gimoteando quedamente, heridos y en carne viva.
Joe estaba de pie junto a la cama. Sus ojos brillaban con la misma furia roja que los de Thomas. No se había transformado, pero parecía que no le faltaba mucho. Tenía la boca retorcida, las manos a los costados cerradas en puños. Noté que un hilo de sangre caía sobre la alfombra sucia. Debía de haber sacado las garras, que se le estaban clavando en la palma.
El poder puro que emanaba de él era devastador. Era salvaje y lo abarcaba todo, amenazaba con arrollarnos a todos. Carter y Kelly empezaron a temblar con los ojos abiertos y húmedos.
–Joe –dije en voz baja.
Me ignoró, le palpitaba el pecho.
–Joe.
Se volvió para mirarme, mostrándome los dientes.
–Basta. Tienes que contenerte.
Por un instante, pensé que me ignoraría. Que se volvería hacia sus hermanos para quitarles todo, y convertirlos en cáscaras vacías y dóciles. Ser un Alfa conlleva una responsabilidad extraordinaria y, si quisiera, podría hacer que sus hermanos satisficieran hasta el más mínimo de sus caprichos. Serían parásitos sin cerebro, su libre albedrío completamente destrozado.
Yo lo detendría. Llegado el caso.
No hizo falta.
El rojo de sus ojos se desvaneció y no dejó más que a un muchacho de diecisiete años asustado, llorando y temblando.
–Estoy… –dijo con la voz ronca–. No lo sé… Oh, Dios, oh…
Kelly se movió primero. Apartó a Carter y se apretó contra Joe, le frotó la nariz cerca de la oreja y contra el cabello. Las manos de Joe aún eran puños cuando Kelly lo abrazó. Rígido e inconmovible, tenía los ojos abiertos clavados en mí.
En ese momento, Carter se acercó también. Abrazó a sus dos hermanos y les susurró palabras que no llegué a entender.
Joe nunca me apartó la mirada.
Esa noche, durmieron en el suelo. Hicieron un nudo con el edredón floreado y las almohadas que quitaron de la cama. Joe en el medio, con un hermano a cada lado. La cabeza de Kelly descansaba sobre su pecho. La pierna de Carter estaba extendida sobre los otros dos.
Se durmieron primero, agotados por el ataque mental.
Me quedé sentado en la cama, contemplándolos.
–¿Por qué me está pasando esto? –me preguntó Joe, bien entrada la noche.
–Tenías que ser tú –suspiré–. Era… –sacudí la cabeza–. Eres el Alfa. Siempre estuviste destinado a serlo.
Sus ojos brillaron en la oscuridad.
–Vino a buscarme. Cuando yo era pequeño. Para llegar a papá.
–Lo sé.
–No estabas allí.
–No.
–Estás aquí ahora.
–Lo estoy.
–Podrías haberte negado. Y no podría haberte obligado. No como a ellos.
No supe qué decirle.
–Papá no lo habría hecho. No habría…
–No eres tu padre –dije, en un tono más brusco de lo que pretendía.
–Lo sé.
–Eres dueño de ti mismo.
–¿Lo soy?
–Sí.
–Podrías haberte negado. Pero no lo hiciste.
–Tienes que mantenerlos a salvo –repuse en voz queda–. Esta es tu manada. Eres su Alfa. Sin ellos, no existes.
–¿En qué te convertiste cuando estuviste sin nosotros?
Cerré los ojos.
No dijo nada más por un largo rato después de eso. La noche se extendía a nuestro alrededor. Pensaba que se había dormido cuando habló:
–Quiero ir a casa.
Volvió la cabeza, la cara contra la garganta de Carter.
Me quedé mirándolos hasta que amaneció.
Él a veces soñaba. Tenía unas pesadillas terribles que lo hacían despertar llamando a los gritos a su papá, a su mamá, a Ox y a Ox y a Ox. Kelly le tomaba el rostro entre las manos. Carter me miraba con una expresión de impotencia.
Yo no hacía mucho. Todos tenemos monstruos que invaden nuestros sueños. Algunos hemos vivido más tiempo con ellos, eso es todo.
Los lobos de los Glaciares señalaron al norte. La manada era pequeña; vivían en un par de cabañas en el medio del bosque. La Alfa era una imbécil, en pose y amenazante.
–Mi padre era Thomas Bennett –dijo Joe–. Se ha ido y no descansaré hasta que quienes me lo quitaron sean solo sangre y huesos.
Las cosas se calmaron mucho después de eso.
Los Omegas habían entrado a su territorio. La Alfa señaló un montón de tierra con una cruz de madera y rodeado de flores. Una de sus Betas, explicó. Los Omegas habían llegado como un enjambre de avispas, con los ojos violetas y las fauces babeantes. Murieron, la mayoría. Los que escaparon lo hicieron a duras penas. Pero no sin llevarse a una de las suyas.
Richard no estaba con ellos.
Pero habían oído susurros desde lo profundo de Canadá.
–Conocí a Thomas –me comentó la Alfa antes de que nos marcháramos. Su compañero les daba conversación a los muchachos y no paraba de ofrecerles tazones de sopa y rodajas de pan–. Era un buen hombre.
–Sí –respondí.
–A ti también te conocía –agregó–. Aunque nunca nos vimos en persona.
No la miré.
–Él sabía… –me dijo–, lo que habías vivido. El precio que pagaste. Pensaba que algún día volverías a él. Que necesitabas tiempo, espacio y…
–Esperaré afuera –la interrumpí bruscamente.
Carter me miró, con las mejillas a reventar y caldo cayéndole por la barbilla. Le hice señas de que no era nada.
El aire estaba fresco y las estrellas brillaban.
Vete a la mierda, pensé, contemplando la inmensidad. Vete a la mierda.
No encontramos a Richard Collins en Calgary.
Encontramos lobos salvajes.
Nos atacaron, perdidos en su locura.
Me daban lástima.
Hasta que nos superaron en número y fueron por Joe.
Lanzó un grito cuando lo hirieron, y sus hermanos gritaron su nombre.
El cuervo extendió sus alas.
Quedé agotado cuando terminó, cubierto en sangre de Omegas. Los cadáveres cubrían el suelo a mi alrededor.
Joe se apoyaba entre Carter y Kelly, la cabeza gacha mientras su piel volvía a tejerse lentamente. Respiraba agitado.
–Me salvaste –me dijo–. Nos salvaste.
Aparté