TJ Klune

Ravensong. La canción del cuervo


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la cabeza para mirarlo con furia.

      –Qué chingados.

      Yo no tenía idea de qué significaba eso.

      Tanner y Chris volvieron con nosotros, los brazos cargados con comida. Estábamos en la casa de los Bennett. Habíamos enterrado a mi madre, junto a un ataúd vacío para mi padre.

      Elizabeth me dijo que los funerales eran otra tradición. Las personas traían comida y comían hasta que no podían más.

      Yo quería irme a la cama.

      Tanner tenía la boca llena.

      –Amigo, hay de esos emparedaditos con huevo.

      –Los huelo –apuntó Rico.

      –No sé qué es esto –dijo Chris ofreciéndome alguna clase de pan–. Pero tiene coco. Y mamá dice que el coco te quita la tristeza.

      –Eso no es cierto –replicó Rico.

      –Suena a que estás del coco –se mofó Tanner–. ¿Entienden? Por lo del… Bueno, ya entienden.

      Nos lo quedamos mirando con la boca abierta. Se encogió de hombros y siguió comiendo emparedado de huevo.

      –¿Dónde está el mío? –preguntó Rico.

      –Te traje un taquito –contestó Chris.

      –Eso es racista.

      –¡Pero te gustan los taquitos!

      –¡Quizás deseaba comer de ese pan de coco del coco! ¡Yo también estoy triste!

      –Son todos tan estúpidos –dije, me sonrieron de oreja a oreja.

      –Ah, miren –exclamó Rico–. Puede hablar.

      Entonces, me eché a llorar. Por primera vez en el día. Con la mano llena de pan de coco y rodeado de mis mejores amigos, lloré.

      Abel y Thomas se ocuparon de todo. Ningún asistente social vino a llevarme. No se alteró mi rutina escolar. Se vendió nuestra casa y el dinero quedó en una caja de ahorros que nunca toqué. Había seguro de vida, de los dos. No me importaba el dinero. No en ese momento. Apenas entendía lo que estaba pasando.

      Me mudé a la casa Bennett. Tenía un cuarto propio. Con todas mis cosas.

      No era lo mismo.

      Pero no tenía otra opción.

      Los lobos me protegieron del resto del mundo, aunque me ocultaron cosas.

      Pero me enteré. Con el tiempo.

      Mark se negaba a apartarse de mi lado.

      En las noches en las que yo no soportaba ni ver a otra persona, se quedaba afuera, junto a la puerta.

      A veces lo dejaba entrar.

      Me hacía un gesto para que me diera vuelta y le diera la espalda.

      Le hacía caso.

      En esas noches, las más difíciles, oía el frufrú de la ropa al caer. El crujido y los gemidos de los músculos y los huesos.

      Me empujaba la mano con el hocico para avisarme que podía volverme.

      Me metía en la cama y él saltaba a mi lado; el bastidor de la cama crujía bajo nuestro peso. Se hacía un ovillo a mí alrededor, mi cabeza debajo de su hocico, su cola cubriéndome las piernas.

      Esas eran las noches en las que mejor dormía.

      Marty fumaba un cigarrillo en la parte trasera del taller cuando volví por primera vez.

      Arqueó una ceja al verme y arrojó las cenizas al piso.

      Arrastré los pies.

      –No pude ir al funeral –explicó–. Quería ir, pero un par de los muchachos estaban enfermos. Gripe o alguna mierda de esas.

      Tosió y luego escupió algo verde en el asfalto.

      –Sí –respondí–. Está bien.

      –Pensé en ti.

      Era amable de su parte.

      –Gracias.

      Sopló una columna espesa de humo rancio. Siempre enrollaba sus propios cigarrillos y lo acre del tabaco me hizo llorar los ojos.

      –Mi papá murió cuando yo era un bebé. Mamá se ahorcó cuando yo tenía catorce. Me fui después de eso. No quise aceptar caridad.

      –No quiero caridad.

      –No, no esperaba que lo hicieras –se rascó la mejilla desaliñada–. No puedo pagarte mucho.

      –No necesito mucho.

      –Sí, tienes a los Bennett en el bolsillo, claro.

      Me encogí de hombros porque, dijera lo que dijera, él no lo entendería.

      Apagó el cigarrillo en la suela de la bota antes de dejarlo caer en una taza de café metálica llena hasta el borde de colillas usadas. Tosió de nuevo antes de inclinarse hacia adelante en su reposera de nylon blanco, verde y azul desgastado.

      –Te haré trabajar hasta que te sude el trasero. Especialmente si voy a pagarte.

      Asentí.

      –Y si Abel Bennett intenta meterse conmigo, te mando de paseo. ¿Está claro?

      –Sí.

      –Bien. Vamos a ensuciarte las manos.

      En ese momento, supe qué era lo que los lobos querían decir cuando me contaban que un lazo no tenía que ser necesariamente una persona.

      –Mírenla –exclamó Rico, impresionado.

      Miramos.

      Misty Osborn. Tenía el cabello rizado y grandes incisivos. Se reía fuerte y era una de las chicas populares del octavo año.

      –Me gustan las mujeres mayores –declaró Rico.

      –Tiene trece –apuntó Chris.

      –Y tú doce –aclaró Tanner.

      Yo no dije nada. Hacía calor y llevaba mangas largas.

      –Voy a invitarla al baile –anunció Rico, cobrando ánimos.

      –¿Estás loco? –siseó Chris–. Jamás saldrá contigo, le gustan los atletas.

      –Y la verdad es que no eres un atleta –señaló Tanner.

      –Nada más tengo que hacerle cambiar de idea –dijo Rico–. No es tan difícil. Haré que vea más allá de mi cuerpo flacucho y poco atlético. Observen.

      Contemplamos cómo se levantó de la mesa.

      Marchó en dirección a Misty.

      Las chicas junto a ella se rieron por lo bajo.

      No oímos lo que decía, pero, por la cara de Misty, no era nada bueno.

      Asentía mucho. Movía los brazos como un lunático.

      Misty frunció el ceño.

      La señaló, se señaló.

      Misty frunció aún más el ceño.

      Dijo algo.