TJ Klune

Ravensong. La canción del cuervo


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oí reírse de mí mientras me alejaba, Rico hacía ruido de besos. Los detesté, pero no estaban equivocados. Mi familia le resultaba rara a cualquiera que no nos conociera. No éramos los Bennett, pero era como si lo fuéramos. Nos agrupaban con ellos cuando la gente comentaba por lo bajo. Los Bennett eran ricos, aunque nadie sabía cómo. Vivían en un par de casas en el medio del bosque a las que muchos forasteros de muchos lugares visitaban. Algunos decían que eran un culto. Otros decían que eran la mafia. Nadie sabía acerca de los lobos que se ocultaban bajo la superficie de su piel.

      Los ojos de Mark se agrandaron al verme avanzar hacia él. Miró a su alrededor como si quisiera escaparse.

      –Te quedas allí mismo –gruñí.

      Y me hizo caso. Era más grande que yo y tenía catorce insoportables años. No se parecía a su hermano ni a su padre. Ellos eran musculosos e imponentes, con pelo negro corto y ojos oscuros. Mark tenía el cabello castaño claro y cejas pobladas. Era alto y delgado, y parecía nervioso siempre que yo andaba por ahí. Sus ojos eran como hielo y, a veces, cuando no podía dormirme, pensaba en ellos. No sabía por qué.

      –Puedo estar aquí si quiero –dijo con el ceño fruncido. Sus ojos se movieron hacia la izquierda y luego volvieron a posarse sobre mí. Las comisuras de sus labios bajaron aún más–. No estoy haciendo nada malo.

      –Me estás siguiendo –repliqué–. De nuevo. Mis amigos piensan que eres raro.

      –Soy raro. Soy un hombre lobo.

      –Bueno –fruncí el ceño–. Sí. Pero eso no es… Arrrg. Mira, ¿qué es lo que quieres?

      –¿A dónde vas?

      –¿Por qué?

      –Por saber.

      –A la tienda de video. Vamos a ver unas tetas.

      Se sonrojó con furia. Sentí una extraña satisfacción al notarlo.

      –No puedes contarle a nadie –añadí.

      –No lo haré. Pero ¿para qué quieres…? No importa. No te estoy siguiendo.

      Esperé, porque mi padre me había dicho que los lobos no son tan inteligentes como nosotros y, a veces, necesitan un poco más de tiempo para resolver las cosas.

      Suspiró.

      –Bueno. Quizás sí, pero solo un poquito.

      –¿Cómo se hace para seguir a alguien solo un poquito…?

      –Me estoy asegurando de que estés a salvo.

      –¿De qué? –exclamé, dando un paso atrás.

      Se encogió de hombros, nunca antes lo había visto tan incómodo.

      –De... tú sabes. Tipos malos. Y cosas por el estilo.

      –Tipos malos –repetí.

      –Y cosas por el estilo.

      –Ay, por todos los santos, eres tan raro.

      –Sí, lo sé. Es lo que acabo de decir.

      –No hay tipos malos aquí.

      –No lo sabes. Podría haber asesinos. O lo que sea. Ladrones.

      Jamás entendería a los hombres lobo.

      –No hace falta que me protejas.

      –Sí que lo hace –dijo bajito, clavando la vista en sus pies que revolvía inquieto.

      Pero antes de que pudiera preguntarle qué demonios quería decir con eso, escuché el insulto más creativo que se haya pronunciado jamás salir de la puerta abierta del taller.

      –Maldito jodido hijo de una perra callejera. Eres un bastardo hijo de perra, ¿verdad? Eso eres, bastardo hijo de perra.

      Mi abuelo me permitía alcanzarle las herramientas mientras él trabajaba en su Pontiac Streamliner de 1942. Tenía aceite debajo de las uñas y un pañuelo le colgaba del bolsillo trasero del mono. Hablaba mucho entre dientes mientras trabajaba, y decía cosas que probablemente yo no debía escuchar. El Pontiac era una chica boba que a veces no se encendía por más que la lubricara. O eso decía él.

      Yo no entendía lo qué significaba.

      Y me parecía maravilloso.

      –Llave de torque –decía.

      –Llave de torque –repetía yo, y se la entregaba. Me movía con cierta dificultad, habían pasado unos pocos días desde la última sesión de agujas con mi padre.

      El abuelo sabía. No era mágico, pero sabía.

      Mi padre lo había heredado de su madre, una mujer que no conocí. Murió antes de que yo naciera.

      Más maldiciones.

      –Martillo antirrebote.

      –Martillo antirrebote –anunciaba yo y le clavaba el martillo en la mano.

      La mayoría de las veces, el Pontiac ronroneaba de nuevo antes de que se terminara el día. El abuelo, de pie junto a mí, me ponía la mano ennegrecida sobre el hombro.

      –Escúchala. ¿Oyes eso? Eso, mi niño, es el sonido que emite una mujer feliz. Tienes que escuchar, ¿entiendes? Así es cómo te enteras de lo que está mal. Escucha, y te lo contarán –resopló y sacudió la cabeza–. Es algo que probablemente debas saber, además, acerca del sexo opuesto. Escúchalas y hablarán.

      Yo lo adoraba.

      Murió antes de verme convertido en el brujo de lo que quedaba de la manada Bennett.

      Ella lo mató, al final. Su chica.

      Viró bruscamente para evitar algo en un camino oscuro. Chocó contra un árbol. Mi padre dijo que fue un accidente. Un ciervo, probablemente.

      No sabía que yo había oído al abuelo y a mamá susurrando acerca de llevarme lejos justo el día anterior.

      –La luna dio a luz a los lobos. ¿Sabías eso? –me dijo Abel Bennett.

      Caminábamos entre los árboles. Thomas estaba a mi lado, mi padre junto a Abel.

      –No –respondí.

      Las personas temían a Abel. Se quedaban paradas frente a él, balbuceando con nerviosismo. Él hacía brillar sus ojos y se calmaban casi de inmediato, como si el rojo les diera paz.

      Yo nunca le tuve miedo. Ni siquiera cuando me sujetó para mi padre.

      La mano de Thomas me rozó el hombro. Mi padre decía que los lobos eran territoriales, que necesitaban marcar con su olor a la manada, por eso siempre nos tocaban. No parecía muy contento cuando me dijo eso. Yo no sabía por qué.

      –Es una vieja historia –continuó Abel–. La luna se sentía sola. El sol, a quien amaba, estaba siempre del otro lado del cielo, y nunca podían encontrarse, por más que se esforzara. Ella se hundía y él se alzaba. Ella estaba a oscuras y él era el día. El mundo dormía cuando ella brillaba. Crecía y menguaba y a veces desaparecía por completo.

      –La luna nueva –me susurró Thomas al oído–. Es una tontería, si lo piensas.

      Me reí hasta que Abel carraspeó enfáticamente.

      Quizás sí le tenía un poquito de miedo.

      –Se sentía sola –dijo el Alfa de nuevo–. Y, por eso, creó a los lobos, criaturas que le cantarían cada vez que apareciera. Y cuando estuviera más llena, la adorarían poniendo las cuatro patas sobre