a ellos –suspiró–. Tú lo has vivido antes. Ya has pasado por esto. Pasó una vez. Y está pasando de nuevo. Confío en que tú evitarás que cometan los mismos errores que nosotros.
–No soy manada.
–No –confirmó, y no debería haberme dolido como me dolió–. Pero esa es una decisión tuya. Estamos aquí por las decisiones que tomamos. Quizás tengas razón. Quizás, si no hubiéramos venido aquí, Ox sería...
–¿Humano?
Un destello le atravesó la mirada de nuevo.
–¿Thomas…
Resoplé.
–No me contó una mierda. Pero no es difícil darse cuenta. ¿Qué ocurre con él?
–No lo sé –admitió–. Ni sé si Thomas lo sabía tampoco. No exactamente. Pero Ox es… especial. Distinto. Aún no se ha dado cuenta. Y quizás le lleve mucho tiempo hacerlo. No sé si es magia o algo más. No es como nosotros. No es como tú. Pero no es humano. No del todo. Es más que eso, creo. Que todos nosotros.
–Tienes que protegerlo. He fortalecido las guardas todo lo posible, pero tienes que…
–Es manada, Gordo. No hay nada que no haría por la manada. Me imagino que no te has olvidado de eso.
–Lo hice por Abel. Y luego por Thomas.
–Mentira –dijo, ladeando la cabeza–. Pero casi te lo crees.
–Tengo que… –murmuré, dando un paso atrás.
–¿Por qué no puedes decirlo?
–No hay nada que decir.
–Él te amaba –dijo, y nunca la odié más que en ese momento–. Con todo su ser. Así somos los lobos. Cantamos y cantamos y cantamos hasta que alguien oye nuestra canción. Y tú la oíste. La oíste. No lo hiciste por Abel o Thomas, Gordo. Ni siquiera entonces. Tenías doce años, pero lo sabías. Eras manada.
–Maldita seas –dije con la voz ronca.
–Sé que a veces… –replicó, no sin amabilidad–, las cosas que más necesitamos escuchar son las que menos queremos oír. Amé a mi esposo, Gordo. Lo amaré por siempre. Y él lo sabía. Incluso al final, incluso cuando Richard… –se quedó sin aliento. Sacudió la cabeza–. Incluso entonces. Él lo sabía. Y lo extrañaré cada día hasta que pueda volver estar a su lado, hasta que pueda mirar su cara, su cara hermosa, y decirle lo enojada que estoy. Lo estúpido que es. Lo bello que es verlo de nuevo y que, por favor, diga mi nombre –tenía lágrimas en los ojos, pero no las derramó–. Me duele, Gordo. No sé si este dolor me dejará en algún momento. Pero él lo sabía.
–No es lo mismo.
–Solo porque tú no lo permites. Él te amaba. Te dio su lobo. Y tú se lo devolviste.
–Tomó su decisión. Y yo tomé la mía. No lo quería. No quería tener nada que ver con ustedes. Con él.
–Tú. Mientes.
–¿Qué pretendes de mí? –pregunté, la voz me desbordaba de furia–. ¿Qué demonios quieres?
–Thomas lo sabía –repitió–. Incluso a punto de morir. Porque yo se lo dije. Porque yo se lo demostré una y otra vez. Me arrepiento de muchas cosas en mi vida. Pero nunca me arrepentiré de Thomas Bennett.
Se movió hacia mí, sus pasos lentos pero seguros. Me mantuve firme, incluso cuando me puso la mano sobre el hombro y me lo apretó fuerte.
–Te irás por la mañana. No te arrepientas de esto, Gordo. Porque si dejas palabras sin decir, te perseguirán hasta el fin de tus días.
Me rozó al pasar.
–Por favor, cuida de mis hijos –me dijo, antes de salir de la cocina–. Te los confío, Gordo. Si descubro que has traicionado mi confianza, o que te has hecho a un lado sin hacer nada mientras ellos se enfrentan a ese monstruo, no existe lugar en el que puedas esconderte en el que no vaya a encontrarte. Te haré mil pedazos y el remordimiento que sentiré será mínimo.
Luego se marchó.
Él estaba de pie en el porche, contemplando la nada con las manos detrás de la espalda. Alguna vez había sido un niño con bonitos ojos azules como el hielo, el hermano de un futuro rey. Ahora era un hombre, endurecido por las asperezas del mundo. Su hermano ya no estaba. Su Alfa se estaba por marchar. Había sangre en el aire, muerte en el viento.
–¿Está ella bien? –preguntó Mark Bennett.
Porque por supuesto sabía que yo estaba allí. Los lobos siempre lo saben. Especialmente cuando se trata de su…
–No.
–¿Y tú?
–No.
No se volvió. La luz del porche brillaba débilmente sobre su cabeza afeitada. Inspiró profundo y sus hombros anchos se levantaron y cayeron. Me picaba la piel de las palmas.
–Es raro, ¿no te parece?
El mismo imbécil misterioso de siempre.
–¿Qué cosa?
–Te marchaste una vez. Y aquí estás, yéndote de nuevo.
–Tú me dejaste primero –apunté, molesto.
–Y volví tan seguido como pude.
–No fue suficiente.
Pero eso no era del todo cierto, ¿verdad? Ni de cerca. Aunque mi madre llevaba muerta mucho tiempo, su veneno seguía sonando en mis oídos: los lobos hicieron esto, los lobos se llevaron todo, siempre lo hacen porque esa es su naturaleza. “Mintieron”, me dijo. “Como siempre”.
Lo dejó pasar.
–Lo sé –respondió.
–Esto no es… No estoy tratando de empezar nada aquí.
–Nunca lo haces –podía oír la sonrisa en su voz.
–Mark.
–Gordo.
–Vete a la mierda.
Se volvió, por fin, tan apuesto como el día en que lo conocí, aunque yo era un niño y no había sabido lo que significaba. Era grande y fuerte, y sus ojos seguían siendo de ese azul helado, inteligentes y omniscientes. No tenía dudas de que podía sentir la furia y la pena que se agitaban en mí, por más que intentara bloquearlas. Los lazos entre nosotros estaban rotos desde hacía tiempo, pero aún quedaba algo allí, por más que me esforzara mucho en enterrarlo.
Se pasó una mano por el rostro, los dedos desaparecieron en su barba. Recordaba cuando se la comenzó a dejar a los diecisiete, era una cosa desigual por la que lo había molestado sin cesar. Sentí una punzada en el pecho, pero ya estaba acostumbrado. No significaba nada. Ya no.
Casi me convencía de ello.
–Cuídate, ¿está bien? –dijo, dejando caer la mano. Sonrió con frialdad y se dirigió hacia la puerta de la casa Bennett.
Y pensaba dejarlo ir. Iba a dejar que me pasara por al lado. Sería el fin. No volvería a verlo de nuevo hasta… hasta. Se quedaría aquí y yo me iría, al revés de lo que había ocurrido aquel día.
Iba a dejarlo ir porque eso sería lo más fácil. Para todos los días que vendrían.
Pero siempre había sido estúpido en todo lo relacionado a Mark Bennett.
Estiré la mano y lo tomé del brazo antes de que pudiera dejarme.
Se detuvo.
Nos