TJ Klune

Ravensong. La canción del cuervo


Скачать книгу

fue suficiente.

      Y aquí estaba el niño, un niño pequeño que no tenía ni dieciocho años, cargando con el peso del legado de su padre, con el monstruo de su infancia hecho carne. Los ojos le ardían rojos, y no pensaba en otra cosa que en venganza. Vibraba a través de sus hermanos en un círculo interminable que alimentaba la furia del otro. Era un príncipe convertido en rey furioso, y necesitaba mi ayuda.

      Elizabeth Bennett estaba callada, permitiendo que todo transcurriera frente a sus ojos. Siempre la reina silenciosa, con un chal tejido sobre los hombros, contemplando el desarrollo de esta maldita tragedia. Ni siquiera podría afirmar que estuviera allí en verdad.

      Y Mark, él…

      No. No él. No ahora.

      El pasado era el pasado, era el pasado.

      Empezaron a discutir, mostrándose los dientes y gruñendo. Ida y vuelta, cada uno hiriendo al otro hasta que sangrara delante de nosotros. Yo entendía a Ox: el miedo a perder a quienes amas, a una responsabilidad que nunca pediste. A que te digan algo que nunca quisiste escuchar.

      Entendía a Joe. No quería hacerlo, pero lo entendía.

      “Creemos que fue tu padre, Gordo”, declaró Osmond. “Creemos que Robert Livingstone encontró un nuevo camino hacia la magia y rompió las guardas que contenían a Richard Collins”.

      Sí. Creo que entendía a Joe mejor que a nadie.

      –No puedes dividir a la manada –dijo Ox y, Jesús, estaba suplicando–. No ahora. Joe, eres el maldito Alfa, te necesitan aquí. Todos ellos. Juntos. En verdad crees que los demás van a acceder a...

      –Lo saben hace días –lo interrumpió Joe, y luego se encogió en una mueca de dolor–. Mierda.

      Cerré los ojos.

      Ocurrió esto:

      –Es una mierda, Gordo.

      –Lo es.

      –Y vas a seguirle el juego.

      –Alguien debe asegurarse de que no se mate a sí mismo.

      –Y ese alguien eres tú. Porque eres de la manada.

      –Eso parece.

      –¿Por elección?

      –Eso creo.

      Pero, por supuesto, nunca era así de fácil. Nunca lo era.

      Y:

      –Quieres decir matar. ¿Te parece bien?

      –Nada de todo esto está bien, Ox. Pero Joe tiene razón. No podemos dejar que esto le vuelva a suceder a nadie más. Richard quería a Thomas, pero ¿cuánto más tardará hasta que vaya tras otra manada para convertirse en un Alfa? ¿Cuánto más antes de que reúna a otros seguidores, más grandes que los que logró reunir en el pasado? Estamos perdiéndole el rastro. Tenemos que terminar con esto mientras podamos, por todos. Esto es venganza, simple y pura, pero viene del lugar correcto.

      –Realmente lo crees.

      –Tal vez. Joe lo cree y eso es suficiente para mí.

      Me pregunté si me había creído mis propias mentiras.

      Y finalmente:

      –Debes hablar con él. Antes de que se vayan.

      –¿Con Joe?

      –Con Mark.

      –Ox…

      –¿Qué si no regresas nunca más? ¿Realmente quieres que piense que no te importa? Porque eso es pura mierda, amigo. Me conoces, pero a veces creo que te olvidas de que te conozco igual de bien. Incluso un poco más.

      Maldito sea.

      Ella estaba de pie en la cocina de la casa de los Bennett, mirando por la ventana. Tenía los puños sobre la encimera. Sus hombros estaban tensos y la envolvía la pena como una mortaja. Aunque yo no había querido saber nada con los lobos por años, no me había olvidado del respeto que imponía. Era realeza, lo quisiera ella o no.

      –Gordo –dijo Elizabeth sin volverse. Me pregunté si estaría oyendo a los lobos cantar canciones que hacía mucho que yo no podía oír–. ¿Cómo está?

      –Enfadado.

      –Es lógico.

      –¿Lo es?

      –Supongo que sí –señaló en voz baja–. Pero tú y yo somos mayores. Quizás no más sabios, pero mayores. Todo lo que hemos vivido, todo lo que hemos visto, esto es… algo más. Ox es un niño. Lo hemos protegido todo lo posible. Nosotros…

      –Ustedes lo involucraron en esto –dije sin poder contenerme. Las palabras salieron disparadas cual granada y explotaron en sus pies–. Si se hubieran mantenido alejados, si no lo hubieran metido en esto, él podría seguir…

      –Lamento lo que te hicimos –dijo, y me invadió la emoción–. Lo que tu padre hizo. Él era… No fue justo. O correcto. Ningún niño debería pasar por lo que tú pasaste.

      –Y, sin embargo, no hicieron nada para detenerlo –le reproché–. Tú, Thomas y Abel. Mi madre. Ninguno de ustedes. Solo les importaba lo que yo podría ser para ustedes, no lo que implicaría para mí. Lo que mi padre me hizo no significaba nada para ustedes. Y cuando se marcharon…

      –Quebraste los lazos con la manada.

      –La decisión más sencilla que he tomado en la vida.

      –Puedo oír cuando mientes, Gordo. Tu magia no puede ocultar el latido de tu corazón. No siempre. No cuando más importa.

      –Malditos lobos –y continué–: Tenía doce años cuando me convirtieron en el brujo de la manada Bennett. Mi madre había muerto. Mi padre se había ido. Pero, a pesar de eso, Abel me tendió la mano, y la única razón por la que dije que sí fue porque no conocía otra cosa. Porque no quería quedarme solo. Tenía miedo y…

      –No lo hiciste por Abel.

      –¿De qué demonios estás hablando? –exclamé, entrecerrando los ojos.

      Por fin se volvió y me miró. Aún tenía el chal sobre los hombros. En algún momento se había atado el cabello rubio en una coleta y algunos mechones le caían alrededor de la cara. Sus ojos eran azules, naranjas, azules de nuevo, y brillaban sin fuerza. Cualquiera que la mirase pensaría que en ese momento Elizabeth Bennett era débil y frágil, pero yo sabía que no. Estaba con la espalda contra la pared, el lugar más peligroso para un depredador.

      –No fue por Abel.

      Ah. Entonces ese era el juego que quería jugar.

      –Era mi deber.

      –Tu padre…

      –Mi padre perdió el control cuando le quitaron su lazo. Mi padre se alió con…

      –Todos teníamos un rol que cumplir –dijo Elizabeth–. Cada uno de nosotros. Cometimos errores. Éramos jóvenes y tontos, y estábamos llenos de una furia enorme y terrible por todo lo que nos habían quitado. Abel hizo lo que pensó que era lo correcto en su momento. Al igual que Thomas. Ahora, yo estoy haciendo lo mismo.

      –Y, sin embargo, no te has enfrentado a tus hijos. No has hecho nada para impedirles cometer los mismos errores que cometimos nosotros. Te echaste panza arriba como un perro en esa habitación.

      –¿Y tú no? –preguntó, sin morder el anzuelo.

      Mierda.

      –¿Por qué?