TJ Klune

Ravensong. La canción del cuervo


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–dije.

      Ignoré a Mark por tres días.

      Aparecieron animales muertos en el porche delantero.

      Elizabeth se reía de mí mientras acunaba a Carter en sus brazos.

      –¿Por qué no me lo dijiste? –le grité.

      –Tienes trece –me gruñó–. Tengo tres años más que tú. Es ilegal.

      –Eso es… Está bien, es un motivo bastante bueno.

      Se lo veía confiado.

      Entrecerré los ojos.

      Parecía menos presumido.

      –No soy un niño –añadí.

      –No es el mejor contraargumento dado que sí, lo eres.

      –Está bien. Entonces me iré a besar a otro.

      Gruñó.

      –Necesito encontrar a alguien a quien besar –exigí.

      Rico y Tanner y Chris me miraron con los ojos muy abiertos.

      –No me mires a mí –replicó Tanner.

      –A mí tampoco –dijo Chris.

      –A mí menos... maldición –suspiró Rico–. Siempre soy lento. Bueno. ¿Sabes qué? No me importa. A ver esos labios, machote.

      Contemplé a Rico horrorizado mientras avanzaba hacia mí con los brazos abiertos.

      –¡A ti no!

      –Guau. ¡Pero qué puto racista!

      –No soy racista, tú eres mi… Maldición, ¡odio tanto esto!

      –¿Mark? –preguntó Tanner, comprensivo.

      –Mark –asintió Chris.

      –Si fuera blanco, seguro que me hubieras besado –dijo Rico.

      Le sujeté la cara y apreté mis labios contra los suyos.

      Tanner y Chris hicieron el mismo sonido de disgusto.

      Me aparté de Rico con un ruido húmedo.

      Estaba perplejo.

      Me sentí mejor.

      Se lo conté a Mark.

      Se transformó. Su ropa se rasgó a medida que escapaba al bosque.

      –Eres un poco imbécil, Gordo –me dijo Abel con suavidad–. Cuando tengas la edad suficiente, quiero que sepas que cuentan con mi aprobación incondicional.

      Estaba a cargo de la recepción cuando una joven entró al taller.

      Me sonrió.

      Era bonita. Tenía el pelo negro azabache y los ojos verdes como el bosque. Tenía puestos vaqueros y una camiseta escotada. Parecía apenas mayor que Mark.

      Los muchachos del taller silbaron.

      Marty les dijo que cierren el pico, maldición, aunque él también la contempló con admiración.

      –Hola –dijo la chica.

      –¿Puedo ayudarte? –le pregunté, sintiéndome nervioso por razones que no comprendía.

      –Espero que sí. Mi coche está haciendo un ruido raro. Acabo de cruzar el país. Estoy tratando de llegar a Portland para ir a la universidad, pero no sé si llegaré.

      –Es probable que podamos hacerte un lugar pronto –asentí. Hice clic en la vieja computadora para abrir la agenda.

      –¿No eres un poco joven para trabajar aquí? –preguntó, divertida.

      –Sé lo que hago –me encogí de hombros.

      –¿En serio? Qué tierno –sonrió aún más. Se inclinó hacia adelante y puso los codos sobre el mostrador. Tenía las uñas pintadas de azul. Se le había saltado el esmalte. Golpeteó el mostrador con los dedos. Del cuello le colgaba una cadena delgada con una pequeña cruz de plata–. Gordo, ¿verdad?

      –¿Cómo sabes eso? –la miré fijo.

      Rio. Sonaba dulce.

      –Tu nombre está bordado en la camisa.

      –Ah, cierto –me sonrojé.

      –Eres tierno.

      –¿Gracias? Eh, parece que tenemos un turno en una hora. Podría hacerte lugar, si no te molesta esperar.

      –No me molesta –sus ojos brillaban.

      Parecía una loba.

      Mark vino a traerme el almuerzo.

      Ella estaba sentada en la sala de espera, hojeando una revista antiquísima.

      La campana sonó cuando entró.

      –Hola –dijo Mark, tímidamente. Era la primera vez que venía desde todo el asunto ese de me-besaste-y-salí-corriendo-por-culpa-de-sentimientos-lobunos-tales-como-que-eres-mi-compañero-y-me-olvidé-de-mencionarlo.

      –Mira quién decidió aparecer –exclamé.

      Casi no me acordaba que la mujer seguía allí.

      –Cállate –masculló Mark, y apoyó una bolsa de papel madera sobre el mostrador.

      –No es un conejo muerto, ¿verdad? –le pregunté con recelo–. Porque te juro, Mark, si es otro…

      –Es jamón y queso suizo.

      –Ah. Bueno, eso está mejor.

      –¿Un conejo muerto? –preguntó la mujer.

      Mark se estremeció. La miré.

      Alzó una ceja.

      –Chiste interno –aclaré.

      –Ah –dijo ella.

      Las fosas nasales de Mark aletearon.

      Le pellizqué el brazo para recordarle que estábamos en público, por todos los cielos. No podía andar por ahí olfateando a todo el mundo.

      La contempló por un momento más antes de volver su atención a mí.

      –Gracias –le dije.

      Se pavoneó un poquito.

      Era tan predecible.

      –Me llevará un par de días conseguir los repuestos –le dijo Marty–. No llevará mucho hacer la reparación una vez que lleguen, pero tu coche es de manufactura alemana. No se ven muchos como ese por aquí. Puedes seguir conduciéndolo, pero te garantizo que el problema empeorará y terminará rompiéndose en el medio de la nada. Estás en el campo, niña.

      –Me he dado cuenta –dijo, lentamente–. Es… una pena. Vi un motel cuando entré al pueblo.

      Marty