indicado.
Por fin, apagó la rasuradora.
Me sentí más liviano.
Me pasé la mano por la cabeza, los dedos rozando los vestigios de cabello.
Dio un paso atrás.
Me paré.
El hombre que me devolvió la mirada desde el espejo seguía siendo duro. El ancho de su pecho. La fuerza de sus brazos. Una sombra incipiente sobre el cráneo.
Era un desconocido. Me pregunté si él sabría quién era.
Parecía un lobo.
–¿Está bien? –preguntó Kelly–. No sé si…
–Está bien –dije, ronco–. Está… bien.
–Mi turno. Quiero lo mismo.
Parpadeé. Mi reflejo me imitó. Los tatuajes parecían un poco más brillantes.
–¿Estás seguro? Podría tomar las tijeras y…
–Quiero lo mismo –repitió.
Carter y Joe volvieron cuando estaba a mitad de la tarea. Las fosas nasales de Kelly temblaron y el cuervo de mi brazo cambió ligeramente antes de que abrieran la puerta.
Los ignoramos cuando nos hablaron.
–Sigue –pidió Kelly–. Córtalo todo.
–Qué demonios –escuché que Carter exclamaba débilmente desde la puerta del baño.
Joe no dijo nada.
Cuando terminé, dejé la rasuradora sobre la mesada y cepillé los hombros de Kelly. Se puso de pie frente a mí hasta que estuvimos cara a cara. Lo tomé de la barbilla y moví su cabeza lentamente de lado a lado.
Asentí y di un paso atrás.
Se observó en el espejo durante un largo rato.
Parecía mayor. Me pregunté qué pensaría Thomas del hombre en el que se había convertido. Me imaginé que se sentiría desolado.
–Házmelo a mí –exigió Carter–. Yo también quiero lucir como un jodido tipo duro.
Maldición.
Joe fue el último. Parados en el minúsculo baño, con sus hermanos rodeándonos, observándolo.
Estiró la mano lentamente y se pasó la palma por el cabello antes de mirarse las manos. Me pregunté si vería al lobo debajo.
–Está bien –dijo–. Está bien.
A partir de entonces, cada algunas semanas, empezábamos el proceso de nuevo. Y de nuevo. Y de nuevo.
Mi bolso marinero tenía un bolsillo secreto.
No lo había abierto desde que nos marchamos, por más deseos que sintiera.
–¿Cuándo lo supiste? –me preguntó en susurros Joe, sus hermanos dormían en el asiento trasero, el murmullo de los neumáticos sobre el pavimento era el único sonido. Habíamos salido de Indiana y entrado a Michigan una hora antes.
–¿Saber qué?
–Que Ox era tu lazo.
–¿Importa? –aferré con fuerza el volante.
–No lo sé. Me parece que sí.
–Era… un niño. Su padre no era bueno. Le di trabajo porque sabía de coches, pero no era un buen hombre. Tomaba más de lo que daba. Y no… Ox y su mamá se merecían más. Algo mejor que él. La lastimó. Con palabras y con las manos.
Un automóvil pasó en la dirección contraria. Era el primero que veíamos en más de una hora. Sus faros eran brillantes. Parpadeé para quitar la imagen residual.
–Ox vino a verme. Necesitaba ayuda pero no sabía cómo pedirla. Y yo lo supe. No era mío, pero lo supe.
–¿Incluso entonces?
–No –negué–. Fue… llevó más tiempo. Porque yo no sabía cómo… Ya no sabía cómo ser yo. Odiaba a los lobos y odiaba a la magia. Tenía una manada, pero no era como antes.
–Los tipos del taller.
–No lo sabían –asentí–. No lo saben y espero que nunca lo averigüen. No pertenecen a este mundo.
–No como nosotros. No como Ox.
Odié eso.
–¿No como Ox? ¿Nunca piensas en cómo sería su vida si no lo hubieras encontrado?
–Todo el tiempo. Cada día –rio con amargura–. Con todo mi ser. Pero él era… era bastones de caramelo y piña. Era épico y asombroso.
Tierra y hojas y lluvia…
–¿Con eso lo justificas?
–Es lo que me hace salir de la cama cuando no quiero más que desaparecer.
Las líneas amarillas de la carretera perdieron definición.
–Le di una camiseta con su nombre. Para el trabajo. Para su cumpleaños. La envolví con papel con motivos de muñecos de nieve porque no encontré otra cosa –suspiré–. Tenía quince años. Y era… no debería haber pasado. No así. No sin que él supiera. Pero no pude detenerlo. Por más que lo intenté. Es que… todo encajó. De una manera en la que nunca pasó con Rico. Chris. Tanner. Son mi manada. Mi familia. Ox también, pero es…
–Más.
Me sentía indefenso frente a eso.
–Sí. Más. Supongo que lo es. Más de lo que la gente espera. Más de lo que yo esperaba. Se convirtió en mi lazo después de eso. Por una camisa. Por un papel de regalo con muñecos de nieve.
–¿Qué era antes? Tu lazo.
–No lo sé. Nada. No hacía magia, más allá de las guardas. No quería. No quería nada de eso.
–¿En algún momento fue Mark?
–Joe –advertí.
Él contempló la carretera oscura.
–Cuando no hablas, cuando pierdes la voz, te obliga a concentrarte en todo lo demás. Pasas menos tiempo preocupándote acerca de qué decir. Oyes cosas que quizás no habías oído antes. Ves cosas que se habrían quedado escondidas.
–No es…
–Me encontraron. Mi papá. Mamá. Después de que él… me llevara. Me encontraron, y no quería más que decirles gracias. Gracias por venir por mí tal y como prometieron. Gracias por dejarme seguir siendo su hijo pese a estar partido al medio. Pero… no pude. No pude encontrar palabras qué decir, entonces no dije nada. Vi cosas. Que quizás no habría visto.
–No entiendo.
–Carter –dijo–. Pone buena cara. Es grande, fuerte y valiente, pero cuando volví a casa lloró más que cualquiera. Durante un largo tiempo, no permitía que nadie me tocara. Me llevaba a todos lados, y si mamá o papá intentaban alejarme de él, les gruñía hasta que retrocedían. Y Kelly… Yo tenía… pesadillas. Las sigo teniendo, pero no como antes. Cerraba los ojos y Richard Collins estaba de pie sobre mí en esa cabaña sucia en el bosque, y me decía que hacía esto solo por lo que mi padre había hecho, que había matado a toda la manada, que mi padre le había quitado todo. Y me rompía los dedos uno a uno. O me golpeaba la rodilla con un martillo. No puedes pasar por lo que yo pasé y no tener sueños. Aparecía en los míos todo el tiempo. Y cuando me despertaba, Kelly