qué se suponía que debía ser.
–Es nuestro hijo. Cómo te atreves a usarlo así. Cómo te atreves a intentar…
–Es importante. Para mí. Para la manada. Hará cosas que no puedes ni imaginarte. Eres humana, Catherine. Jamás podrías entender de la misma manera que nosotros. No es tu culpa. Es quien eres. No se te puede culpar por cosas que escapan a tu control.
–Te vi. Con ella. Cómo sonreías. Cómo te reías. Cómo le tocaste la mano cuando pensabas que nadie los estaba mirando. Lo vi, Robert. Lo vi. Ella también es humana. ¿Qué es lo que la hace tan jodidamente distinta?
Mi padre nunca respondió.
Vivíamos en el pueblo en una casa pequeña que se sentía como un hogar. Estaba en una calle rodeada de abetos de Douglas. No entendía por qué los lobos pensaban que el bosque era un lugar mágico, pero, a veces, cuando era verano y la ventana estaba abierta mientras trataba de dormirme, juro que oía voces saliendo de los árboles, susurrando cosas que no llegaban a ser palabras.
La casa estaba construida con ladrillos. Una vez, mi madre preguntó riendo si vendría un lobo a echarla abajo de un soplido. Reía, pero cuando la risa se apagó se mostró triste. Le pregunté por qué tenía húmedos los ojos. Me dijo que tenía que irse a preparar la cena y me dejó en el jardín delantero, preguntándome qué había hecho mal.
Tenía un cuarto con todas mis cosas. Libros en un estante. Una hoja con forma de dragón que había encontrado, los bordes curvados por el tiempo. Un dibujo de Thomas y yo que me había dado un niño de la manada. Dijo que lo había hecho porque yo era importante. Luego me sonrió, le faltaban los dos dientes delanteros.
Cuando los cazadores humanos llegaron, él fue uno de los primeros en morir.
Yo también la vi.
No debería haberla visto. Rico me estaba gritando “apúrate, papi, ¿por qué eres tan lento?”. Tanner y Chris se volvieron para mirarme mientras pedaleaban lentamente en círculos a su alrededor, esperándome.
Pero yo no podía moverme porque mi padre estaba en un automóvil que no reconocía, aparcado junto a una calle en un vecindario que no era el nuestro. Había una mujer de cabello oscuro en el asiento del conductor, y ella le sonreía como si él fuera lo único en el mundo.
Jamás la había visto antes. Observé a mi padre inclinarse hacia adelante y…
–Amigo –dijo Tanner, me sobresalté cuando pedaleó junto a mí–. ¿Qué estás mirando?
–Nada –respondí–. No es nada. Vamos.
Nos fuimos, las cartas que habíamos sujetado con pinzas de la ropa a los rayos de las bicicletas hacían mucho ruido mientras nos imaginábamos que eran motocicletas.
Los quería por lo que no eran.
No eran manada. No eran lobos. No eran brujos.
Eran normales y sencillos, aburridos y maravillosos.
Se burlaban de mí por usar mangas largas incluso en pleno verano. Yo sabía que no lo hacían por crueldad. Era su manera de ser.
–¿Te golpean o algo? –me había preguntado Rico.
–Si es así, puedes venir a vivir conmigo –agregó Tanner–. Dormirás en mi habitación. Nada más tienes que esconderte debajo de la cama para que mi mamá no te vea.
–Nosotros te protegeremos –dijo Chris–. ¡O mejor nos escapamos todos y nos vamos a vivir al bosque!
–¡Sí, en los árboles y esa mierda! –apuntó Rico.
Nos reímos porque éramos niños y decir groserías era lo más gracioso del mundo.
No podía decirles que el bosque no sería el lugar más seguro para ellos. Que criaturas con ojos brillantes y dientes afilados vivían en él. Así que les conté una versión de la verdad:
–No me golpean. No es nada de eso.
–¿Tienes brazos raros de chico blanco? –me preguntó Rico–. Mi papá dice que debes tener brazos raros de chico blanco. Que por eso usas sudaderas todo el tiempo.
–¿Cómo son los brazos raros de chico blanco? –quiso saber Tanner, frunciendo el ceño.
–Ni idea –respondió Rico–. Pero mi papá lo dijo, y él lo sabe todo.
–¿Tengo brazos raros de chico blanco? –preguntó Chris, extendiendo los brazos. Los observó con los ojos entrecerrados y los sacudió de arriba abajo. Eran delgados y pálidos, y a mí no me parecieron raros. Me dieron envidia, con sus pelos suaves y pecas, sin marcas de tinta.
–Probablemente –dijo Rico–. Pero eso es mí culpa por ser amigo de un montón de gringos.
Tanner y Chris lo persiguieron a los gritos cuando se alejó pedaleando, riéndose como loco.
Los quería más de lo que podía expresar. Me enlazaban de una manera que los lobos no podían.
–La magia proviene de la tierra –me explicó mi padre–. Del suelo. De los árboles. De las flores y del sustrato. Este lugar es… antiguo. Mucho más antiguo de lo que te puedes imaginar. Es una especie de… baliza. Nos llama. Vibra en nuestra sangre. Los lobos también la oyen, pero no como nosotros. A ellos les canta. Ellos son… animales. No somos como ellos. Somos más. Ellos están conectados con la tierra. El Alfa más que ningún otro. Pero nosotros la utilizamos. La doblegamos según nuestro deseo. Ellos son sus esclavos, y de la luna cuando se alza llena y blanca. Nosotros la controlamos. Nunca te olvides de eso.
Thomas tenía un hermano más pequeño.
Se llamaba Mark.
Y era tres años mayor que yo.
Él tenía nueve y yo seis cuando me habló por primera vez.
–Hueles raro –me dijo.
–No es cierto –respondí, con el ceño fruncido.
Hizo una mueca y bajó la vista al suelo.
–Un poco sí. Como a… tierra. A tierra y hojas y lluvia…
Lo odié más que a nada en el mundo.
–Nos está siguiendo de nuevo –informó Rico, divertido. Estábamos caminando a la tienda de videos. Rico dijo que conocía al tipo que trabajaba allí y que nos dejaría alquilar una película prohibida para menores y que no le contaría a nadie.
Si encontrábamos la película correcta, Rico nos dijo que podríamos ver tetas. No sabía muy bien cómo me sentía al respecto.
Suspiré y miré por encima del hombro. Tenía once años, y se suponía que era un brujo, pero no tenía tiempo para lobos en ese momento. Necesitaba saber si las tetas eran algo que me interesara.
Mark estaba al otro lado de la calle, de pie cerca del taller de Marty. Fingía no estar observándonos, pero no le salía muy bien.
–¿Por qué hace eso?