑOS EMPAREDADOS

      Tenía once años cuando Marty nos descubrió entrando a hurtadillas al taller.

      No sé por qué me atraía tanto. No era nada especial. El taller era un edificio viejo cubierto de una capa de mugre que daba la impresión de que nunca lo habían limpiado. Tres puertas grandes conducían a fosas con montacargas oxidadas dentro. Los hombres que trabajaban allí eran rudos, tenían las mejillas hundidas y tatuajes les cubrían los brazos y los cuellos.

      Marty era el peor de todos. Tenía la ropa siempre manchada con mugre y aceite, y el ceño fruncido permanentemente. Su pelo, que se le paraba alrededor de las orejas, era fino y ralo. La viruela le había dejado marcas en la cara, y la tos que lo sacudía sonaba húmeda y dolorosa.

      Lo encontraba fascinante, aún a la distancia. No era lobo. No estaba embebido en magia. Era terrible y dolorosamente humano, brusco y voluble.

      Y el taller mismo era una especie de faro en un mundo que no siempre tenía sentido. El abuelo llevaba unos años bajo tierra y mis dedos tenían ganas de tocar una llave de torsión y un martillo antirrebote. Quería oír el ronroneo de un motor para descubrir cuál era el problema.

      Esperé hasta un sábado en el que no había nadie dando vueltas. Thomas estaba con Abel, haciendo lo que sea que Alfas y futuros Alfas hacen en el bosque. Mi madre se estaba arreglando las uñas en el pueblo vecino. Mi padre dijo que tenía una reunión, lo que quería decir que estaba con la mujer de cabello oscuro de la que se suponía que yo no sabía nada. Rico estaba enfermo, Chris castigado, Tanner pasaría el día en Eugene, viaje del que se había quejado durante semanas.

      Sin nadie que pudiera decirme que no, me fui al pueblo.

      Me quedé parado un largo rato frente al taller, observándolo. Me picaban los brazos. Los dedos me temblaban. Tenía magia en la piel que no tenía desahogo. Las herramientas del abuelo habían desaparecido misteriosamente después de que su querida vieja lo hubiera matado. Papá dijo que no eran importantes.

      Y justo cuando había reunido el valor suficiente para cruzar la calle, sentí un tironcito en el fondo de la mente, un conocimiento que se estaba volviendo cada vez más familiar.

      Suspiré.

      –Sé que estás ahí.

      Silencio.

      –Sal de una vez.

      Mark salió del callejón junto al restaurante. Se lo veía avergonzado pero desafiante. Tenía puestos vaqueros y una camiseta de los Cazafantasmas. Acababa de salir la segunda parte e iríamos a verla con Rico, Tanner y Chris. Pensé en invitar a Mark por razones que no llegaba a entender. Me seguía poniendo nervioso, pero él no estaba tan mal. Me gustaba la manera en la que sonreía a veces.

      –¿Qué estás haciendo? –preguntó.

      –¿Por qué?

      –Has estado aquí parado por un largo rato.

      –Acosador –murmuré–. Si quieres saberlo, voy a lo de Marty.

      Miró de reojo al otro lado de la calle con el ceño fruncido.

      –¿Por qué?

      –Porque quiero ver adentro.

      –¿Por qué?

      –Porque… No lo entenderías –respondí, encogiéndome de hombros. Su mirada regresó a mí.

      –Quizás puedo, si me lo cuentas –dijo.

      –Me molestas.

      Ladeó la cabeza como un perro.

      –Eso es mentira.

      –Basta –fruncí el ceño–. No puedes hacer eso. Deja de escuchar el latido de mi corazón.

      –No puedo. Suena demasiado fuerte.

      No sabía por qué mi corazón sonaba tan fuerte. Esperaba no tener nada malo.

      –Bueno, inténtalo de todos modos.

      –No te molesto –afirmó, con una sonrisita.

      –Sí que me molestas. En serio.

      –Vamos, entonces.

      –¿Qué? ¿A dónde? ¿Qué estás…? Ey. ¿Qué estás haciendo?

      Ya estaba cruzando la calle. No se volvió cuando siseé su nombre.

      Corrí tras él.

      Sus zancadas eran más largas que las mías. Por cada paso que daba, yo debía dar dos. Me dije que algún día sería más grande que él. No importaba que fuera lobo. Yo sería más grande y más fuerte y lo perseguiría a él, a ver si eso le gustaba.

      –Nos meteremos en problemas –le susurré con furia.

      –Quizás –replicó.

      –Tu papá se enojará mucho.

      –El tuyo también.

      Reflexioné cuidadosamente.

      –No se los diré si tú tampoco lo haces.

      –¿Como un secreto?

      –Sí. Claro. Como un secreto.

      Lucía extrañamente satisfecho.

      –Nunca había tenido un secreto contigo.

      –Eh, . Claro que sí. Eres un hombre lobo. Yo soy un brujo. Eso es como, muy secreto.

      –Eso no cuenta. Otras personas lo saben. Esto es un secreto solamente entre nosotros dos.

      –Eres tonto.

      Cruzamos la calle. Las puertas del taller estaban abiertas. De un viejo radiocasete portátil salía Judas Priest a todo volumen. Pude ver dos automóviles adentro y una camioneta vieja. Uno de los tipos estaba debajo de ella. Marty estaba doblado sobre un Chevy Camaro IROC-Z 1985 junto a un hombre mayor vestido de traje. El coche era elegante y rojo, y me moría de ganas por ponerle las manos encima. El capó estaba levantado y Marty estaba toqueteando algo. El hombre del traje parecía molesto. Miraba su reloj pulsera y taconeaba.

      Me apoyé contra el taller, con Mark a mi lado. Sus dedos rozaron los míos y sentí una especie de pulsación mágica que me recorrió el brazo. Lo ignoré.

      –¿... y cuándo se encendió la luz del motor? –estaba diciendo Marty.

      –Ya se lo dije –respondió el hombre del traje–. La semana pasada. No se detiene, no vacila. No tiembla, no…

      –Sí, sí –lo interrumpió Marty–. Ya lo oí. Quizás